La OTAN, símbolo de Occidente
El andamiaje atlántico se mantiene en pie mientras Europa duda, EEUU se fatiga y Rusia desafía el orden liberal

Mark Rutte, secretario general de la OTAN. | Zhao Dingzhe (Xinhua News)
El Orden Geopolítico mundial soporta una profunda transformación que supera a las trayectorias lineales del siglo pasado. Durante la segunda mitad del siglo XX, el Orden fue moldeado por la geometría de la bipolaridad, fruto de la competición ideológica y estratégica entre Estados Unidos y la Unión Soviética. El fin de la Guerra Fría dio paso a una corta era de unipolaridad caracterizada por el predominio de Estados Unidos en términos militares, económicos e institucionales. Durante este período, los modelos de gobernanza global, normativa internacional liberal y mercados abiertos formaron la estructura geopolítica dominante mediante la cual se gestionó el Orden Global.
Sin embargo, el momento de primacía estratégica de Occidente no ha sido persistente ya que, durante las dos últimas décadas, se ha desarrollado un panorama geopolítico progresivamente más fluido y fragmentado. El poder es cada vez más difuso, las instituciones están tensionadas y la relación entre ellas es cada vez más transaccional. Se regresa a la política de poder duro, a la reafirmación de la soberanía estatal y al debilitamiento del multilateralismo basado en el consenso. Un número cada vez mayor de Estados tratan de revisar o eludir las reglas de las instituciones lideradas por Occidente, mientras que los actores no estatales y las corporaciones tecnológicas digitales imponen nuevos criterios en el arte de gobernar.
El resultado es un sistema complejo, cuya evolución es difícil de explicar adecuadamente a través de los marcos de análisis tradicionales. La tesis de la unipolaridad, cada vez más obsoleta es inadecuada, mientras la bipolaridad recientemente resucitada por la rivalidad entre Estados Unidos y China simplifica en exceso un mundo de carácter multipolar. El discurso de la multipolaridad, particularmente el que se impulsó a través de instituciones como BRICS+ (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica, Egipto, Etiopía, Indonesia, Irán y los Emiratos Árabes Unidos [EAU]), identifica la presencia de múltiples actores, pero, por ahora, carece de un marco geopolítico adecuado.
La longeva OTAN
Un actor internacional que ha sobrevivido a los diversos ordenes geopolíticos desde el final de la Segunda Guerra Mundial es la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). El anuncio de su inminente deceso ha sido un pasatiempo para los analistas desde el fin de la Guerra Fría, pues la Alianza, hoy con 32 miembros, ha sobrevivido 76 años. Desde sus inicios, la OTAN se presentó como una referencia democrática occidental de poder contra la agresión totalitaria soviética. Fue capaz de mantener a Grecia y Turquía en la Alianza, a pesar de sus dictaduras militares de derecha, ocasionalmente opresivas, dada la ubicación estratégica de ambas y la necesidad de mantener en secreto sus rivalidades históricas.
Como hitos históricos habria que señalar que, durante la crisis de Suez en 1956, Estados Unidos se opuso a emplear la Alianza y humilló a sus socios atlantistas, Francia y Reino Unido, sin causar grandes daños a la OTAN en su conjunto. Es cierto que, después de 1959, una Francia con su grandeur retiró su participación militar, aunque en soterradamente se comprometió a integrarse en la organización militar de la Alianza en caso de un ataque soviético. La unificación alemana en 1989 progresó sin contratiempos, en gran medida porque una Alemania líder de la Unión Europea, se mostró tolerante con que sus rivales históricos y socios de la OTAN, Francia y Reino Unido, que siguieran siendo las únicas potencias nucleares de Europa.
Durante las guerras de Corea y Vietnam, Estados Unidos logró convencer a algunos países de la OTAN para que se unieran a sus intervenciones, asumiendo que la mayoría podría mantenerse al margen o condenar a Estados Unidos sin mayores consecuencias para la seguridad que la Casa Blanca garantizaba. Lo mismo ocurrió con las dos guerras de Irak y el alboroto en torno a la dicotomía de la administración Bush entre la «vieja» y la «nueva» Europa.
Tras la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la URSS, la OTAN vivió un lapsus ya que, al no tener «enemigo», siguió adelante con dificultad. Algunos habían asumido que las tensiones históricas entre un Moscú, siempre ambicioso, y sus vulnerables vecinos europeos trascenderían el comunismo soviético. En la década de 1990, la Alianza se reinventó para asegurar a los países de Europa del Este recién liberados, que su adhesión a la socialdemocracia occidental estaría a salvo del espectro del expansionismo ruso postsoviético. La OTAN, en 1995, actuó en Bosnia-Herzegovina para vigilar el cumplimento de los Acuerdos de Dayton.
