The Objective
Enfoque global

Pugna por el poder mundial: China, Estados Unidos… y Rusia

No parece que las críticas occidentales a la postura de Putin hayan calado en África, América Latina y Asia

Pugna por el poder mundial: China, Estados Unidos… y Rusia

El presidente ruso, Vladimir Putin, junto a el presidente chino, Xi Jinping. | Sergei Bobylev (Zuma Press)

Comienzo, hoy, con el poema La fuente de sangre de Baudelaire: «A veces siento que mi sangre fluye a raudales, / igual que una fuente con sollozos musicales. / Oigo claramente cómo fluye su murmullo largo, / pero me palpo en vano para encontrar el tajo».

Busquemos, pues, en este artículo, el «tajo» … La estrategia de Trump ha sido pactar con Rusia por los siguientes motivos: 

1. porque China es el principal competidor de Washington por la hegemonía mundial;

2. porque Estados Unidos carece del potencial económico y humano que le permita, en los próximos 20 ó 30 años, revertir, actuando solo contra todos, esa situación (incluso con política arancelaria, y ya no digamos sin ella); 

3. porque la consolidación de un eje Pekín-Moscú, enfrentado a Washington convertiría la pugna por esa hegemonía en una batalla perdida de antemano. 

Partiendo de esas premisas, la Casa Blanca trata de evitar que Rusia juegue dicho papel de apoyo a China. Biden también lo intentó (en eso coinciden). Es decir, Rusia carece de la capacidad demográfica, económica y militar suficiente para liderar nada, más allá de su extranjero próximo. Ahora bien, cuidado, porque todavía puede decantar la balanza de la competición entre China y EE. UU. Rusia es el «partido bisagra» de la política mundial. 

Biden trató de desarticular esa posibilidad, anulando a Rusia, usando a Ucrania para desgastarla. Pero, ante la resiliencia económica, sociopolítica y militar rusa (su economía crece más que cualquiera de las occidentales; el pueblo ruso no se ha levantado contra el tirano; y están ganando la guerra… por eso no la quieren terminar ahora), Trump ha optado por desarticular esa misma posibilidad, pero esta vez negociando con Rusia, e incluso pactando con ella. En ambos casos, aunque de manera distinta, Ucrania es lo de menos: chivo expiatorio o moneda de cambio. 

Brzezinski titula su libro más conocido como El gran tablero mundial (1997). «Tablero» remite al ajedrez. No es el primero en emplear esa metáfora. Ya lo hizo Adam Smith, en la Teoría de los sentimientos morales (1791). El escocés nos dice que es una metáfora adecuada. Pero insiste, a renglón seguido, en que no es fácil ganar al ajedrez. Hay que saber jugar y hay jugadores mejores y otros no tan buenos. En todo caso, en política lo importante no es mover tu pieza. Sino, a partir de ese movimiento, ver cómo reaccionará tu rival; anticiparte y prever los próximos movimientos; preverlos, o incluso incentivarlos a conveniencia. En eso consiste la política, nacional o internacional: más un arte que una ciencia. Adam Smith estaría de acuerdo en esto. Siempre hay que estar atento a que el otro también juega y lo hará reaccionando a tu propio movimiento. 

China también juega. En Pekín saben lo que sucede. Lo leen como yo lo hago. Por consiguiente, su plan es evitar que Rusia pacte con Estados Unidos. Al estilo chino, sin aspavientos (de momento). Los BRICS contribuyen a ello. China no quiere un acuerdo Moscú-Washington. Del mismo modo que, en 1972, a Moscú lo fastidió el acuerdo al que llegaron los muy democráticos Estados Unidos y la muy totalitaria (versión comunista) China maoísta. Con ese acuerdo, la URSS perdió el paso en la Guerra Fría. Ahora, Pekín moverá pieza (ya lo hace) antes de que le suceda lo mismo. La partida sigue. Europa (UE) no juega, aunque haga muecas y le susurre al oído de Trump de vez en cuando, en función de cuales sean las jugadas del estadounidense. El problema es que en Europa llevamos ochenta años sin jugar al ajedrez. Eso se nota. Pero ese es otro debate, que no resolveré ahora. 

