Venezuela: un año después del «robo electoral», se radicaliza el autoritarismo
En Caracas es constante la presencia de agentes encapuchados vestidos de negro, con sofisticadas armas y equipos

Delcy Rodríguez en una imagen de finales de julio. | Reuters
Era martes 8 de agosto. Noche. En una plaza frente a la sede del Tribunal Supremo de Justicia, en Caracas, un grupo de unas 60 mujeres hacía una vigilia, coreaba consignas, encendía velas… algunas rezaban. Pedían una audiencia para buscar la libertad de centenares de presos políticos que fueron detenidos hace ya un año, en medio de una escalada de la represión que todavía continúa.
«Nuestros hijos no son terroristas» exhibían las pancartas del grupo de «Madres en Defensa de la Verdad» y la Organización de Derechos Humanos Urgentes (Surgentes). Piden que los casos sean procesados en los tribunales. En Venezuela es notorio el retardo procesal y cualquier prisionero puede pasar años encerrado sin que se le inicie siquiera un juicio.
Entonces, según testigos, un grupo de paramilitares armados, algunos en motocicletas y encapuchados, arremetieron contra el grupo, repartieron golpes, patadas y gritos, persiguieron a las mujeres, robaron sus pertenencias y destrozaron el improvisado campamento.
«Nos atacaron como si fuéramos delincuentes, mientras protegíamos a dos niñas pequeñas y a una madre con su bebé en brazos. Nos robaron todo: nuestras cédulas, nuestros teléfonos, nuestra dignidad. Y, aun así, no nos rendiremos», contó la activista Martha Lía Grajales, de Surgentes, citada por el medio local Efecto Cocuyo.
Los autores del ataque presuntamente fueron miembros de los «Colectivos», las fuerzas de choque paramilitares y parapoliciales, vinculadas al gobernante Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y usadas tradicionalmente por el chavismo para dispersar manifestaciones e intimidar a quien alce la voz en la calle, antes de que lleguen las tropas uniformadas.
El chavismo se ufana de tener el país bajo control, tiene el monopolio absoluto de las armas y es difícil pensar que puedan andar por ahí bandas de sujetos armados por la libre, sin que tengan el consentimiento del gobierno.
En Caracas es constante la presencia de agentes encapuchados y vestidos de negro, con sofisticadas armas y equipos. Son agentes de la Dirección de Contrainteligencia Militar y de la policía política Sebin. Junto a las fuerzas especiales, DAET, de la Policía Nacional, se encargan de llevarse a la gente que tengan que llevarse presa, en la calle, o allanando residencias.
Las mujeres denunciaron la agresión públicamente y acudieron a la policía, a la Fiscalía y a la Defensoría del Pueblo. Todos se negaron a atenderlas, según sus propias versiones.
Tres días después, el viernes, en otra manifestación pacífica, varios activistas por los derechos humanos se congregaron frente a la sede de la ONU en Caracas en solidaridad con las madres de los presos políticos agredidas. Cuando se dispersó la pequeña concentración, Martha Lía Grajales, la activista que denunció el ataque del martes, fue detenida arbitrariamente en plena calle y nadie sabe a dónde se la llevaron ni de qué se le acusa.
Para el chavismo, el costo de la represión ya es muy bajo. Eso significa que no hay consecuencias, pues ya ni siquiera hay oposición política interna más allá de las redes sociales. Y la gente común, asustada y amedrentada justamente por hechos como este, no está dispuesta a salir a la calle en masa a defender nada, o a protestar por nada.
Un escenario de miedo y apaciguamiento
Estos eventos ocurrieron mientras a miles de kilómetros, en La Haya, sede de la Corte Penal Internacional (CPI) la vice presidenta de Venezuela y mano derecha civil de Nicolás Maduro –y de Venezuela– Delcy Rodríguez, destacaba «la actuación responsable y profesional de los organismos de seguridad venezolanos en la defensa de la paz y la tranquilidad de la República y el resguardo de los derechos de la población».
Delcy se reunió con el Fiscal Adjunto de la CPI, Mame Mandiaye Niang, para mover el caso del chavismo «bloqueo criminal contra Venezuela (Venezuela II)». Así llama a la lista de sanciones, principalmente financieras, aplicadas por EEUU contra el gobierno y empresas del Estado, en represalia a presuntas violaciones a los Derechos Humanos y atentados contra la democracia.
