Demócratas y tiranos III
Incorporar en los sistemas parlamentarios el límite de mandatos sería una barrera contra la autocracia

El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, y el primer ministro húngaro, Viktor Orbán. | Attila Volgyi (Xinhua News)
En trabajos anteriores publicados en THE OBJECTIVE (Demócratas y tiranos, 29/08/23; Demócratas y tiranos II, 06/05/25) concluíamos que la principal característica del aspirante a tirano –sea cual sea el modo en que llegó al poder– no es sólo la promoción forzada de sus ideas ni la opresión pura y simple, sino sobre todo el afán de perpetuación. Ejemplos no faltan: Putin, que debería haber abandonado el Kremlin en 2008 y, mediante artificios diversos, prolongará su mandato hasta 2036; Trump y Bolsonaro, que intentaron asaltar físicamente el poder legislativo; Duterte (quien es notorio que acarició la idea, y que ahora ante el Tribunal de La Haya lamentará no haberlo intentado); o los casos dinásticos de Kim, El Assad y Castro. En fin, tantos otros de una larga lista que, seguramente sin ser exhaustiva, comprendía nada menos que 32 autócratas (lista que, desde entonces, ha perdido a Basar El Assad y parece que ha incorporado como nueva promesa a Míjeil Kavelashvili de Georgia). Casi todos alcanzaron el poder por procedimientos democráticos, con un mandato en teoría limitado. Todos buscaron la manera de posponer su salida reglamentaria. Casi todos hallaron el modo de conseguirlo.
También señalábamos cómo los gobernantes autoritarios –todos varones hasta ahora, lo que hace especialmente apropiado el calificativo de strongman en inglés– se admiran mutuamente. Poco importan las ideologías declaradas, incluso cuando parecen opuestas; lo que comparten es la gloria de gobernar sin freno y sin límite temporal.
En el segundo artículo observábamos, con respaldo estadístico, que las repúblicas presidencialistas caen con mucha mayor frecuencia en manos de autócratas que los regímenes parlamentarios, ya sean repúblicas o monarquías. Ello es interesante, porque las vulnerabilidades y resistencias del presidencialismo y el parlamentarismo a la eclosión de un tirano son diferentes y variadas, e identificarlas podría darnos la clave para reforzar la resistencia a la tiranía.
Un resumen de las fortalezas y vulnerabilidades de ambos sistemas (sólo desde el punto de vista de la resistencia a la eternización del aspirante a autócrata) podría ser así:
Fortalezas y vulnerabilidades
- Sistemas presidencialistas:
- Fortalezas:
- El presidente está sujeto a la fiscalización de un legislativo elegido por separado, con mandatos que no siempre coinciden (las mayorías políticas que se forman en distintos momentos suelen ser diferentes).
- Casi siempre existe una limitación constitucional en duración y número de mandatos.
- Vulnerabilidades:
- El presidente concentra la máxima autoridad ejecutiva y representativa. Se convierte en figura indispensable y sin rival visible, lo que hace que la tentación autocrática esté al alcance de la mano.
- Fortalezas:
- Sistemas parlamentarios:
- Fortalezas:
- Por encima del jefe de gobierno existe una autoridad superior (monarca o presidente) que, aunque frecuentemente sólo es representativa y con poderes limitados, puede llegar a bloquear un intento de perpetuación, concitando con su autoridad el apoyo necesario para hacer fracasar los planes del aspirante a tirano.
- Vulnerabilidades:
- Los mandatos no están limitados en número, sólo en duración, que puede ser acortada a conveniencia del jefe del gobierno (naturalmente en busca de maximizar las probabilidades de repetición). Pueden ser por tanto encadenados sin violentar la constitución.
- Al ser el órgano legislativo quien elige al jefe del gobierno, la fiscalización que ejerce sobre él (sea uni- o multi-partidista) es muy débil, pues la mayoría de los parlamentarios son por definición sus partidarios, y no suelen cambiar de afiliación o apoyo a mitad del mandato. Incluso si son de varios partidos se sienten atados al jefe del gobierno por los acuerdos previos.