El problema actual no es que la OTAN desaparezca de forma estrepitosa, sino que se extinga simplemente con algún estertor, dado que las fuerzas insidiosas del nuevo siglo son más perniciosas que las ocasionales luchas internas y disputas territoriales del siglo XX. Hasta ahora, nadie ha abordado la paradoja moderna de la OTAN. Su composición y geografía actuales hacen burla de su nombre. Difícilmente se trata de una Organización del Tratado del Atlántico Norte, dado que solo dos países, Estados Unidos y Canadá, residen en la orilla opuesta del Atlántico. Sus 32 miembros son ahora tan mediterráneos y de Europa del Este que del Atlántico Norte. Además, carece de principios organizativos centrales sobre dónde y cuándo debe o no intervenir, y mucho menos de criterios bajo los cuales un miembro debe ser admitido o expulsado. Para el año 2000, la OTAN se había convertido en una especie de organización cuyo centro de poder era Estados Unidos.
La corriente socialista de la Unión Europea posterior a la Guerra Fría era opuesta a la idea original de una OTAN sólida, democrática y anticomunista. El «poder blando» fue la respuesta de la UE a la supuesta disuasión militar anquilosada de la OTAN, algo que permitió a las socialdemocracias europeas desviar presupuestos al gasto interno, mientras se arrogaban la superioridad moral de externalizar las anticuadas ideas del poder duro a unos Estados Unidos menos sofisticados.
Durante unos treinta y cinco años, las sucesivas administraciones estadounidenses, tanto demócratas como republicanas, han seguido una política que permitió que Moscú consolidar una esfera de influencia sobre los nuevos estados de Europa del Este y Eurasia. En lugar de promover una estrategia integral basada en valores compartidos y actuaciones a largo plazo, la coalición conocida como Occidente optó por actuaciones, o ausencia de ellas, de efectos contingentes, que fueron aprovechadas por Rusia.
Es notorio que, durante ese periodo, en Europa se haya carecido de un criterio propio en política exterior, una actitud que también se extendió a las clases empresarial, investigadora y política en general. El resultado fue la pérdida de oportunidad de establecer una postura europea en Política Exterior, en vez de un europeísmo sin rumbo, que disimulaba su adopción de la política exterior estadounidense, situación que perdura con matices.
Tiempo de cambio
Durante unos 35 años, las sucesivas administraciones estadounidenses, tanto demócratas como republicanas, han seguido una política que permitió que Moscú consolidase una esfera de influencia sobre los nuevos estados de Europa del Este y Eurasia. En lugar de promover una estrategia integral basada en valores compartidos y actuaciones a largo plazo, la coalición denominada Occidente optó por actuaciones, o ausencia de ellas, de efectos contingentes que fueron aprovechadas por Rusia. El resultado fue la pérdida de oportunidad para establecer una postura europea en Política Exterior, en vez de un europeísmo sin rumbo, que disimulaba su adopción de la política exterior estadounidense, situación que perdura con matices.
En 2014 fuerzas rusas arrebataron Crimea a Ucrania, hecho que la administración Obama asumió que sería una llamada de atención para los aliados de la OTAN. No fue así. Europa y Estados Unidos tardaron un año en acordar unas sanciones bastante débiles, además. Al año siguiente, Angela Merkel, la canciller alemana, llegó a un acuerdo con Putin para establecer el gasoducto Nord Stream 2, lo que aumentaría la dependencia de Europa del gas ruso y de su transporte sin necesidad de pasar por Ucrania. Merkel calificó al líder ruso de «proveedor fiable».
La invasión rusa del resto de Ucrania en 2022 finalmente provocó reacciones. Alemania abrió nuevas líneas de producción de armamento, Finlandia y Suecia ingresaron en la OTAN por temor y necesidad, y más de 20 miembros de la Alianza superaron el obsoleto umbral de gasto del 2% de su producto interior bruto (PIB) en Defensa. No obstante, algunos recurrieron a subterfugios financieros para alcanzar esa cifra –algunas naciones incluyen, por ejemplo, las prestaciones de los veteranos o el coste de adaptar las instalaciones existentes para cumplir con las normas climáticas– y ahora se enfrentan a la realidad de que incluso duplicar ese gasto probablemente no será suficiente si se produce la retirada de las unidades estadounidenses de Europa.
Desde 2014 pocos países de la OTAN han cumplido el acuerdo de la Cumbre de Gales de invertir al menos el 2% de su PIB en defensa (el promedio de la alianza era del 1,6%). Los pocos que lo hicieron, como Grecia, Polonia o Estonia, no eran actores internacionales importantes. En los últimos veinte años, Estados Unidos se ha quejado de haber aportado una cuarta parte de los recursos militares anuales de la Alianza –más si se incluye el adiestramiento o y el apoyo indirecto estadounidenses–, a pesar de que, según la lógica geográfica y geopolítica, Estados Unidos sigue siendo el más seguro de sus miembros.
Para cuadrar el círculo de que Estados Unidos necesitaba menos a la OTAN que la OTAN a Europa, se desencadenó una especie de relación abusiva entre padre e hijo adolescente. Estados Unidos, como el proverbial padre insistente, pero permisivo, se quejaba de los miembros europeos de la OTAN, como si fueran adolescentes petulantes, rogándoles que al menos moderaran su retórica y fueran amables con sus benefactores. Tanto las administraciones demócratas como las republicanas fueron permisivas y siguieron la farsa.