Esto incluye varias paradojas. La primera es que, con la que está cayendo en la desdichada Ucrania, Rusia es un país cortejado por las grandes potencias (EE. UU y China, como poco); la segunda, es que el colectivo BRICS ha crecido mucho desde el inicio de esta guerra. No parece que las críticas occidentales a la postura de Putin hayan calado en África, América Latina y Asia, con contadas excepciones. La alternativa al G-7 ha logrado más adhesiones: Etiopía, Egipto, Irán, Emiratos Árabes Unidos e Indonesia son nuevos miembros de pleno derecho. Ya existe una sala de espera, donde están los miembros asociados, en la que, entre otros, está (incluso) Turquía. 

Entonces, en Occidente la gente tiende a reírse de los planes de Trump. Estupendo. Pero… ¿Cuál es la alternativa? Por supuesto, que todos esos países, díscolos, abracen pasado mañana la democracia representativa a la occidental. Eso sí, con tics islamófobos por doquier. ¿Cuál es el problema, para Occidente? Que eso no va a pasar, pasado mañana. Ni el otro, ni el otro… 

¿Y qué sucederá mientras tanto? Que, si fracasa la alternativa Trump, vamos al choque de civilizaciones. Pero no al modo en el que lo planteaba Huntington, sino al modo en el que lo hace Duguin. Me explico… 

Huntington admite que, dado que la hipótesis de Fukuyama se revela falsa, necesitamos explicaciones alternativas para comprender lo que sucede tras la implosión de la URSS. La suya es dicho choque de civilizaciones, toda vez que, por el camino, descarta alguna tercera vía. 

Sobre todo, descarta la que él llama hipótesis del «nosotros y ellos» que, en la práctica, sería un enfrentamiento, de momento ideológico, entre Occidente y el mundo islámico, o incluso entre el mundo islámico y el resto del mundo. Huntington opera como un científico social: esta alternativa le gustaría, pero no cree que las cosas vayan por ahí, y, por eso, la descarta. También descarta el comodín de que el mundo es una anarquía indescifrable. Lo denomina hipótesis del “caos” (una teoría capaz de explicarlo todo y, por la misma razón, incapaz de explicar nada). E incluso descarta que el mundo sea cosa de unos «180 Estados, más o menos» (así lo dice) inconexos entre sí. Hipótesis que suena a realismo. Pero no es así. Pues el realismo nunca ha tomado en consideración más de una docena de Estados (y eso, de modo excepcional) a modo de actores relevantes. Pero ese es otro tema: Huntington no es realista, es «neocon». Ambas cosas no tienen nada que ver. Es más, los «neocon» son idealistas, es decir, lo contrario de los realistas. Lo cual no significa necesariamente nada bueno. 

Entonces, apenas nos queda, casi por exclusión, el susodicho choque. De todos modos, lo que plantea Huntington es la existencia de varias civilizaciones (7 u 8, pues en ocasiones es intencionadamente ambiguo) que operan por separado. Que el lector se quede, con que, según Huntington, operan «de momento» por separado. Subrayo el «de momento», y prosigo. 

La occidental es una de esas varias civilizaciones. Apenas integra un 10% de la población mundial, pero tiene (tenemos) grandes ínfulas de mandar sobre el resto. Cosa que ni Huntington niega. Lo cual, dicho sea de paso, no suena especialmente democrático (por aquello de los números). 

La civilización ortodoxa, con Rusia a la cabeza, incluye varios Estados que, nominalmente, ya están en las instituciones occidentales (o deseamos que ingresen) y que, por ello, Huntington denomina Estados «desgarrados» (Grecia, Serbia, Montenegro, Rumanía, parte de Chipre, parte de Bulgaria…). Y parte de Ucrania, como estamos comprobando, por la fuerza de los hechos, en esta guerra (no creo que haga falta repetir a favor de quien combaten y mueren los milicianos de Donestk y Lugansk o, llegado el caso, los de Crimea, aunque el frente está demasiado lejos y su concurso es innecesario). A lo que hay que sumar algunos Estados africanos que luego referiré. Son menos, demográficamente, que en Occidente. Pero no muchos menos, y, por otra parte, ellos no aspiran a gobernar el mundo. Aunque sí aspiran a que Occidente no los gobierne a ellos. 

La cosa se complica cuando vamos a otras civilizaciones. La china (al principio Huntington escribía «confuciana») cuenta con, aproximadamente, un 20% de la población mundial, descontando algunos millones de musulmanes de Sinkiang y sumando algunos millones de chinos de Malasia, Singapur y Tailandia, sobre todo. Con incrustaciones en Filipinas (ahí hay mucho mestizaje), Birmania y Vietnam.