- Fortalezas:
Como se ve, no todas las fortalezas y debilidades son imagen especular del otro sistema, lo que obliga a analizar qué hace al sistema presidencialista menos resistente al asalto del autócrata, y qué fortalezas podrían ser mutuamente exportables. Para ello, conviene observar tres casos paradigmáticos, de ideologías muy diferentes y sistemas políticos distintos, pero que han usado similares mecanismos para subvertir las reglas existentes y así permanecer: se trata de Viktor Orbán (Hungría), Recep Tayyip Erdoğan (Turquía), y Nayib Bukele (El Salvador). El primero es un sistema parlamentario, no diferente de los que imperan en Europa occidental, y su partido, Fidesz, de ideología conservadora; el tercero es presidencialista, como es el caso habitualmente en Centro- y Sudamérica, sostenido por el partido Nuevas Ideas, populista y totalmente sometido a su jefe y fundador; y el segundo nos ilustra precisamente sobre la transición de un régimen parlamentario a otro presidencialista (o más bien directamente autocrático) con el mismo protagonista al mando, siempre apoyado por su partido AKP («Justicia y Desarrollo»).
Los tres llegaron al poder por medios estrictamente democráticos, con abundante mayoría electoral y el apoyo de sus respectivos partidos (2010, 2003 y 2019 respectivamente). Pronto utilizaron esas contundentes mayorías para introducir cambios constitucionales reforzando las atribuciones de su cargo, en el caso de Orbán directamente favoreciendo a su partido, Fidesz, para solventar la eventualidad de que en el futuro perdiera su mayoría, y reduciendo la dación de cuentas al parlamento de una semanal a una cada tres semanas. Las reformas constitucionales se llevaron a cabo en Hungría (2011) y El Salvador (2021) con notable celeridad; en Turquía llevó más tiempo (2017, en este caso ayudadas por el fracaso del golpe de estado del año anterior) pero fueron de enorme alcance: el cargo de primer ministro fue abolido, el presidente, que concentra las funciones de jefe de estado y de gobierno, controla el consejo de jueces y fiscales, prácticamente escapa al control del parlamento, en parte porque las elecciones presidenciales y legislativas se celebran juntas cada cinco años, y, muy importante a los efectos de este estudio, existen disposiciones que facilitan superar la limitación teórica a dos mandatos de cinco años. No sólo consiguió la inusual hazaña de convertir un sistema parlamentario en presidencialista, sino además poner las herramientas para la deseada eternización en el poder.
Los tres han llevado a cabo lo que se conoce como gerrymandering, es decir, alterar la distribución y límites de los distritos electorales para favorecer a su propio partido; los tres han promulgado leyes que les permiten controlar el sistema judicial, jugando con jubilaciones forzosas, adelantándolas a conveniencia, y reservándose los nombramientos más críticos; todos ellos han establecido controles a los medios, aplicando censura y controlando la narrativa, pero sobre todo mediante maniobras para ponerlos (sobre todo económicamente) en manos de afines. Afines son también los nombrados para puestos intermedios en la administración, aunque por lógica debieran ser profesionales apolíticos. Y todos han creado un enemigo que permite realzar la figura del líder: para Orbán son la Unión Europea (que tilda de disolvente, inmoral y maliciosa) y la inmigración, a la que une las ONGs; para Erdoğan las «amenazas externas», es decir EEUU, la UE y los kurdos de dentro y fuera; para Bukele los pandilleros, el narcotráfico y en general las conspiraciones internacionales concitadas contra El Salvador. El enemigo, como se ve, no es necesariamente exterior, pero sí debe de ser fácilmente identificable.
Porque el autócrata no aparece cuando la situación política es plácida. Sabe que no persuadiría a nadie de que, sólo con su presencia, los intereses bajen, la economía florezca y el bienestar se imponga. No, cuando la situación es confusa o peligrosa, cuando el camino a seguir no es evidente, es entonces cuando el presunto hacedor de milagros encuentra su oportunidad. Su dedo señala la presunta causa de los males, le declara enemigo, y se proclama el único capaz de derrotarlo.
