Carlos Granés: «El desmoronamiento de la responsabilidad política nos deja sin referentes»
El ensayista colombiano es una de las voces imprescindibles para entender la cultura y la política de nuestro tiempo
Colombiano radicado en Madrid, Carlos Granés representa una voz bicultural de gran lucidez e influencia. Su libro El delirio americano es ya un clásico contemporáneo, al analizar el vínculo entre las vanguardias artísticas latinoamericanas y las ideologías totalitarias del siglo XX, como el comunismo y el fascismo. Granés ha investigado cómo los artistas se convirtieron en agentes políticos y portavoces de utopías radicales. En su nueva obra, El rugido de nuestro tiempo, explora el curioso cruce entre política y arte: un arte que se ha vuelto moralista y justiciero, mientras la política adopta el lenguaje de la transgresión y la provocación, invirtiendo los papeles tradicionales. Además, ofrece una reflexión profunda sobre el auge del populismo en América Latina y propone una lectura integradora de Hispanoamérica. Granés es una de las voces imprescindibles para entender la cultura y la política de nuestro tiempo y es un honor recibirlo en Contrapuntos.
PREGUNTA.- Hoy estamos de plácemes en Contrapuntos, porque nos visita Carlos Granés, articulista de ABC y THE OBJECTIVE y uno de los ensayistas que más admiro del pensamiento contemporáneo en lengua española. Así que, Carlos, muchas gracias por tu visita. Además, lo hace porque acaba de publicar un libro importante, El rugido de nuestro tiempo, en la editorial Taurus.
RESPUESTA.- Muchísimas gracias, Ricardo. Yo me siento en casa con un amigo, así que inmejorable la situación.
P.- Hay algo que me llama la atención, porque como colombiano has logrado ganarte un espacio en la opinión pública en España y,al mismo tiempo, sigues muy pendiente de la realidad de tu país. ¿Cómo consigues formar parte del debate español sin abandonar el colombiano?
R.- Mi esposa dice que llevo dos cruces encima y a veces incluso tres o cuatro, que son la realidad colombiana y la realidad española, y que si no sufro por una, sufro por la otra. Pero en realidad no es un ejercicio de masoquismo. Es, creo, algo que nutre el entendimiento de la realidad. Ver la realidad latinoamericana, colombiana en específico, aunque no solamente, y también la realidad española, sirve para encontrar puntos de comparación. Y mientras más referentes tengas para analizar lo que está pasando, con más luces cuentas para penetrar en los fenómenos. Ha sido un ejercicio muy natural pensar la realidad de América Latina y de España simultáneamente, establecer paralelos y servirme de lo que ocurre aquí para interpretar lo que ocurre allá, y lo que ocurre allá, para entender o echar luces sobre lo que ocurre aquí.
P.- ¿Y no te pasa a veces que tienes esta sensación de autocensura o extrema prudencia para hablar de temas españoles o ya sientes que puedes hablar con total naturalidad de cualquier asunto?
R.- La realidad española ha empezado a parecerse tanto a la latinoamericana que al revés. Cada vez me siento más autorizado a hablar de la realidad española. Y esto es algo que yo lamento. Me hubiera gustado sentirme extrañísimo a los rituales políticos españoles, o sentir la distancia abismal entre la realidad política colombiana y la realidad política española, pero lamentablemente se están acercando tanto que mi bagaje previo creo que me convierte casi que en un experto para analizar la política española. Bromeo y exagero, pero lamentablemente no tanto.
P.- Estoy de acuerdo contigo. Hay otro tema que me interesa mucho de tu formación y prometo que es el último antes de entrar al libro. Y es que eres antropólogo por la Javeriana de Bogotá y al mismo tiempo doctor en antropología por la Complutense. ¿Cuál sería una comparativa entre el mundo académico colombiano y el español?
R.- En realidad yo estudié psicología en Colombia. Y vine aquí y me desvié ligeramente hacia la antropología. La diferencia básica que yo encuentro es que la universidad colombiana que a mí me tocó en los 90 era amateur. Esto puede sonar mal, pero en realidad tiene una enorme virtud y es que estaba desburocratizada. Los profesores estaban ahí por vocación, con mucha pasión por el conocimiento, la investigación, la enseñanza, y, a pesar de que posiblemente, la educación, la formación, no fue la mejor en términos científicos, sí fue muy estimulante. Y a veces creo que dejar a un estudiantado lleno de curiosidad, lleno de interés, lleno de pasión, es más fructífero que llenarlo de teorías y conocimientos. Esa fue mi experiencia y la agradecí mucho. Llegar acá fue quitarle la sábana al fantasma, porque desde América Latina se suele idealizar mucho Europa. Y desde Europa también se idealiza mucho América Latina.
P.- De eso hablaremos, porque es la parte del libro.
R.- Exactamente. Venir acá fue quitar ese fantasma. Uno se encuentra con lo que yo no me encontré en Bogotá, que fueron profesores con pergaminos académicos muy sofisticados, con doctorados en grandes universidades, con unos bagajes impresionantes. Ellos fueron los que llenaron una cantidad de vacíos que yo traía en mi formación y fueron muy estimulantes. Pero como institución, la universidad española me pareció que carecía de aquello que sí tenía la colombiana: el incentivar esa locura por el conocimiento, esa necesidad de comprender, de entender. Pero creo que una y otra me sirvieron para finalmente convertirme en el ensayista que soy.
