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Internacional

Por qué La Haya investiga a Israel pero no a China por genocidio contra los musulmanes

Cientos de miles de uigures han sido encerrados en campos de reeducación por su supuesto peligro extremista

Por qué La Haya investiga a Israel pero no a China por genocidio contra los musulmanes

La sede de la Corte Penal Internacional en La Haya. | CPI

La Corte Penal Internacional (CPI) mantiene abiertas varias investigaciones por la vulneración de derechos humanos de los palestinos. A petición de Sudáfrica, inició una causa por presunto genocidio; además, ha emitido órdenes de arresto contra líderes de Hamás e Israel —entre ellos el primer ministro, Benjamin Netanyahu— como parte de su procedimiento por crímenes de guerra y contra la humanidad.

Israel no es el único país acusado de vulnerar los derechos de la población musulmana: hay múltiples casos en todo el mundo, incluyendo China, que llegó a ser acusada oficialmente de genocidio contra la etnia de los uigures en una declaración del Parlamento británico. Esta situación también se llevó ante la CPI, que a pesar de ello solo puede actuar en unos supuestos limitados. En el caso de Pekín, la causa no prosperó porque el gigante asiático no es firmante del Estatuto de Roma, lo cual impide cualquier investigación en La Haya a no ser que sea propuesta por el Consejo de Seguridad de la ONU.

Tampoco Israel firmó dicha carta, pero sí se adhirieron los representantes palestinos. De este modo, no pueden ser investigados crímenes cometidos en China o en Israel, pero sí los perpetrados por estos países contra la población de territorios en los que está vigente el Estatuto de Roma. Tal y como explica Noemí Morell, jurista especialista en derechos humanos, «el CPI solo conoce delitos de agresión, cuando un país invade un territorio; crímenes de guerra, cuando atentas contra un colegio o te saltas las normas de la guerra; crímenes de lesa humanidad, cuando no dejas salir a los refugiados; y después, genocidio, que es exterminar a la población».

Sin embargo, este último caso «es muy puntual» y pone como ejemplo a los rohinyás de Birmania. A nivel de particulares, además, existen mecanismos de protección en el derecho internacional como pedir asilo a otro país o, si el país en el que se vive ha ratificado tratados de derechos humanos, se puede acudir a los comités de Derechos Humanos de la ONU o otras instancias internacionales, como el comité contra la Discriminación de la Mujer.

De forma excepcional, el Consejo de Seguridad de la ONU puede encargar, vía resolución, misiones de paz aceptadas por el Estado en cuestión, como ocurrió en el Sáhara Occidental. El papel del CPI se circunscribe a asuntos concretos y conflictos entre países, pero a pesar de su reciente creación, ha sido relevante en Uganda, Congo, Sudán, Kenia, Libia y Ucrania, subraya Morell, que recuerda que antes se tenían que crear tribunales ad hoc, como los de Yugoslavia, Núremberg y Uganda.

En el caso de Palestina, «un informe de la ONU dice que esto es un genocidio», y aunque «no es una resolución vinculante», deja la puerta abierta a que los investigadores busquen pruebas. Sin embargo, la jurista asegura que las evidencias «deben ser contundentes» y no siempre es fácil recopilarlas en estos procedimientos judiciales largos y complejos. Sobre China, observa que «a los no firmantes de los tratados, no les puedes exigir el cumplimiento, aunque puede haber otros mecanismos más complejos». Opina que en estos casos, lo más expeditivo es «la vía diplomática» a través de medidas de presión, bloqueos y sanciones comerciales, aunque considera que «es triste que no todos los países hayan ratificado el estatuto, que solo recoge estos cuatro delitos».

Javier Borràs, investigador del Cidob, hace hincapié en que «los que hablan de genocidio cultural» contra los musulmanes uigures en China «consideran que hay una persecución e intento de desaparición de una identidad cultural y religiosa», no un intento de exterminio ni de limpieza étnica «como en el caso de los nazis o el genocidio armenio». Para el investigador, la mejor manera de describir lo que está sucediendo en Xinjiang es «un gran ejercicio de paternalismo autoritario» y de «ingeniería social de inspiración maoísta y comunista que, combinada con el poder de las nuevas tecnologías, busca reeducar las mentes de los uigures para transformarlos en ciudadanos ideales: seculares, integrados en China y obedientes al Partido».