Todo el que haya estado en el puente de un barco de la Armada navegando reconocerá la escena y revivirá las impresiones. El barco, hasta ese momento navegando en aguas y circunstancias ordinarias, entra en zona de más tráfico, se encuentra súbitamente en situación más complicada, o simplemente se aproxima a la entrada al puerto. El comandante se levanta de su silla en la banda de estribor del puente, y dice sin levantar el tono: «tomo la voz». El oficial de guardia, dueño por delegación de la voz hasta ese momento, da inconscientemente un paso atrás y anuncia en un tono más alto (a él sí tienen que oírle todos) «¡A la voz del señor comandante!». El silencio se hace inmediatamente en el puente. El cronista anota el minuto exacto y el hecho. De repente todo es diferente. La dotación del puente por una parte se pone colectivamente en tensión, pues el anuncio implica que la situación requiere de la superior experiencia del comandante; por otro lado, cada uno de ellos individualmente se relaja: ya nada depende de sus decisiones, un peso se ha quitado de sus hombros, sólo tiene que seguir órdenes, el comandante sabe muy bien lo que tiene que hacer.
Pues bien, esa situación y esos sentimientos de alivio son similares a los que embargan a los votantes que perciben una situación política como más complicada de lo que ellos podrían manejar, e incluso opinar y votar con criterio y ética suficientes, y ven con alivio cómo el «hombre fuerte» se hace cargo. Seguro que sabe lo que tiene que hacer. Ya no hace falta pensar.
El freno de los mandatos
Volviendo a las fortalezas y debilidades, y teniendo en cuenta la mayor fragilidad del sistema presidencialista, parece que han sido estos últimos los que han creado la barrera más eficaz contra la autocracia, que es la limitación de mandatos. Aún así en demasiados casos consiguen superarla, como sabemos: al cumplir el límite de dos mandatos de cuatro años, Putin se hizo elegir primer ministro, y seguidamente volvió a la presidencia y eliminó las trabas constitucionales; Bukele se tomó unas vacaciones de seis meses para sortear la prohibición constitucional de no elegir al presidente en ejercicio. Una vez conseguido su objetivo, llevó a cabo una enmienda constitucional en la que eliminó los límites a la reelección presidencial, abriendo la puerta a una permanencia indefinida, extendió la duración del mandato presidencial de 5 a 6 años, eliminó la segunda vuelta electoral y adelantó las elecciones presidenciales de 2029 a 2027.
Estos son, tal vez, los ejemplos más imaginativos, pero ilustran el esfuerzo que el aspirante a autócrata dedica a lo que se le aparece como la traba más importante para sus designios. Otras naciones con legisladores más perspicaces levantaron esa barrera incluso en ausencia de intentos de perpetuación: EEUU en 1951 aprobó la enmienda XXII a la Constitución en la que se consagró formalmente lo que George Washington había fijado como norma no escrita, el límite de dos mandatos de cuatro años. Franklin D. Roosevelt había ignorado esa tradición siendo elegido nada menos que cuatro veces, falleciendo durante el cuarto mandato. Nadie sugirió entonces ni ahora que el presidente Roosevelt tuviera tentaciones de hacerse presidente eterno, pero fue precisamente su carisma, combinado con esa anormal duración, razón suficiente para encender las alarmas y edificar una barrera que protegiera el famoso sistema de checks and balances de lo que llamaban una posible «deriva monárquica» (mal llamada, porque en todo caso no parece que hubiera incluido la sucesión hereditaria, como sí ocurrió en la República Popular de Corea, en Siria, en Cuba, y parece que ocurrirá en Guinea Ecuatorial).
Francia redujo la duración de sus mandatos presidenciales de siete a cinco años en el año 2000, aduciendo principalmente que el desfase entre las elecciones presidenciales (cada siete años) y las legislativas (cada cinco) propiciaba demasiado a menudo la temida cohabitation (aparentemente despreciando el hecho de que, al ser la mayoría que eligió al presidente diferente de la que eligió al órgano legislativo, tiende a disuadir de la eternización) pero seguía sin límite el número de reelecciones. No debió por ello parecerles suficiente, porque en 2008 se introdujo una nueva reforma limitando los mandatos a dos consecutivos (puede superarse el número si no lo son).