P.- El rugido de nuestro tiempo en realidad son tres libros en uno. Y tiene una idea muy atractiva,que se puede resumir, de alguna forma, en la figura de Rudy Giuliani, el exalcalde de Nueva York. Porque lo que haces es estudiar cómo el arte contemporáneo paulatinamente adquiere los instintos, los bagajes, las fobias y filias de el mundo woke y,en cierto sentido, se vuelve un arte anodino y moralista, y la política se contagia de la rebeldía de las vanguardias y se vuelve el espacio de ruptura. ¿Por qué no empezamos por esta parte y me cuentas el papel de Giuliani en esto como metáfora?
R.- A mí Rudy Giuliani no me es un personaje que me hubiera interesado actualmente de no saber sus antecedentes como puritano cancelador del arte de vanguardia o del arte transgresor. Él fue alcalde de Nueva York a finales de los 90 y ese fue, digamos, el estertor del arte rebelde, del arte transgresor, del arte que intentaba producir un shock en la sensibilidad del público. Esta camada de artistas se congregó en una exhibición que se llamó Sensation y que se inauguró en Londres, viajó por por Alemania y después llegó a Nueva York. Y justamente le tocó a Giuliani recibir este desembarco de jóvenes transgresores, también muy adaptados al capitalismo y a la lógica del mercado. No estaban haciendo nada nuevo, pero aun así tenían dardos en sus obras que podían resultar insultantes para ciertos sectores de la sociedad.
P.- Pornografía, sacrilegio.
R.- Había una obra de Chris Ofili que impactó mucho, porque era la Virgen con caca de elefante. Incluso Vargas Llosa escribió una columna sobre eso. Era un arte que podía todavía remover a ciertos sectores de la sociedad. Y Giuliani respondió de una forma que al día de hoy nos resulta familiar: intentó cancelarlo. En ese momento, y eso es lo paradójico, no pudo. Todo un alcalde de Nueva York no pudo cancelar el show y se presentó en el Brooklyn Musuem. Curiosamente, hoy, un tuitero sí puede cancelar algo. Lo curioso es que la evolución de Rudy Giuliani, que se escandalizaba por la pornografía, por un arte transgresor, quedó desmentida en el momento en que Trump lo contrata como abogado por estar con unos líos por una supuesta interferencia de Rusia en su campaña. Rápidamente el caso que lo ocupa es el de Stormy Daniels, una actriz porno con la que en teoría Trump ha tenido una relación sexual y que ha tenido que silenciar desviando dineros de su campaña para su cuenta privada. Es decir, eso sí que es chocante, creo yo, que un presidente de Estados Unidos incurra en ese tipo de conductas y no solo en ella, sino hemos oído cualquier cantidad de barbaridades y extravagancias en boca de Trump y que, sin embargo, eso no le parezca chocante, eso no le parezca transgresor, y más bien se adapte a eso y lo defienda y lo promueva. E incluso llegue a pararse en un escenario, el 6 de enero de 2021, a animar a la masa a tomar el Capitolio. Eso es lo novedoso, lo extraño, lo radical de nuestro tiempo: que los antiguos conservadores que se escandalizaban por tonterías en realidad ahora se sientan cómodos promoviendo actos de insurrección antinstitucional y defendiendo conductas totalmente impropias para un estadista, como contacto con actrices porno. Y sabemos más o menos cuál es el historial de Trump. Eso es lo sorprendente de nuestro tiempo.
P.- En el libro incluso señalas que el sudor hacía que el tinte del pelo le manchara la cara como el actor de una performance extraña.
R.- Es que era increíble oírlo hablar. Parecía en realidad un populista latinoamericano, justificando lo injustificable a partir de una supuesta amenaza extranjera. Sudaba mientras decía que las máquinas de votación las había puesto una compañía que tenía como socios a unos venezolanos y a George Soros. Estaba armándose una teoría de la conspiración tremenda para intentar deslegitimar el proceso democrático estadounidense. Y era tal su vergüenza, porque ahí se le veía muy avergonzado, en el papel que estaba cumpliendo, que el sudor empezaba a brotar desde sus sienes e iba arrastrando el tinte del pelo dejándolo cubierto de manchas en una escena casi que de accionista vienés, es decir, de performer estrafalario. Era una imagen muy grotesca. Muy curioso que alguien que fue del Partido Conservador, que intentó ser presidente por el Partido Conservador, que representaba ciertos valores de sobriedad, de rectitud, se hubiera transformado en este monigote escandaloso que miente descaradamente y que no guarda ningún tipo de prudencia.
«Las vanguardias tuvieron cierto propósito de reivindicar a los olvidados, a los no incluidos en el proceso de construcción nacional»
P.- Y hay que aclarar que esto es solo una metáfora para entender este paso. En Delirio americano sigues muy de cerca las vanguardias artísticas y cómo se emborrachan de ideología fascista y comunista y lo llevan a la vida latinoamericana. Siempre has estado muy cerca del arte. ¿Cuándo dirías tú o cómo detectas esa transición del arte como ruptura, como escándalo, como cuestionar los valores de la época, y al arte adocenado y moralizador?
