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Enfoque global

Memoria desmemorizada

La sociedad occidental es un cúmulo de leyendas negras, pero se habla poco de la que rodea a la Edad Media

Memoria desmemorizada

Detalle de 'Philosophia et septem artes liberales', como se ilustra en el manuscrito medieval 'Hortus deliciarum'. | Wikimedia Commons

Vivimos en una época en que hay un aluvión de información circulando por ahí. Es virtualmente imposible procesarla toda. Lo que hace necesario filtrarla. Entonces, quien la filtra tiene el poder. La IA va a filtrar, más de lo que ya hace, en función de intereses creados. El sistema educativo también lo hace. Pero ni siquiera es el primer eslabón de este proceso. ¿Quién forma a los profesores? ¿Quién define los planes de estudio? ¿Quién dice lo que tiene que incluir cada temario? Si alguien dice: lo hacemos democráticamente, en una reunión de profesores, guiados por su libre criterio… Volvemos a la primera casilla, esto es, a la primera de las tres preguntas que he planteado.

Si cito mucha bibliografía, algunos dirán que es innecesario; si no cito, otros me pedirán que lo haga. Citaré, alguna… Adrian Leftwich, coordinó un libro titulado ¿Qué es la política? (1984), no apto para políticos (no hay resúmenes ejecutivos; es un texto profundo) en el que explica bien el modo en que se financian ciertos proyectos de investigación y no otros (de ahí, becas-salario, nuevas promociones de profesores, nuevas compras de libros y suscripciones a revistas en las bibliotecas universitarias), y el modo, en general, en el que se va generando un tipo de comunidad académica. Es cierto que hay libertad de cátedra y que, en función de eso, se puede nadar toda la vida contra corriente, pero es agotador, ralentiza la promoción profesional interna y, por ende, no le sale a cuenta a la mayoría de los profesores. 

Ernst Gellner, en su libro Naciones y nacionalismos (1981) dijo que, frente a la común opinión –de estirpe weberiana– según la cual el Estado se define por ostentar el «monopolio de la fuerza legítima organizada», la verdad sería otra, más elemental, y previa. Según Gellner, el Estado se caracteriza, sobre todo, por disponer del «monopolio de la educación legítima organizada». Esto es así, y puede ser bueno, malo, o regular, según se use. Pero mis análisis no operan en ese plano de «lo que me gustaría» y menos, todavía, si cabe, de los «cuentos de hadas». 

Entonces, habiendo tomado nota, podemos descartar la opinión de cada uno, incluyendo la mía, por supuesto, e ir al análisis de los hechos, con una perspectiva crítica. Es decir, argumentadamente crítica, combinada con divulgación, como suelo hacer. 

Vamos a ello… Lo que damos en llamar mundo occidental, constituye un proyecto que estaba siendo forjado a través de la Res Publica Christiana, en una tentativa de poner un poco de orden tras la caída del imperio romano. Eso trató de liderarlo la España de los Austrias, a través de un proyecto esencialmente católico. El Occidente de nuestros días es, paradójicamente, la negación de eso. A través de varias leyendas negras, tan arraigadas en el imaginario colectivo, por los motivos que he indicado en los primeros párrafos de este artículo, que hasta la mayor parte de los católicos (incluso con formación universitaria, créanme, pues lo he experimentado) se las han creído. Lo que los demás países europeos (así como su vástago estadounidense) trataron de hacer es desacreditar con el empleo del soft power tanto a España, como al mundo católico. Suena, claro, la más famosa de las «leyendas negras», generada para cuestionar el papel de España en América.

En este caso, ya proliferan los trabajos que ponen en tela de juicio el contenido de la misma. Incluyendo profesionales hispanoamericanos, como el argentino Marcelo Gullo y el mexicano Juan Miguel Zunzunegui. Pero hay más, pues el empeño también consistía, hemos dicho, en desacreditar al catolicismo. La Reforma fue el origen de los nacionalismos románticos contemporáneos. Aquí citaré: lean, aluna vez, los Discursos a la nación alemana (1808) de Fichte. Y sorpréndanse al comprobar la de veces que cita, con encomio, a Lutero. Posteriormente, esto pasó a otros nacionalismos, que no citaré. Quédense con que dio pie a la consolidación del cesaropapismo por doquier. En todo caso, no era un tema religioso, no. Era el camino (uno de los varios) para desmembrar la Res Publica Christiana medieval. Y la Europa actual nace de ahí. Ahora piden unidad quienes la desmembraron. Porque el proyecto católico no les gustaba. Pero, en cambio, a los católicos, ahora, nos tiene que gustar lo que hay, simplemente, porque vamos juntos (o eso desean algunos). 