¿Limitar los mandatos en parlamentarismos?
La pregunta es inevitable: ¿por qué ningún sistema parlamentario ha adoptado este mecanismo defensivo? Los casos de Orbán (15 años) o Modi (11 años) –e incluso en el pasado, Oliveira Salazar (36 años), Mussolini (21 años) ambos primeros ministros eternos, o Hitler, otro caso de conversión de sistema parlamentario a dictadura unipersonal, 12 años en total (pero aspiraba al «Reich de los mil años»)– muestran que la eternización también amenaza al parlamentarismo.
Los argumentos en contra de llevar a cabo tal limitación son fáciles de resumir: la alternancia es más de partidos que de personas, o dicho en otras palabras, el gobierno no es tan personalista como en los regímenes presidenciales; la pérdida de mayoría parlamentaria es ya un límite en la práctica y forma parte de la cultura política; existen ya la cuestión de confianza (que en realidad es a voluntad del gobernante, y por lo tanto inútil como herramienta de democión) y la moción de censura (que no tiene el éxito garantizado).
Inconvenientes no hay aparentemente ninguno de entidad. Como demostración ya habíamos citado el caso del presidente del gobierno de España Aznar, que renunció a un tercer mandato en circunstancias que se presumían favorables para su partido (inesperadamente fueron torcidas por los atentados del 11 de marzo de 2004). Ello parece demostrar que la prohibición a un líder parlamentario de concurrir por tercera vez a elecciones con intención de conservar el gobierno no incurre en ningún desafuero, ni parece que ello desfavorezca a su partido, que debería contar con sustitutos capaces, a menos que la palabra «democracia» carezca de significado.
Y es que la política no debería ser una profesión de por vida, sino un período limitado de servicio público. No es saludable empezar en las juventudes de este o aquel partido, sin terminar estudios, sin adquirir experiencia en ninguna de las muchas actividades que la vida ofrece, sólo esperando eternizarse en la política y a ser posible en el poder. Ello produce una radicalización que reemplaza al saludable pragmatismo y que tiende a poblar de afines los cargos intermedios, comprometiendo la estabilidad que proporciona el servicio público profesional, aunque solo sea porque serán reemplazados en bloque cuando cambie el partido en el gobierno, algo innecesario con profesionales apartidistas. Como dijo Sir Humphrey Appleby, el mítico personaje de las series Yes, Minister y Yes, Prime Minister de la época de la que entonces parecía casi eterna primera ministra Margaret Thatcher (cerca de 12 años en el cargo, los últimos ya muy contestada por su propio partido) respecto a su dedicación profesional a la política como leal funcionario desafecto de la política:
«Bernard, he servido a 11 gobiernos en los últimos 30 años. Si hubiera creído en todas sus políticas, me habría comprometido apasionadamente a mantenerme fuera del Mercado Común y apasionadamente a entrar en él. Habría estado completamente convencido de la legitimidad de nacionalizar el acero, y de desnacionalizarlo y renacionalizarlo. En cuanto a la pena capital, habría sido un ferviente retencionista y un ardiente abolicionista. Habría sido […] un fanático de las nacionalizaciones y un maníaco de las privatizaciones; pero, sobre todo, habría sido un esquizofrénico absoluto».
Conclusión
Impidamos la eternización de los políticos. Incorporar en los sistemas parlamentarios el límite de mandatos –mecanismo ya probado en los presidencialistas– sería una barrera adicional contra la autocracia. Así nos protegeremos del advenedizo que, creyéndose dotado de las mejores virtudes del gobernante, trata con herramientas poco éticas de auparse al poder y eternizarse en él. Y como dijo el Príncipe de Talleyrand: «En una novela, el autor dota al personaje principal de cierta inteligencia y un carácter distinguido. El destino se toma menos molestias: las mediocridades participan en los grandes acontecimientos simplemente porque cuando ocurren ellos estaban allí».
Fernando del Pozo es Almirante (Ret) de la Academia de las Ciencias y las Artes Militares y Analista de Seguridad Internacional en el Centro para el Bien Común Global de la Universidad Francisco de Vitoria.