R.- En América Latina eso es muy claro y ocurre muy temprano. Es a partir de los años 30, cuando en México, por ejemplo, se detienen los levantamientos, los pronunciamientos, las pistolas vuelven a sus cartucheras, dejan de echar humo y los sobrevivientes forman el Partido Nacional Revolucionario (PNR), antecedente del PRI. En ese momento se forma la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEA), que empiezan a trabajar prácticamente como agentes de propaganda de Lázaro Cárdenas. Ese ya es un primer momento en donde los artistas que eran revolucionarios empiezan a prestar sus servicios al poder. Lo mismo ocurre en Brasil con Getúlio Vargas. Lo mismo ocurre, y no por propia voluntad, sino porque están bajo dictaduras muy crueles y les ponen un cañón en la sien, en República Dominicana y en El Salvador, donde los artistas tienen que no solamente prestar sus servicios al poder, sino divinizar al poder. El caso de Trujillo, en República Dominicana, es bestial porque obliga directamente a que sus escribanos digan cosas como que la República Dominicana sobrevivió por la mano y gracia de Dios 500 años y que después Dios le da el testigo a Leónidas Trujillo para que sea él quien rija por buen camino la república.
P.- La captación en América Latina primero es política, pero ¿cómo pasa luego a la moral en el mundo del arte?
R.- Es eso sí es posterior. En América Latina hay ciertos antecedentes, porque las vanguardias tuvieron cierto propósito de reivindicar a los olvidados, a los no incluidos en el proceso de construcción nacional: los negros, los indígenas, los campesinos, los gauchos, todos estos personajes. El muralismo mexicano es eso: construir un proyecto nacional incluyendo a los que habían sido excluidos. Pero esto no tenía un tono necesariamente victimista, porque estos personajes aparecían como los nuevos sujetos de la modernidad americana. El indígena que pintaba José Sabogal aparecía básicamente como un ser portentoso, dueño de su territorio, agente revolucionario. El reemplazo del obrero de la utopía comunista. Pero más adelante, dando un salto tremendo al presente, volvemos a ver algo similar a partir de la quiebra económica de 2008 con Lehman Brothers. Este evento trágico, catastrófico para Estados Unidos y para Europa, supuso un remezón en los jóvenes interesante, pero que ha tenido consecuencias culturales muy fuertes y que empezamos a ver un poquito después. Pero a partir de 2008 los jóvenes empezaron a tener clara conciencia de que no iban a tener un mejor futuro que sus padres. Poco después estalla la crisis de Black Lives Matter en Estados Unidos y empieza a cuestionarse el supuesto racismo estructural que hay en la sociedad. Es decir, no solamente vamos a vivir peor que nuestros padres, sino que tenemos prácticamente un vicio innato que es el racismo. Súmale a eso la crisis climática. El mundo puede acabarse. No tenemos futuro, ni económico ni planetario. Y además súmale el machismo, la crisis del #MeToo. Hay una cantidad de episodios que apelan a las fibras morales de los jóvenes que los convierten básicamente, no todos, por supuesto, en social justice warriors, como dicen en Estados Unidos, o en activistas de ciertas causas que los interpelan directamente porque son, digamos, el paradigma ético de su época. Esto en el arte se va a ver reflejado y va a recibir todas estas denuncias, todas estas causas, y se va a convertir, digamos, en un altavoz de denuncia y de activismo para que la conciencia climática se agrande, para combatir el racismo, para combatir el machismo. El tema trans también explotará en estos años y también se convierte en un tema del arte. Y de un momento para otro, hemos cambiado por completo de ese panorama del que hablaba antes de artistas transgresores que aguijonean la sensibilidad, la moral de la época, a toda una generación que intenta más bien apuntalar la moral de la época, apuntalar las buenas causas por las que todo buen ciudadano debe luchar. Ese es un cambio dramático y constituye nuestro presente cultural y que se ha dado ya con muchísima fuerza en los últimos ocho o cinco años.
P.- Que incluye además la cancelación de los disidentes, ahí sí verdadera, y la imposición de una nueva ortodoxia más o menos aburrida y plana.
R.- Sin duda. Porque estas causas se viven con con tanta urgencia que parecieran ser bastante más importantes que otros valores, como la libertad. En el medio cultural siempre, hasta 2008-2010, prevaleció la libertad sobre cualquier otro valor en el mundo creativo. Puede que la libertad la usaras mal, puede que la libertad te condujera a un experimento fallido, a la tontería, al infantilismo, por supuesto. Nadie garantiza que alguien, siendo libre, va a hacer grandes obras, pero sin libertad es difícil hacerlas también. Y la urgencia moral hizo que otros valores resultaran más importantes, o predominaran o eclipsaran al de la libertad. La justicia se puso por encima y todo aquel que haciendo uso de la libertad agrediera a la justicia, estaba cometiendo prácticamente un delito cultural, un delito de opinión y podía ser cancelado. Ese es el panorama en el que seguimos, aunque en declive. Es verdad que la cancelación wokeista de la izquierda viene en declive y ahora nos enfrentamos más bien a una cancelación de otro tipo de wokeismo, más identitario, por supuesto, pero de derecha, que no le interesan tanto la identidad del transexual, sino la identidad tradicional y familiar, pero que también está dispuesto a cancelar a todo aquel que vea como amenazante para estos elementos identitarios.
P.- ¿Y este proceso en las artes es paralelo al espectáculo llevado a la política?