«El problema que tenemos actualmente es entre el nacionalismo chino y el uigur. El nacionalismo en Xinjiang no apareció hasta los años 20 y 30 del siglo pasado, y a pesar de que se repite que son una minoría musulmana, era inicialmente un nacionalismo secular muy influenciado por la URSS». De hecho, la región china de Xinjiang fue de facto un protectorado soviético durante décadas, hasta que Mao reintegró el territorio. En los años 40, se formó en una parte de Xinjiang una pequeña república autónoma, la del Turkestán Oriental, de carácter secular y apoyada por los soviéticos, que quedó como mito para los nacionalistas uigures. A partir de los 80, coincidiendo con la liberalización económica china, los uigures se verían afectados por la desigualdad del nuevo sistema de libre mercado. Al contrario que durante la época maoísta, donde existía un control totalitario pero una igualdad económica, durante la reforma y apertura de Deng los uigures quedarán perjudicados frente a la etnia china mayoritaria, los han, a la hora de beneficiarse del libre mercado y la integración de la economía china, ya que su idioma y religión son distintos, y existen prejuicios sociales en su contra. En Xinjiang, se empezará a crear una fuerte desigualdad económica entre las zonas de mayoría uigures y las Han.

Por otra parte, a partir de la guerra de los soviéticos en Afganistán, «empezarán a entrar ideologías más conservadoras» en Xinjiang, coincidiendo con la «extensión del wahabismo», la versión fundamentalista del islam que promueve Arabia Saudí, que contrasta con el Islam moderado e incluso místico sufí que había predominado tradicionalmente en Xinjiang. En un momento de apertura de China, el gobierno chino permitirá la construcción masiva de mezquitas y la recuperación de las prácticas religiosas en Xinjiang. Con la caída de la URSS, «los uigures ven con atención la independencia de las repúblicas de Asia Central». A partir de los años 90, empezarán a haber atentados frecuentes en Xinjiang, que el Gobierno calificará de «separatistas». En cambio, a partir de los atentados del 11-S de 2001, Pekín «empezará a legitimar sus acciones securitarias utilizando el lenguaje de la lucha contra el yihadismo». En 2009, se produjeron en la capital de Xinjiang disturbios étnicos entre uigures y han con decenas de muertos. Tres años más tarde, la llegada de Xi Jinping al poder marcó un antes y un después en cómo el gobierno chino gestionaría el problema de Xinjiang.

Campos de reeducación y control digital

«Xi Jinping dice que es necesario escalar la mano dura y lanzar una guerra total contra el extremismo y separatismo», recuerda Borràs, que añade que incluso se arrestó a miembros del Partido, funcionarios e intelectuales uigures por considerar que tenían «doble cara» o una agenda oculta. «Empieza crecer un discurso en el que apenas se distingue entre extremismo religioso y conservadurismo religioso, se considera extremista el velo en la mujer o la barba larga en el hombre. El gobierno no dice que el Islam sea incompatible con China, sino que diferencia entre buenos musulmanes, que practican el islam de forma secularizada, discreta y en base a lo que el Partido considera aceptable, y malos musulmanes, de tendencias y prácticas conservadoras, que, según las autoridades, podrían llevar dentro la semilla del extremismo». En contraste, otra etnia musulmana de China, los hui, hablantes de mandarín y presentes en ciudades como Xi’an, no viven este nivel de control y pueden llevar barbas o velos, ya que se consideran más integrados en China.

«Los campos de reeducación y el control digital se basan en la idea de la prevención, de identificar a los que podrían acabar siendo terroristas y someterlos a un proceso de desradicalización y reeducación, y no simplemente detener a los que ya han cometido un delito», describe el experto. Las autoridades y académicos chinos estudiaron los métodos de Occidente e Israel de prevención del terrorismo, aplicándolas a gran escala y combinándolas con los métodos maoístas. Empresas tecnológicas occidentales colaboraron con start ups chinas en el inicio de la construcción de este sistema de control y vigilancia digital de Xinjiang, en el que un algoritmo centralizado calcula el riesgo extremista de cada persona basado en una lista de conductas e indica si la persona debe ser enviada a un campo de reeducación. La vigilancia humana, con policías -muchos de ellos uigures- pagados por el Estado chino en cada esquina, se ha combinado con en este extenso sistema tecnológico de vigilancia y reconocimiento facial.

Cientos de miles de uigures fueron internados en centros de reeducación, donde se les somete a propaganda política intensiva y a clases de mandarín. Según las autoridades chinas, una vez salen del campo, la gran mayoría tienen un trabajo garantizado por el Estado. Según Borràs, muchos de estos centros se han ido cerrando con los años y los presos que no han sido liberados han sido trasladados a otras cárceles. «El sistema de control de Xinjiang me recordó al de Palestina», rememora el investigador, que ha viajado a los dos escenarios: «La presencia constante de checkpoints, la militarización total y la vigilancia digital y humana están presentes en ambas realidades. Aunque el objetivo del Gobierno chino es distinto: integrar forzadamente a los uigures al modelo chino, que se diferencien poco de los ciudadanos han, y que formen parte del Sueño Chino promovido por Xi Jinping».

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