¿Israel, en un callejón sin salida?
La presión internacional, tanto la justa como la hipócrita, choca con la voluntad de sobrevivir de los israelíes

El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu.
¿Qué pasaría si España sufriera un ataque de una fuerza enemiga contra civiles en el que murieran 6.000 personas? ¿Cómo reaccionarían Francia o Reino Unido si un atentado terrorista causara 8.400 víctimas de un golpe en cada uno de esos países?
La idea no es especular con algo que ojalá no ocurra, sino poner en perspectiva el impacto que sufrió Israel -con una población que no llega a los diez millones de habitantes- el 7 de octubre de 2023. La mayor matanza de judíos después del Holocausto.
El 7 de octubre de 2023 los israelíes estaban celebrando la festividad de Simjat Torá, «regocijándose con la Torá», los cinco libros del Pentateuco. De madrugada, los militantes palestinos de Hamás y de su brazo armado, las Brigadas de Ezzeldin Al-Qassam, cruzaron por media docena de puntos la frontera entre Israel y Gaza al tiempo que se lanzaban miles de cohetes desde la Franja contra diversas poblaciones israelíes.
Los comandos terroristas atacaron aldeas, kibutz y enclaves militares. Dispararon a quemarropa, violaron a mujeres y jóvenes, sembraron el terror. Se ensañaron con el festival de música Nova que se estaba celebrando en el kibutz Urim, en el desierto del Neguev, a cinco kilómetros de la frontera y en donde había en esos momentos unos 3.000 jóvenes. Más de 300 fueron ejecutados a quemarropa.
Los ataques mataron a más de 1.200 hombres, mujeres y niños. Hubo además cientos de heridos y 251 rehenes. La libertad de algunos fue negociada, muchos otros murieron en cautividad y se supone que quedan unos 50, pero probablemente la mitad estén muertos. No ha habido mucha preocupación internacional sobre las causas del 7 de octubre, aparte de la obvia: la destrucción de Israel, desde el río hasta el mar, es un objetivo fundacional de Hamás. No olvidemos la necesidad, por parte de Irán y sus marionetas, de tratar de boicotear el Acuerdo de Abraham de 2020, la normalización de relaciones entre Israel y Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Sudán y Marruecos, vista con buenos ojos por Arabia Saudí. Además, y en una mentalidad de que no importa el sufrimiento propio, si este sufrimiento recae sobre las espaldas de la población civil. Con tal de infligir sufrimiento ajeno, Hamás tenía el objetivo -plenamente logrado- de arrastrar a los israelíes a un tipo de reacción que les enfrentara con la comunidad internacional.
Efectivamente, Israel interpretó el ataque como lo que fue: una declaración de guerra. E inició la ofensiva que dura hasta la fecha, interrumpida por algunos periodos de negociación para el intercambio de rehenes por presos palestinos y para los intentos fallidos de buscar una tregua. Fue primero una respuesta contundente. Con el paso de los meses se convirtió en una campaña de destrucción, muerte y desplazamientos masivos de la población de Gaza.
El gobierno de Benjamin Netanyahu exige la devolución de todos los rehenes para frenar las hostilidades, pero quiere aprovechar la guerra para borrar a Hamás de Gaza, una tarea que numerosos expertos consideran imposible. La radicalización progresiva del Gobierno de Jerusalén se encuentra cada vez con una mayor oposición interna y externa. Netanyahu, que tendrá que responder de sus procesos pendientes y que acabará probablemente en el banquillo también por los errores que facilitaron el 7 de octubre, sabe de sobra que esta es una guerra distinta, en la que el enemigo pone en primera línea de combate a su población.
Hamás, financiado por Irán y considerado un grupo terrorista por la UE, EEUU y muchos otros países -ni Rusia ni China entre ellos-, gobierna Gaza desde 2007, cuando derrocó por la fuerza a la Autoridad Nacional Palestina y organizó unas supuestas elecciones que ganó por mayoría absoluta. Organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, que mantienen el nivel máximo de críticas contra Israel, han acusado a Hamás de crímenes de guerra y contra la humanidad, así como de torturas, asesinatos y secuestros tanto de israelíes como de palestinos.