R.- Ha ocurrido algo curiosísimo, del que Giuliani es un ejemplo, porque Giuliani se convierte en un performer, es decir, deja de ser un político sobrio, un abogado convencional, a ser un animador de masas, es decir, un performer. Y este modelo lo han seguido muchísimos políticos, que finalmente han sido presidentes. Todo lo que sea shock, transgresión, turbulencia, resulta, paradójicamente, efectivo en la política hoy en día. Hay un ejemplo clarísimo que te muestra cómo han cambiado las cosas y cómo lo que tú consideras lógico ha dejado de ser lógico. ¿Cómo salió Jair Bolsonaro del anonimato? Fue durante el impeachment de Dilma Rousseff en el que cada congresista tenía que ir y depositar un voto a favor o en contra. Y él se acercó a la urna e introdujo su voto en nombre de Carlos Alberto Brihante Ustra, que era no solamente un militar golpista…
P.- Sino quien había torturado a Dilma…
R.- Esto en un escenario político normal, al que estábamos acostumbrados, hasta, no sé, digamos el siglo XX, le habría costado por completo su capital político. Y aquí esto es lo que lo impulsa, es lo que lo saca de las sombras. Él llevaba 30 años en el Congreso como un parlamentario gris. No se le conocía mayor aportación a la política brasileña. Y sin embargo, esto lo saca del anonimato y lo convierte en una estrella. Es como si hubiese un público espectante de transgresión, de aventura, de épica y de confrontación que ya no la busca en la cultura. La cultura solía ser el lugar donde los jóvenes buscaban confrontación, revoluciones estéticas, nuevos valores. Pareciera que a medida que la cultura se hace conservadora y se encarga de ciertas causas, moralmente válidas, pero finalmente morales, el espacio de la confrontación, de la revolución, de la transgresión y de la búsqueda de nuevos valores, empieza a ser la política.
P.- Incluso del inconsciente colectivo, que puede tener esta ansiedad de rencor, revancha, frustración y que antes los políticos tenían que contener y ahora le dan cauce.
R.- En toda sociedad hay un trasfondo de resentimiento, de ira, de violencia contenida. Si le creemos a Freud, lo que nos hace civilizados es lograr reprimir ese impulso, ese instinto agresivo, violento para poder convivir. Pero, y yo le creo, eso no desaparece. Eso lo llevamos siempre ahí. El ser humano es alguien potencialmente violento. No estoy diciendo nada nuevo. Eso lo comprobamos día a día; basta encender el televisor para comprobarlo. Pero la cultura solía ser ese espacio de desfogue. Y Schopenhauer lo analizó con mucho cuidado: las expresiones artísticas eran como abrir una válvula para que salieran todos esos elementos, los demonios, y los podemos transformar en arte, podemos contemplarlos, incluso disfrutarlos, sin poner a nadie en riesgos y sin ponernos a nosotros en riesgo. Cuando la cultura deja de cumplir ese papel de desfogue pasional e instintivo, ¿qué ocurre? Que viene la política y empezamos a buscar esa descarga en la política. Y los políticos que tenemos hoy se han convertido en unos expertos en atizar las bajas pasiones, en instrumentalizar el odio.
P.- Pero no sería, siendo de suyo grave, tan dramático, si fuera solo una estrategia para captar el voto, como una política electoral extrema. El problema es que cuando llegan al poder con ese mecanismo, actúan en el poder bajo esa misma lógica, y están reventando los sistemas democráticos a la derecha y la izquierda.
R.- Es la primera vez que oímos cosas que, a los que tenemos memoria de otros tiempos, nos resultan estrambóticas. Que un presidente no gobierne para todo un país y que un presidente, como hizo Trump hace unos pocos días, diga que él odia a sus enemigos y les desea lo peor. O lo que ha hecho Petro en las Naciones Unidas hace también pocos días y el primero de mayo de este año en la Plaza de Bolívar, que es enarbolar un símbolo claramente violento, que es la bandera de «Guerra a muerte», que usó Bolívar en su campaña de reconquista de Venezuela en 1813. Era una bandera que tenía un significado clarísimo: todo español o canario que no se pliegue a la causa independentista, morirá. Revivir este símbolo hoy es mandar el mismo mensaje: aquí hay enemigos por los que se puede pasar por encima, que se pueden arrollar. Es el uso del odio para fidelizar a los suyos y para convencerlos de que allí afuera no hay opositores, no hay gente que piensa distinto, sino que hay esclavistas, oligarcas, elementos cancerosos para la sociedad, alimañas, bien sean inmigrantes, bien sean empresarios, bien sean medios de comunicación, no importa… pero que allá afuera no hay gente que piensa distinto a ti, sino alguien que es una amenaza para la nacionalidad o para la sociedad, o para el progreso, o para la libertad. Y por lo tanto es lícito o saltárselos democráticamente, digamos, puentear o desplazarlos del debate democrático o ejercer violencia sobre ellos.
P.- Con una paradoja que también destacas en el libro. Y es que estos líderes que se dicen voceros del pueblo y por lo tanto pueden brincarse todas las cláusulas institucionales intermedias, de reparto de poder y demás, al mismo tiempo se asumen como víctimas. ¿Cómo se puede dar este fenómeno y por qué la gente les compra a gente poderosa, autoritaria, vertical, que está instruyendo regímenes no democráticos, la sensación de que son víctimas?