El gobierno de Maduro está bajo escrutinio de la CPI porque es acusado de crímenes de lesa humanidad, en el llamado proceso Venezuela I. Casos de torturas, asesinatos extrajudiciales, desapariciones temporales y persecución de líderes políticos están sustentados por testimonios de víctimas, informes, números y evidencias públicas y notorias, como los ataques los «Colectivos» contra civiles desarmados.
«Ratificamos que en el país no se han cometido delitos previstos en el Estatuto de Roma», dijo Delcy tras ratificar a la Corte su disposición para «profundizar los mecanismos de complementariedad positiva», es decir, cooperar con estas investigaciones, pero «siempre sobre la base de la primacía de la jurisdicción nacional».
Pero el sistema de justicia de Venezuela, según otras denuncias recurrentes, está supeditado al poder político chavista, y ninguna alegada víctima de agresiones del Estado ha ganado un proceso.
Por estos días muchos de los presos políticos anónimos o más conocidos cumplen un año en prisión y a muchos ni siquiera les han hecho audiencias de presentación.
Según la ONG Foro Penal, de los 807 prisioneros políticos registrados hasta el 4 de agosto, hay 44 cuyo paradero se desconoce. Solo 155 han sido condenados. Hay también 83 con doble nacionalidad, y un número desconocido de extranjeros, pues constantemente el gobierno anuncia la detención de nuevos «terroristas y mercenarios» a los que acusa de ingresar al país a poner bombas y trastornar la paz de la República.
Poco se sabe tampoco de los presos extranjeros, como el cooperante italiano Alberto Trentini, de la ONG Humaity & Inclusion, desaparecido el 15 de noviembre de 2024 y presumiblemente recluido en la tenebrosa cárcel de El Rodeo I; o de los españoles José María Basoa y Andrés Martínez Adasme, detenidos en septiembre de 2024.
En círculos diplomáticos en Caracas se acumulan las quejas soterradas sobre la imposibilidad de darles asistencia consular a estos detenidos. No les permiten visitas y ni siquiera se sabe de qué se les acusa exactamente.
Así, en Venezuela la difícil vida sigue su curso y la represión a disidentes, ya sean activistas de los derechos humanos o personas comunes que demandan acceso a la justicia, se vuelve normal mientras el gobierno consolida su poder a través de elecciones no competitivas como las de gobernadores y diputados el 25 de mayo pasado, o las de alcaldes y concejales el 27 de julio.
En ambas el chavismo arrasó, corriendo solo y en medio de una abstención muy alta y sin que compitiera la perseguida oposición. Aunque acudieron al llamado ciertos partidos y dirigentes dispuestos a acatar las normas del chavismo, que decide a quienes les otorga las franquicias como opositores por conveniencia.
Bueno es recordar que los dirigentes políticos de los perseguidos partidos opositores que enfrentaron a Maduro en las presidenciales de 2024 están todos presos, en el exilio, en la clandestinidad o fuera de la actividad política. De este modo, aunque hubieran aceptado ir a esas elecciones ni siquiera hubiera podido presentar a sus candidatos con más posibilidades de triunfo.
«El 27 de julio se ha consolidado la victoria del 28 de julio de 2024. La victoria de la institucionalidad, de la legalidad, de la paz, la estabilidad y del derecho al futuro de Venezuela», proclamó Maduro poco después del arrollador triunfo en las municipales.
En la ciencia política el expediente del chavismo para consolidarse en el poder mediante elecciones no competitivas es llamado «autoritarismo electoral». Se finge que hay democracia, pero no hay igualdad de oportunidades y derechos para todos, o no se respeta el designio de los votantes.
En todo caso, en Venezuela ya no habrá nuevas elecciones hasta dentro de cuatro años, de modo que «la fiesta electoral» sale del tablero. El chavismo, que nada discute, se dedicará ahora a consolidar un Estado Comunal, en el que los alcaldes y gobernadores deberán rendirles cuentas a concejos comunales integrados en su mayoría por miembros del Partido Socialista y con línea directa con Maduro y el alto poder ejecutivo.