Sin embargo, la otra gran «leyenda negra» es la que asola la Edad Media. En efecto, en los colegios, institutos y hasta en la Universidad, se explica, una y otra vez, que, por culpa de la iglesia católica, fue un paréntesis de oscuridad. Una especie de erial, en el que la Humanidad pierde el tiempo, mientras los pobres son explotados, probablemente por los propios monasterios, y demás. Pues bien, esto me lleva al núcleo principal del artículo de hoy. 

En efecto, partimos de una costumbre, bastante generalizada, de cuestionar o hasta denigrar la Edad Media. Es como si el progreso naciera del cadáver de la Edad Media. Dicho lo cual, es evidente que las Universidades, esos templos que son (o, más bien, que deberían ser) del conocimiento son hijas de la Edad Media. No de su cadáver. De su simiente que era, por cierto, una simiente muy cristiana, católica para más señas (el protestantismo no se había inventado, todavía, ni el Renacimiento, ni las Ilustraciones). Tan abierto es el cristianismo que no separó el trigo de la cizaña (Mt 13: 24-30), y de esas Universidades surgieron avaladores, así como también detractores de la doctrina que había propiciado su surgimiento. Hoy en día, con los a veces llamados «progres» en el poder, eso se antoja más complicado, por las razones expuestas en los primeros párrafos. ¿Quién sabe? 

No fue tan estéril, como algunos pretenden contarnos, ese medioevo, en cuanto a avances científicos y tecnológicos. Los monasterios también eran centros de investigación científica. Destacaron los frailes franciscanos, así como prelados, como Roberto Grosseteste, a la sazón obispo católico de Lincoln (UK) y profesor de la Universidad de Oxford. Grosseteste fue el impulsor de lo que, con la jerga académica actual, llamaríamos, «grupo de investigación», vinculado asimismo a Oxford, conocido como los «calculadores de Merton» (por el Merton College, de la Universidad de Oxford). Como anécdota, uno de los profesores-investigadores del grupo era el mismísimo arzobispo de Canterbury (Thomas Bradwardine), cuando era católico, pues hablamos de los siglos XIII- XIV. Pero los citados fueron, apenas, la punta de un gigantesco iceberg de conocimiento e innovaciones.

Cabe destacar la invención del astrolabio, fundamental para la navegación; de las lentes talladas, tecnología de la que surgen las gafas de nuestros días; la invención del reloj mecánico (hasta ese momento, solo los había de sol); e incluso los primeros experimentos con lo que se dio en llamar «cámaras oscuras», a partir del siglo XIII, que no eran sino las precursoras de las actuales cámaras fotográficas; con el tiempo, la combinación de lentes talladas y estas cámaras es lo que dará pie a los telescopios y microscopios. En todo caso, más allá de los detalles, fue una época de grandes avances en física, matemáticas y astronomía. Conceptos de la física como el de «espacio vacío» (con el tiempo, fundamental para tantas cosas como envasar alimentos, fabricar semiconductores, o incluso para la investigación del comportamiento de los cuerpos en el espacio, en ausencia de atmósfera), o, sin salirnos de la física, concepto como el del «ímpetu» (precursor de las teorías de la mecánica clásica, como la de la aceleración). Pero sucedió algo similar con las matemáticas. De este mismo período y procedencia (frailes y prelados católicos) es el concepto de «función matemática» (que, en última instancia es lo que no ayuda a comprender el principio científico fundamental de la relación entre variables, independientes y dependientes). 

¿Y qué decir del fraile dominico San Alberto Magno? Vivió en el siglo XIII (era casi contemporáneo del también dominico Santo Tomás que, en buena medida, fue discípulo suyo), llegó a ser obispo de Ratisbona. Pero, en lo que ahora nos concierne, experimentó con éxito con varios modelos de autómatas mecánicos. Es decir, los antecesores conceptuales de los actuales robots. Ya hubo alguna tentativa en el mundo antiguo (griego) pero fue un área de innovaciones bastante marginal en el mundo romano. San Alberto, que también fue el precursor de lo que hoy se da en llamar el «hombre renacentista» también logró avances importantes en ámbito como el del álgebra o la química, aunque entonces se decía alquimia, llegando a aislar el arsénico (útil para la fabricación del vidrio y, en medicina, para combatir enfermedades tumorales). 