La vuelta del imperialismo
La «guerra de Putin» por la restauración del imperio ruso, conocida como guerra de Ucrania, tiene tres finalidades fundamentales: primero, restaurar el «núcleo interno» eslavo oriental del estado imperial subyugando a Bielorrusia y luego a Ucrania para, en efecto, reincorporar a ambos a la esfera rusa de dominación exclusiva como base constitutiva de la «Pax Russica», que Putin se ha propuesto restaurar. En segundo lugar, un objetivo simultáneo es socavar y, en última instancia, fracturar la Alianza del Atlántico Norte (OTAN) poniendo de manifiesto la incapacidad aliada para disuadir la expansión rusa en Europa Oriental. Y la tercera, orientada a expulsar a loa Estados Unidos de la región báltica y de Europa Central.
La finalidad de la guerra de Ucrania sería restaurar la posición imperial rusa, logrando un acuerdo sobre esferas de influencia con las mayores potencias europeas, en particular con Alemania, que la convertirá de nuevo en una Gran Potencia en Europa. Putin comunicó sus objetivos generales de forma inequívoca en vísperas de la segunda invasión de Ucrania, al pedir que la configuración regional de poder regresara al statu quo anterior a 1997, es decir, anulando por completo la vigencia de la ampliación de la OTAN.
El filósofo y pensador político ruso Aleksander Dugin ofrece una descripción analítica de la guerra entre Rusia y Ucrania, enmarcándola en la geopolítica global y la evolución del Orden Mundial. Con franqueza, Dugin, una figura clave en el Kremlin, explica por qué cree que el conflicto en Ucrania tiene sus raíces en una lucha global más profunda entre la unipolaridad y la multipolaridad.
Al explicar por qué el conflicto entre Rusia y Ucrania continúa sin un camino claro hacia su resolución, Dugin señala que la guerra debe verse en un contexto geopolítico más amplio. Sitúa su origen en el deseo del Occidente global, de perpetuar su dominio mundial impedir el establecimiento de la multipolaridad. El crecimiento de la soberanía en Rusia, así como en China o la India, es lo que configura un mundo multipolar.
Según Dugin, el apoyo de Occidente a Ucrania tras el golpe de Estado de Maidán de 2014 fue un intento de crear una «anti-Rusia» en sus fronteras, con el fin de provocar el conflicto. La respuesta de Rusia afirmó, comenzó con la anexión de Crimea y se intensificó hasta convertirse en la «operación militar especial» lanzada en 2022.
A pesar de las reticencias de Trump, Dugin cree que su limitado interés en el conflicto podría llevar a una retirada estadounidense, que considera la única vía real hacia la paz. Elogia el proyecto «Make America Great Again» (MAGA), calificándolo de una señal de aceptación de la multipolaridad, un concepto que Dugin defiende. Argumentó que, bajo el gobierno de Trump, Estados Unidos no tiene motivos para oponerse a que otras naciones afirmen su soberanía, siempre que no desafíen directamente la seguridad estadounidense. Niega el globalismo y se opone a la agenda liberal que niega el derecho de los países a ser soberanos.
A título de inventario
En la Cumbre de la OTAN que se celebra en la Haya, el tema estrella es el del gasto de Defensa. Sin embargo, en La Haya, las probabilidades de confrontación disminuyeron ligeramente cuando el presidente español, Pedro Sánchez, el último que se resistía al objetivo de gasto del 5% para la OTAN propuesto por Donald Trump, alcanzó un acuerdo el domingo por la noche para flexibilizar el ritmo de cumplimiento del compromiso. Sin embargo, en la interpretación de ese acuerdo el secretario general de la Organización ha reafirmado que el 3,5% de gasto militar será imprescindible también para España.
Estados Unidos por su parte, no ha explicitado una estrategia formal sobre el contexto internacional. La guerra de Irán e Israel aporta nuevos modos de acción, pero los indicios llevan a experimentar con una Gran Estrategia muy diferente a la empleada durante las décadas de unipolaridad tras el final de la Guerra Fría. El bombardeo de los silos nucleares iraníes, sin anunciarlo al Congreso, muestra un modo de actuación similar a las últimas intervenciones norteamericanas en Afganistán e Irak, aunque el potencial de escalada de la intervención en Irán es de alto riesgo. Independientemente de una retórica en continuo cambio, no exenta de teatralidad, las políticas de la administración Trump se ajustan a un mundo multipolar donde buscan obtener el dominio estadounidense a nivel global y en todas las esferas del poder: militar, diplomático, informativo, económico e institucional. Los rasgos propios de un claro escepticismo hacia el multilateralismo y el globalismo, la casi eliminación de la ayuda al exterior, el proyecto de expansión territorial en el hemisferio occidental y la apariencia de disposición para ceder territorio a Rusia, son sesgos rupturistas.
Enrique Fojón es analista del Centro de Seguridad Internacional de la Universidad Francisco de Vitoria