Dimisión en La Habana: no es la ministra, es el sistema
«Su renuncia no repara la humillación de una ciudadanía que no se disfraza de mendigo, sino que mendiga de verdad»

Un hombre descansa entre edificios en ruinas en La Habana (Cuba). | Sandrine Huet (Zuma Press)
La reciente renuncia de la ministra de Trabajo y Seguridad Social de Cuba, Marta Elena Feitó, ha sido recibida como una respuesta a la indignación generada por sus declaraciones, que culpaban a la población de no querer trabajar, en un país donde los salarios no alcanzan para sobrevivir y la economía informal se ha vuelto el único refugio de millones. Pero reducir el hecho a un desliz comunicacional y a una dimisión por presión popular sería una lectura superficial. Lo que ha ocurrido forma parte de una lógica más profunda y repetida dentro del régimen, la de buscar chivos expiatorios cuando las tensiones internas alcanzan niveles difíciles de contener.
La teoría mimética de René Girard ofrece una clave útil para leer lo ocurrido. Cuando una sociedad entra en crisis y ya no puede ocultar sus contradicciones, recurre al sacrificio de una figura visible para restablecer momentáneamente el orden. En este caso, la ministra se convierte en una víctima funcional: su caída no tiene tanto que ver con una falta individual, sino con la necesidad del sistema de ofrecer una cabeza que calme el malestar social. Se la responsabiliza públicamente para evitar que la presión se desborde hacia niveles más altos del poder.
Esto no exime a Feitó de su responsabilidad. Su frase no fue inocente. Formulada en medio del colapso económico y del deterioro cotidiano que atraviesan millones de cubanos, resultó hiriente y desconectada. Pero esa desconexión no es solo personal, sino estructural. Feitó ha dicho lo que muchos en la cúpula piensan, y lo ha hecho desde un lugar que le ha sido asignado por el propio sistema. Su caída no resuelve nada, solo aplaza el problema. No hay salida posible mientras se siga operando con esta lógica sacrificial que maquilla la impotencia del poder con gestos simbólicos.
Cuba no necesita más sacrificios; lo que necesita es una transformación de fondo. El problema no es una ministra, sino un modelo agotado que se sostiene sobre la negación sistemática de la dignidad y la realidad del pueblo. Un modelo que ha perdido incluso la eficacia de sus antiguos rituales expiatorios. Porque ya ni el mecanismo del chivo expiatorio funciona. Los sacrificios no producen paz, ni obediencia, ni siquiera miedo. Solo evidencian el desgaste de un poder que ya no respira.
Durante décadas, el sistema cubano ha recurrido a mecanismos sacrificiales como forma de control y de encubrimiento de sus propios fracasos. Intelectuales, militares, ministros, dirigentes intermedios o artistas han ocupado sucesivamente ese lugar simbólico que Girard identificó como necesario para contener la violencia social, el de la víctima útil. No porque sean inocentes, sino porque su culpabilidad es absorbida y amplificada hasta convertirse en alivio momentáneo para el conjunto. Así funcionó el caso de Heberto Padilla en los años setenta, el del general Ochoa en los ochenta, y así se repite ahora, en un contexto mucho más frágil, con la ministra Feitó. Lo que cambia no es el mecanismo, sino su eficacia: el ritual ya no calma, solo irrita.
El problema es estructural. En lugar de enfrentar las causas reales del deterioro –la ineficiencia crónica del aparato productivo, la falta de libertades, el descrédito internacional, la corrupción endémica–, el régimen reacciona con reflejos de vieja escuela: identifica un rostro, lanza una condena pública, permite una descarga colectiva, y anuncia una nueva etapa que en realidad es la misma. Pero la gente ya no cree, y sobre todo, ya no teme. El mecanismo del chivo expiatorio se ha roto porque la violencia simbólica necesita un mínimo de credibilidad para surtir efecto, y esa credibilidad se ha perdido.
El discurso de Feitó tuvo un componente especialmente doloroso: insinuar que los cubanos no trabajan porque no quieren. En una sociedad donde el salario medio no cubre ni la mitad de la canasta básica, y donde miles de personas viven al día entre colas, apagones y carencias, ese comentario no fue solo ofensivo, sino deshumanizante. Y, sin embargo, ese tipo de discurso no es una excepción, sino un síntoma. El poder cubano, en su desconexión progresiva con la vida real, ha normalizado una narrativa de culpabilización hacia los de abajo. Como si el problema fueran los ciudadanos y no las condiciones impuestas por el propio Estado. Como si la pobreza fuera una elección personal.