R.- Ocurre, al menos en América Latina, por una razón clara: son presidentes que no llegan a gobernar un país, sino a cambiar la historia del país, a refutarlo. Tienen en su mente, digamos, un proyecto descomunal de transformación. Irrealizable, desde luego, pero ellos jamás van a reconocer que se les fue la mano soñando o delirando. Siempre buscarán algún enemigo, interno o externo, que explique el fracaso de su proyecto. Entonces siempre tendrán la tentación de inventar molinos de viento que los persiguen, que son amenazas enormes, zancadillas para sus grandes visiones y que explican finalmente los resultados más bien mediocres. Esto también da pie para la continuidad de los proyectos. «No es mi culpa, no es la culpa de mis ideas, no es la culpa de mi proyecto, es la culpa de que aún hay enemigos que tenemos que derrotar y que tenemos que sacar del espacio público. Luego denme más tiempo, démosle continuidad mi proyecto». Es una manera de perpetuarse a sí mismos o a sus proyectos. También es la manera de no ser en absoluto autocríticos.
P.- Este proceso que haces, de cerrar un poco la mirada, nos introduce ya en segunda parte del libro, que es justamente sobre América Latina. ¿Por qué los latinoamericanos hemos sido permanentemente, desde hace dos siglos, amantes de nuestros caudillos, de nuestros tiranos? ¿Por qué no hemos sabido crear una institucionalidad liberal? En cierto sentido, América Latina como un antecedente del desorden del mundo. Y ahí explicas muy bien esta idea que decía Martí de los gobernantes que quieren crear desde cero nuevas realidades, una mirada adánica sobre el mundo. Lo estudias tanto en la derecha como en la izquierda. En el caso de izquierda te centras en Andrés Manuel López Obrador, en Gabriel Boric y en Gustavo Petro, y en la derecha, en Nayib Bukele, en El Salvador y en Javier Milei, en Argentina. ¿Cuáles serían las similitudes y cuáles las diferencias entre izquierda y derecha en este afán de crear un mundo o de rebasar las capacidades de simplemente ser el presidente de un país?
R.- Creo que todos se parecen en un mismo elemento que podríamos denominar el «síndrome de pueblo joven», de creer que América Latina es apenas una sociedad que gatea y que antes del advenimiento del gran líder se ha hecho poco o nada. Al gobernante que accede al poder pareciera que le toca hacerlo todo, que no hay nada, no hay antecedentes. Esto se ve clarísimo en discursos como el de Petro en Colombia, e incluso algunos funcionarios de Boric en Chile tenían el mismo discurso. Durante 500 años el pueblo ha sido oprimido por élites. Primero, las élites virreinales, los españoles, y después, ciertos aliados de la colonia que se quedaron incrustados en ciertos lugares de poder, en ciertas instituciones y han seguido oprimiendo al pueblo. Luego, durante 500 años, estos países han estado a la espera de un nuevo emancipador, de un nuevo liberador que venga finalmente a poner las cosas en orden y en su sitio. Por ejemplo, Petro es muy bolivariano y todo el tiempo habla de Bolívar y Bolívar y Bolívar. Y para él, si lo oyes bien, es como si Bolívar hubiera logrado solamente la mitad de su de su trabajo.
P.- Y él, por supuesto, lo va a cumplir.
R.- Exactamente. Bolívar echó a los españoles, pero no liberó al pueblo. El pueblo sigue esclavizado, sigue oprimido. 300 años de colonia, 200 años de República y el pueblo en la misma circunstancia, hasta que llega él, finalmente. Y claro, una labor emancipatoria si de verdad el pueblo está de rodillas con un yugo esclavizado, la institucionalidad que ha permitido esto no es válida. Ni las constituciones, ni los parlamentos, ni las Cortes, todo ha sido cómplice de la opresión. Luego, el redentor no tiene ningún tipo de restricción moral para atropellarlos. Y eso es lo que empezamos a ver en estos países. Una fuerte oposición entre el poder Ejecutivo y las otras ramas del poder. Y en eso también es bastante bolivariano Petro. Bolívar inició esa confrontación fuertísima en las repúblicas latinoamericanas. La tensión entre darle enormes poderes al presidente, al poder Ejecutivo, o repartirlo entre las distintas ramas. Bolívar era partidario de un Ejecutivo fuerte, centralizado y capaz de controlar la anarquía. Eso por un lado. Pero la segunda parte de tu pregunta, ¿hay diferencia entre izquierda y derecha? Yo creo que sí. Hay diferencia entre populismos de izquierda y populismos de derecha. Los populismos de izquierda plantean el drama político como una cuestión de opresores y oprimidos. Está el pueblo oprimido por los opresores, y hay que combatir a los opresores en donde estén recluidos: Congreso, cortes, medios, empresa. Los populismos de derecha lo ven de una forma similar, pero con un matiz. No lo ven en términos de oprimido-opresor, sino de amigo-enemigo, o bueno para la patria-malo para la patria. Por ejemplo, Bukele, en su discurso de la segunda posesión, dijo algo muy impactante. Más o menos comparó a El Salvador con un cuerpo vivo, con un organismo, y se decretó a sí mismo como el médico que sabía detectar la patología de ese cuerpo social y eliminarla. Es decir, la nación está siendo atacada por un enemigo, por un elemento corrosivo, enfermizo. Y el presidente, como médico general, tiene toda la autoridad para cercenar esa parte de la sociedad y eliminarla.
P.- Eso es fascismo puro. Es el discurso de los años treinta en Europa.
R.- Es la idea de que hay ciertos elementos sociales que son antipatrióticos.
«Si hay un gobernante intoxicado con la historia es AMLO»
P.- Y por lo tanto no tienen derechos humanos, no tienen garantías judiciales, puedes encarcelarlos arbitrariamente, porque son un parásito del bien común.