El islam es la otra gran civilización. Huntington suele ser criticado por no marcar la diferencia entre sunitas y chitas, aunque lo haga, ya que nos habla de cuatro subcivilizaciones, una de las cuales es la persa. Y, ya puestos, también distingue entre la árabe (más wahabita) y la turca (más próxima a los Hermanos musulmanes). Quizá Huntington piensa en un día en el que todo el islam se una, pese a sus diferencias. Pues lo mismo sucedió en el mundo cristiano, base de la civilización occidental. En todo caso, la participación de Estados Unidos en el reciente bombardeo de Irán quizá haya sido una mala decisión de Trump. Porque, al romper la baraja, Rusia no puede contemporizar. Debe elegir, ya, entre Washington y los BRICS. 

África no es, en sí misma, una civilización. Como mínimo, constituye uno de los casos ambiguos, citados por Huntington. Tiene lógica: sus países son, a veces ortodoxos (Etiopía y Eritrea -en realidad, 2/3 de población ortodoxa y 1/3 musulmana-) y, otras veces musulmanes, integrándose en ambas civilizaciones. El animismo no cohesiona lo suficiente. De modo que, de nuevo, África va a ser el escenario pasivo de una pugna entre actores externos. Eso ya ha comenzado. Irá a más en las próximas décadas. 

India constituye una civilización en sí misma, pese a la incrustación musulmana, al noroeste del país. Con todo, el 80% de la población es hindú. Esto es, más de 1.100 millones de habitantes. Más que la civilización occidental. Más otros 100 millones en otros lares, siendo mayoría en Nepal (80% población) y contando con minorías relevantes en países como Sri Lanka (12-13%) y en Bangladesh (8%). Es decir, no cuento la inmigración hindú a países occidentales que es notable, por ejemplo, en los propios EE. UU. 

América Latina es la otra incógnita, según Huntington, aunque el dilema aparece formulado con toda claridad: ¿subcivilización occidental o indigenismo? Él apuesta por lo primero. Pero no dice que sea fácil. El país más poderoso desde cualquier punto de vista (demográfico, económico o militar), con diferencia, que es Brasil, es miembro fundacional de los BRICs. Y, para marcar distancias con Washington, visto lo visto, da lo mismo que gobierne Bolsonaro o que lo haga Lula. 

Entonces, lo que planteaba Huntington, decíamos, es que cada civilización actúa por su cuenta, a través de los Estados que la lideran. En cambio, lo que plantea Duguin es que Rusia, además de liderar la ortodoxa (lo cual, va de suyo) debería liderar una coalición de civilizaciones capaz de oponerse a la occidental. Y eso, exactamente eso, son los BRICS. 

Aquellos que han descartado, a la ligera, los planes de Trump están, sin saberlo (inopinadamente) alineados con Duguin. En efecto, a Duguin nunca le ha convencido un pacto entre Moscú y Occidente. Porque entiende que los occidentales somos lo peor, desde un punto de vista moral. Entonces, opina que nos queda poco («poco» pueden ser unas décadas, en relaciones internacionales) antes de que nuestros países se desmoronen como un castillo de naipes: endeudamiento público y privado insostenibles; excesivo hedonismo y poca resiliencia, por ende, del ciudadano medio; pérdida de competitividad económica; incapacidad para sostener los Estados del bienestar de los que nos hemos dotado, y sin los cuales no sabemos vivir (otros, sí). De hecho, a veces creo que Rusia está jugando a la «Guerra de las Galaxias» de Reagan. Pero al revés, claro. El que quiera entender, que entienda. Entonces, la nueva paradoja radica en que Duguin piensa de Occidente exactamente lo mismo que piensan muchos occidentales, incluyendo líderes políticos de todos los partidos, de la Rusia de Putin. Por ello, Duguin no quiere que Rusia pacte con Occidente; y los occidentales políticamente correctos, no quieren que Occidente pacte con Putin. 

Y así es como avanzamos hacia un choque de civilizaciones, agravado, no resuelto, por los planes de la ONU y su agenda 2030. Por ello, la mayor parte de los Estados africanos están trabajando en la agenda 2063, de nombre no casualmente parecido. Y… ¿A qué no saben quién está detrás de la 2063? ¿Y qué va a hacer el mundo occidental para evitar eso, toda vez que se vea la dificultad para implementar la 2030? ¿En quién se apoyará? Musulmanes, lo serán, sí. Pero… ¿De qué línea? No diré más. Hay diablos peores que Rusia, y Occidente es el Fausto de Goethe. Tiempo al tiempo (no mucho) … 

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