Es interesante comprobar que la Iglesia tuvo a su Da Vinci, un obispo, nada menos que unos 200 años antes del famoso, y sin inventar artilugios para la guerra, por añadidura. Así que, en la Edad Media, fueron, de nuevo, miembros de la Iglesia, quienes dieron un impulso a la ciencia. Tantos fueron los avances, que, sin ese período, según algunos tan oscuro (hombre, es verdad que electricidad no había) sería imposible explicar los avances que después tuvieron lugar en el mundo moderno (Renacimiento, Ilustraciones y derivados, si se prefiere) y del contemporáneo (posmoderno, si se quiere). 

De hecho, no todas las primeras espadas no católicas de la intelectualidad contemporánea estarían de acuerdo en ese diagnóstico simplista, según el cual la Edad Media era oscuridad. Y no solo en lo que atañe a la innovaciones científicas y tecnológicas. Pues hay otras cuestiones, también muy importantes para la vida, individual y social, que podemos traer a colación. Por ejemplo, Hannah Arendt nos recuerda, en su obra La condición humana (1963) que en esa etapa de la historia era usual, con pequeñas variaciones de unos territorios a otros, que apenas se trabajara un poco más de la mitad de los días de cada año. El establecimiento de muchas festividades religiosas (domingos aparte, se entiende), vinculadas a la doctrina católica y su nutrido santoral, tenía mucho que ver con ello. ¿Qué significa esto, en el plano filosófico, o incluso sociológico? Iré al grano… Nos lo anticipa otro intelectual de primer nivel que no es católico y ni siquiera cristiano. Así, Erich Fromm en su obra Miedo a la libertad (1944): significa, dice literalmente, que, en las sociedades de influencia católica no se vivía para trabajar, sino que se trabajaba para vivir. Hoy en día lo llamarían, los más «progres», calidad de vida. 

Cierro recordando otra curiosidad, relevante. Hubo una ofensiva generalizada contra la escolástica, capitaneada por Santo Tomás. Duns escoto, Guillermo de Ockham, y, de ahí, a la reforma protestante. Era el advenimiento de la ciencia moderna. Tampoco hay que dejarse impresionar por estas palabras: lo que era ciencia para Hume, no lo es para Popper. La ciencia de Marx (o presunta ciencia) hunde en la miseria a Hume y Popper por igual. Y Popper le devuelve el cumplido, en su libro La Sociedad abierta y sus enemigos (1945). Y otro día hablamos (o mejor no) de Feyerabend. No hay que dejarse impresionar, no, porque incluso lo que merezca, o no, la etiqueta de ciencia, va cambiando. 

Dicho lo cual, en plena ofensiva racionalista y empirista, en esos años en los que se inicia la forja de la leyenda negra anticatólica, Descartes plantea su duda metódica; Hume niega que se pueda demostrar científicamente la existencia de Dios; y Kant niega, a través de su «dialéctica trascendental» que se pueda demostrar dicha existencia racionalmente (demostración que ya había hecho Santo Tomás… por eso lo niega). El caso es que los tres son creyentes. Todos ellos creían en Dios. De los tres, al que más he trabajado, con profundidad, es a David Hume. En un librito con tintes autobiográficos, que, en su edición en nuestra lengua, se titula Mi Vida (como escribo de memoria, no recuerdo editorial y año, pero, por su formato y tamaño, que sí recuerdo vívidamente, casi seguro que era de Alianza y de los años 90), Hume confiesa que, como científico, esto es, como persona sujeta a un método, canon o protocolo, no podía creer. Pero que tenía fe. En efecto, Hume era fideísta. Anglicano, ya pasado, a mediados del siglo XVIII, por el filtro luterano. Pero creyente, al fin y al cabo. Kant, también proto luterano, no le andaba a la zaga. Ya es eso: sola fides (dicen ellos). Descartes, para más inri, era católico, aunque sui generis, claro. Y esta es una diferencia significativa con muchos prohombres de hoy. 

En todo caso, harían bien, los críticos, diseñadores de memorias desmemorizadas con asumir también lo que no les apetece. Y a que lo hagan lo antes posible, con humildad. Pues se arriesgan en otro caso, a que les suceda lo que decía Antonio Machado, en una de sus célebres greguerías:

«Has dicho media verdad,
Dirán que mientes dos veces, 
cuando digas la otra mitad»

Josep Baqués Quesada es investigador asociado al Centro para el Bien Común Global de la Universidad Francisco de Vitoria

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