R.- Esto recuerda mucho a los intelectuales que justificaban las dictaduras positivistas de finales del XIX, como Justo Sierra en México. Él decía algo así como hay que sacrificar la sangre mala para que no se sacrifique la sangre buena. Luego hay ciertos elementos sociales que legítimamente, casi que moralmente, se pueden eliminar. Es lo que lo que hemos visto en El Salvador, no una eliminación física, sino recluidos. Milei tiene una idea un tanto similar. Para él, aquel que esté a un centímetro de su izquierda no es un opositor, no es alguien que piense distinto, sino que es un «zurdo de mierda», un empobrecedor y un enemigo que hay que perseguir hasta el último confín.
P.- Que merece una motosierra.
R.- Merece una motosierra o la expresión argentina: «cagarlo a patadas».
P.- Hay un análisis muy perspicaz de AMLO (López Obrador), porque creo que en el fondo combina los dos tipos de populismos, el conservador y el radical de izquierdas. Lo mencionas tú y lo mencionas citando a Loris Zanatta. El populista de izquierda, además de esta diferencia entre oprimidos y opresores frente a amigo-enemigo, tiene la idea de construir un futuro mejor. En cambio, el conservador quiere regresar a una vieja Arcadia vulnerada. Por ejemplo, la idea de Milei, que citas de la Argentina, potencia mundial a la que tienen que volver y que destruyó, ya no los golpes militares, sino el primer radical que llegó al poder en los primeros años del siglo pasado. Y creo que AMLO son las dos cosas: la Arcadia feliz que destruyeron los españoles y al mismo tiempo la idea de que vamos a construir un futuro mejor.
R.- Si hay un gobernante intoxicado con la historia es AMLO. Él mismo se cree historiador, o al menos ha escrito libros de historia. Y está absolutamente persuadido de que su rol histórico es continuar la saga de los grandes emancipadores de México. Pero para continuar esa saga, que incluye a Hidalgo, a Morelos, a Benito Juárez, a Lázaro Cárdenas, él tiene que pensar el presente mexicano como algo estático, como si siempre estuviera en el mismo lugar y siempre se estuviera dando la misma batalla, que es los liberales contra los conservadores. Y entendiendo a los liberales no como un librecambista anglosajón, sino más bien como alguien que considera que el México autóctono verdadero es el indígena y que lo español es el anti-México. Y el conservador, como aquel que piensa que México es el resultado de la conquista y le da menos importancia al legado prehispánico. Esa es la batalla que da Amlo insistentemente: el México liberal contra el México conservador, que fue la que dio Hidalgo, la que dio Morelos, Benito Juárez y la Revolución mexicana.

P.- Las tres transformaciones previas a la «cuarta transformación».
R.- Su famosa «cuarta transformación», que pensábamos que no iba a ser tal cosa, pensábamos que iba a quedar más bien en ruido, en ciertos daños y ciertos cambios, como el protagonismo que le dio al Ejército durante su mandato. Otro elemento muy conservador, muy extraño para un líder progresista, es darle ese protagonismo al Ejército en control de aduanas, puertos y demás. Pero la reforma al Poder Judicial que logró colar en sus últimos días en el mandato sí suponen un cambio estructural: en la práctica casi que elimina la separación de poderes en México.
P.- El presidente empezó como una performance y acabó como una tragedia en el último mes, forzando esta reforma constitucional que abolió la separación de poderes en México. Hay un elefante en la habitación cuando se habla de América Latina, que pareciera que a nadie le importa, pero que yo creo que sigue marcando su destino en algún sentido. No en balde Delirio americano termina con la Revolución cubana. ¿Cuál es el papel tras bambalinas que juega Cuba en este escenario?
R.- Cuba sigue siendo un símbolo, un referente cada vez menos popular. —son pocos los políticos que sacan la bandera cubana para intentar seducir al electorado—, pero que permanece ahí como gran momento de América Latina o de la izquierda de América Latina. Por ejemplo, en Boric es evidente que tiene un peso enorme, porque él criticó con mucha valentía, y esto habla muy bien de él, a las dictaduras de Nicaragua y Venezuela, pero no se atrevió a hablar de Cuba. La razón es que tenía como compañeros de cama a los comunistas chilenos, que aún siguen muy devotos de Cuba y se consideran marxistas-leninistas. Si quizás Boric no fue un reformista de izquierda menos dogmático fue por la presión que tenía del Partido Comunista. Ahora la candidata de izquierda en las nuevas elecciones de este año es Jeannette Jara, del Partido Comunista, y a pesar de que esté intentando maquillar toda su identidad y su pasado, es claro que tiene una fascinación por Cuba. Sigue siendo un elemento drástico que determina la política en América Latina. Y más que eso: quizás como una losa, una losa de la que no acabamos de liberarnos. No acabamos de quitar esa losa para pasar a otra etapa. Creo que en el momento en que Cuba se deshaga de la dictadura, se convierta en una democracia, volverá a ser el faro que fue en los 60 para todo lo contrario. Si Cuba se convierte en una democracia, ya América Latina se quitaría ese fantasma y tendría un estímulo más para democratizarse. De alguna forma curiosa, esa pequeña isla ha determinado el destino de todo un continente, por el poder de influjo que ha tenido siempre.
P.- La tercera parte del libro, que me parece muy atractiva, y que casa perfecto con lo que podemos decir a continuación, es la forma en que desde España se interpreta el mundo de la hispanidad y la propia Latinoamérica cómo se ve a sí misma. Y señalas dos errores de aproximación a nuestro pasado común. Uno es la «descolonización» y el otro es la «leyenda rosa». Por qué no nos explicas cuál sería cada una de ellas.