Lo que agrava esta situación es que la sustitución de ministros, lejos de introducir cambios sustantivos, solo sirve para preservar el núcleo de poder. Ninguna renuncia en Cuba, salvo contadas excepciones históricas, ha estado asociada a un giro político real. Son actos de contención, no de reforma. No expresan un nuevo rumbo, sino una voluntad de continuar lo mismo con otros nombres. Y en este punto, el mecanismo sacrificial se vuelve no solo ineficaz, sino cruel, porque además de no resolver nada, añade una capa más de cinismo a un sistema ya agotado.
Feitó ha caído, pero el hambre no. Su dimisión no alimenta a nadie. Su renuncia no repara la humillación de una ciudadanía que no se disfraza de mendigo, sino que mendiga de verdad. Y ese es el dato que el poder no logra ni quiere asumir, que el problema no es de relato, ni de imagen, ni de portavoces, sino de legitimidad y de estructura.
El régimen cubano ha vivido de administrar escasez, de racionar no solo bienes, sino también responsabilidades. Cuando algo estalla –una crisis, una protesta, una torpeza verbal–, la respuesta no es repensar el modelo, sino reacomodar fichas. Pero la rotación de culpables ya no funciona. No hay forma de maquillar un hecho elemental: el sistema ya no contiene ni genera nada, salvo hartazgo, y cuando este no encuentra salida institucional, se convierte en presión acumulada.
Feitó ha sido, a su modo, víctima y expresión de ese sistema. Víctima, porque su caída responde a una necesidad sacrificial. Y expresión, porque su frase revela una mentalidad extendida entre los cuadros dirigentes, la de culpar a la gente, en lugar de escucharla. La ironía trágica es que, en lugar de revisar la cultura del desprecio desde arriba, se opta por ofrecer un nombre propio al escarnio público, no para reparar nada, sino para ganar tiempo. Pero el tiempo ya no juega a favor del poder.
Girard insistía en que el mecanismo sacrificial solo se rompe cuando se revela su lógica interna. Cuando se deja de confundir a la víctima con la causa del mal. En Cuba, cada vez más personas comprenden esa lógica: que las crisis no son culpa de tal o cual ministro, ni del embargo, ni de «errores puntuales», sino de una estructura que ha perdido toda conexión con la realidad social y humana del país. Esa toma de conciencia es lenta, pero irreversible. Y aunque el régimen todavía conserva capacidad de coacción, su poder simbólico se ha desmoronado.
La única salida posible no pasa por más renuncias ni por más castigos ejemplares. Pasa por una transformación que implique el abandono de la lógica sacrificial y el inicio de una dinámica democrática real. No de partidos decorativos ni de reformas cosméticas, sino de un proceso político que respete la dignidad de los ciudadanos y que asuma, sin cinismo, el daño causado. Un proceso que no trate de esconder la pobreza, sino de entender por qué un país tan rico en talento ha sido empujado a vivir en la miseria.
No hay transición posible si se parte de la negación de lo evidente. Y lo evidente es que Cuba vive una crisis multidimensional, profunda, sin precedentes en su historia reciente. No es solo económica, sino moral, cultural, institucional. Y no es responsabilidad exclusiva de un gobierno, sino también una responsabilidad compartida por quienes han normalizado, justificado o silenciado esta deriva durante años. El precio ha sido demasiado alto. La humillación cotidiana, el exilio obligado y la desesperanza heredada, no se resuelven con una rueda de prensa.
Tal vez el gesto más político y más humano que puede hacerse hoy en Cuba no sea nombrar a un nuevo ministro ni prometer más eficiencia, sino mirar de frente a la realidad: aceptar que hay hambre, que hay miedo, que hay hartazgo, y que nada de eso se resolverá mientras se sigan sacrificando nombres para salvar un sistema que ya no se sostiene. La dignidad no se administra desde arriba, se reconoce abajo. Y lo que el pueblo cubano necesita no es una nueva narrativa oficial, sino un nuevo pacto social, fundado no en el miedo ni en la obediencia, sino en la verdad.
El Dr. Raisiel Damián Rodríguez González es profesor de Formación Humanística de la Universidad Francisco de Vitoria.