Miles de sus militantes han muerto en esta guerra, que ha costado la vida a decenas de miles de palestinos -muchos de ellos, sobre todo mujeres y niños, utilizados como escudos humanos, una táctica que reivindica Hamás para acusar a Jerusalén de crímenes de guerra- y que está suponiendo un dolor brutal y una desesperación infinita para cientos de miles. La organización terrorista está muy deteriorada en cuanto a sus recursos humanos, infraestructuras y armamento, pero no va a desaparecer del mapa así como así frente a un ejército convencional.
¿Cómo se sale de esta matanza? ¿Cómo se para esta guerra?
El presidente del Gobierno español, preocupado por el cerco judicial sobre Begoña Gómez, David Sánchez, el fiscal general, Santos Cerdán, José Luis Ábalos y todos los casos de corrupción política y económica, no duda en ponerse al frente de la manifestación propalestina, aunque tenga que frivolizar, banalizar y manipular. «Exprimir la tragedia para obtener ventajas abusivas en el espacio doméstico es una tentación que el sanchismo es incapaz de contener», escribe en El Confidencial Ignacio Varela, que lamenta que «solo en un país políticamente enfermo como el nuestro pueden llegar a mezclarse en un mismo debate la tragedia de Gaza, la Vuelta Ciclista a España y el Festival de Eurovisión».
En el escenario internacional hay posiciones -infinitamente más matizadas que las del Gobierno español- que quieren presionar a Israel para que reconduzca la situación y evite que el castigo a Hamás repercuta directamente en la desgraciada población de la Franja. Ayer mismo se lo dijo a Sánchez en La Moncloa el canciller alemán Friedrich Merz: reconocer un Estado palestino debería ser el último paso si se quiere que avance la solución de los dos Estados. Criticar al Gobierno de Jerusalén, añadió Merz, es posible; pero «eso no debe servir para incitar al odio contra los judíos». Demasiado sofisticado quizá para la querencia manipuladora de Sánchez. Ojalá un Estado palestino ayudara a devolver los rehenes, parara la guerra y liberara a los gazatíes de Hamás.
Si el jefe del Ejecutivo ha defendido la respuesta de su Gobierno, el canciller alemán ha rechazado reconocer ahora a Palestina como Estado y ha recalcado que debe ser posible criticar la política del Gobierno israelí pero eso no debe servir para incitar al odio contra los judíos.
Habrá, en todo caso, sanciones económicas y comerciales -las de Bruselas, anunciadas este miércoles, son cosméticas-, se mantendrán las manifestaciones con mayor o menor contenido antisemita, como temen los rabinos europeos que han pedido medidas de seguridad. E Israel tendrá seguramente la suerte de no participar en Eurovisión.
Está por verse, sin embargo, la eficacia de estas presiones. Seguramente la guerra se podría parar si Hamás devolviera los rehenes, vivos y muertos. O no. El gobierno de Netanyahu está en una huida hacia adelante, convencido de que puede eliminar la pesadilla de Hamás durante unos años. La operación es enormemente complicada, y los costes humanos la están haciendo insoportable.
Pero conviene no olvidar -errores, crímenes y radicalización de Netanyahu aparte- que la lucha de Israel, desde la resolución 181 de la ONU que creaba dos Estados en Palestina y que fue rechazada por los países árabes, ha sido una lucha por la supervivencia. La socialista Golda Meir, una de las fundadoras del Estado de Israel, lo dijo en varias ocasiones: «Los judíos contamos con un arma secreta: no tenemos otro lugar a donde ir». Luchar por sobrevivir -cuando se está rodeado de un mar de dictaduras que siempre han utilizado la tragedia palestina para tapar sus vergüenzas- da una fuerza extraordinaria que desafía todo lo que se ponga por delante.