R.- América Latina sigue fascinando al mundo no por lo que es, sino como una pantalla en donde se pueden proyectar muchas fantasías. Los románticos del mundo encuentran en América Latina no solamente el lugar de las revoluciones, donde todas las utopías fallidas en Occidente se pueden realizar, sino el lugar de la pureza, de la autenticidad y de resistencia a la modernidad occidental. Para el moderno occidental, sobre todo si es romántico, no hay nada peor que la modernidad occidental. El romanticismo nos ha hecho muy autocríticos con el tipo de sociedad organizada a la luz de la razón, de la Ilustración, de la industria, del capitalismo. Es como si nos hubiera robado el alma. Y ese alma sigue intacta en América Latina. Y de ahí surgen las ideas descolonialistas, que son críticas furibundas a la modernidad occidental y un intento por evitar que se trasladen a América Latina y que allí más bien rijan saberes distintos, que la vida debe regirse por lo que se dice en el Ecuador, por «el buen vivir», aunque también en Colombia. O en Colombia más concretamente, el «vivir sabroso», que serían otras formas de convivencia, otros saberes incluso y hasta mejores que la ciencia occidental, que además se aclimatan mejor a la idiosincrasia, a la realidad latinoamericana. Sería una forma de excluir América Latina de ese Occidente moderno que solamente tiene vicios que ofrecer.
P.- Con la paradoja de que es una tendencia de ese Occidente moderno.
R.- Totalmente. Digamos que los descolonialistas latinoamericanos no pueden ser más occidentales.
P.- Son herederos de la crítica que Occidente se hace a sí mismo.
R.- Son herederos de esa crítica romántica. Alguna vez escribí un artículo con un título provocador. Y es que si escribes papers decoloniales eres tan occidental como tu Mac. El estar inmerso en esas discusiones delata un contagio occidental enorme.
P.- En ese mundo descolonizado no hay separación de poderes. Y hay muchos problemas adicionales. ¿Quién interpreta esa sabiduría tribal? ¿Quién le da el peso a unas cosas sobre otras? ¿Cómo se legisla a partir de ahí?
R.- Es un mundo de pueblos armónicos que conviven pacíficamente unos con otros, sin antagonismo. Pero es una visión bastante idealizada de lo que es la dinámica tribal. Finalmente, los políticos aluden a este discurso, pero no lo pueden comprar entero, porque la estructura de todas las repúblicas latinoamericanas, forjada a inicios del siglo XIX, es liberal, es republicana liberal. No pueden, así quisieran, saltarse esa división de poderes, los textos constitucionales, etcétera. Entonces, queda como un añadido en los discursos que exalta las virtudes del pueblo —sobre todo las virtudes del pueblo y de lo vernáculo— como antídoto a la corrupción burguesa, la corrupción elitaria y oligárquica.
P.- Y frente a esa mirada, hay otra que está adquiriendo cierta fuerza, pero que en realidad viene de antiguo. Probablemente hay un filósofo ruso que la pueda definir, como Dugin, y que habla de la idea de una civilización hispana perfecta, en lucha permanente con el mundo sajón. Un mundo puro que casi vino a redimir a las culturas indígenas de la atrocidad en la que vivían. ¿Cómo se construye este mito paralelo y opuesto al de la descolonización?
R.- Creo que en parte es fruto del desorden geopolítico que estamos viviendo hoy. El mundo multilateral forjado al finalizar la Segunda Guerra Mundial está debilitándose en gran medida por Donald Trump, por supuesto, pero también por Putin. Putin y este filósofo al que aludías, Alexander Dugin, tienen una idea del mundo muy distinta. Para ellos, la modernidad occidental también es un pecado. También es un agente corruptor que viene a dañar la pureza rusa, y por eso la idea también moderna del Estado-nación no los persuade. Para ellos, eso es un invento arbitrario de muy reciente data. Lo que entienden, o el concepto con el que funcionan, es el de civilización. Y una civilización es etnia, religión y lengua. Con una «Roma», en este caso Moscú, que se puede expandir hasta donde estos tres elementos lleguen, pasando por encima de todas las fronteras nacionales sin ningún problema. Es lo que estamos viendo con la guerra de Ucrania. Putin lo ha dicho. Putin ha escrito estas ideas. No es una interpretación. Lo ha dicho no con estas palabras, por supuesto, pero ha enviado ese mensaje. Y esta idea ha tenido discípulos, ha tenido seguidores en América Latina que ven al mundo hispano como una civilización que tendría también su propia Roma, que es Madrid, y que debería expandirse allí hasta donde lleguen la lengua, el mestizaje de indígenas y peninsulares y la religión. Y también desde este «panhispanismo ideológico», como yo lo llamo, Europa es un agente corruptor. Uno de los autores más visibles de esta tendencia la llama «puta sidosa», una prostituta sedosa, porque también corrompe la pureza del mundo hispano que debería unirse para formar otro bloque en este mundo multipolar, que tendría además una misión casi histórica, que es combatir la influencia de lo sajón en el mundo.
P.- Una defensa del mundo católico.
R.- De lo católico en contra de lo protestante y de valores mucho más comunitarios que contrarresten el salvajismo del capitalismo sajón.
P.- La idea del Estado orgánico en donde el pueblo está integrado en una sola estructura.
R.- No en vano el referente de este panhispanismo es Perón, que concibió un gobierno orgánico en donde había un líder que le enseñaba al pueblo cómo pensar para ser un buen argentino y que tenía a los estamentos girando en torno a él. Y él controlaba absolutamente todo el funcionamiento del Estado y del poder. Sí es una visión totalmente antiliberal, que por el momento está en fantasías, pero que no lo conduce a un fin realmente necesario, que es la unión de América Latina y España. Yo eso sí lo creo.
P.- Además, tienes enfrente a alguien que participa de esa idea del mundo, que es Trump. Estados Unidos es solo para los anglosajones y que, en cierto sentido, lo retroalimenta y lo justifica.
R.- A mí me sorprende que partidos políticos en España se muestren tan favorables a Trump, o cuando Trump al único presidente estadounidense que reivindica es a William McKinley, que fue el que inició la guerra hispano-estadounidense, es decir, el presidente que le infligió uno de los mayores traumas a España y también a América Latina, es el referente de Trump y está haciendo exactamente lo mismo. Está desordenando el mundo para marcar su área de influencia. De aquí se salen los rusos, se sale China, pero llego yo y que se pongan a temblar los groenlandeses, los canadienses, los panameños, por supuesto, pero también no los venezolanos, sino más bien Maduro. Trump ha venido a desordenar la zona y a imponerse como nueva autoridad regional. El mundo se está desordenando por Trump, que es una contradicción porque está desordenando el mundo que Estados Unidos ordenó para su propio beneficio.
P.- En el en el libro, para terminar con un tinte optimista, también muchas propuestas e ideas claras de cómo puede ser este diálogo entre América Latina y España y cuál es el rol que puede jugar nuestra cultura en el mundo desordenado actual.
R.- Sí. E insisto en ello. Con los panhispanistas yo sí coincido en ese propósito de estrechar los lazos entre las dos orillas del Atlántico. Es una tontería el antiespañolismo o el antihispanismo latinoamericano que no le hace favores a nadie más que a los caudillos populistas. Y a España también le conviene mucho tener un continente de 400, 500 millones de personas alineado con sus intereses, como un músculo que potencie su presencia en Europa y en Occidente. Lo que a mí me parece absurdo es pretender desligarnos de Occidente, enemistarnos con los sajones y que España salga de la Unión Europea. Eso me parece una cosa descabellada. Es retroceder. Es más bien unir fuerzas para que América Latina entre de cuerpo entero en Occidente, para que pueda ser partícipe de los procesos de modernización, para que pueda beneficiarse de todos los desarrollos democráticos, comerciales, tecnológicos europeos. Y finalmente, aceptar lo que somos, y que no queremos ver, que es periferia, sí, pero parte de Occidente. Estamos en la periferia, pero inevitablemente somos Occidente.
P.- Y lo dices también respetando la construcción más exitosa que ha hecho Latinoamérica, que son las distintas naciones.
R.- Exactamente, eso lo hicimos muy bien. Construimos malos Estados, pero construimos muy buenas nacionalidades.
«Tenemos un patio de recreo lleno de niños traviesos mentándose la madre nueva en América Latina. Y así es imposible crear realmente unión»
P.- Casi lo contrario que España.
R.- Totalmente lo contrario de España, en donde construyen un buen Estado y una mala nacionalidad. En España es difícil encontrar, cada vez menos, pero hasta no hace mucho, cuando llegué aquí, en 1999, era muy difícil encontrar alguien que no tuviera algún tipo de conflicto con su nacionalidad. En América Latina eso no ocurre. Todo el mundo se siente muy cómodo siendo mexicano, colombiano, hasta el punto de que un colombiano y un ecuatoriano se sienten dos cosas totalmente distintas, siendo que somos exactamente lo mismo. Pero sí, esa es una realidad que no podemos soslayar. Luchar contra eso sería absurdo. Lo que yo creo que se debería fomentar, o lo que es inevitable para lograr una unión americana y una unión entre América y España es derrotar el populismo. Tiene que haber un compromiso a fomentar las democracias liberales. Europa no se habría podido unir de no ser porque hubo un momento en donde toda Europa asumió el sistema democrático liberal como forma de gobierno. Podríamos pensar qué ocurriría hoy si no estuviera unida y se propusiera o se pusiera sobre la mesa la Unión Europea. Al día de hoy, con tanto populismo, sería inviable. En América Latina los populismos, que son expertos en crear enemigos internos y externos, aprovechan las divisiones nacionales para buscar enemistades y consolidar su electorado interno. Entonces tenemos un patio de recreo lleno de niños traviesos mentándose la madre nueva en América Latina. Y así es imposible crear realmente unión. Y más importante aún, organismos supranacionales, que empiecen a funcionar como un cerebro externo, que piense a la región en su conjunto. Eso es complicadísimo si no hay democracia liberal. Es complicadísimo si persisten los gobiernos populistas. Es complicadísimo si el odio se usa como elemento en la política, el resentimiento se usa como elemento político y se buscan enemistades simplemente para esquivar problemas internos.
P.- El gran riesgo del mundo actual es que la cabeza del mundo liberal está desmoronada por ocupar la presidencia Donald Trump. Y quizá el gran problema de la Hispanidad es que en nuestros países, un mexicano y un colombiano, conversando aquí, veíamos España como un modelo por la Transición, por su regreso a la democracia, por su inserción en Europa. Y hoy, lamentablemente, como decías tú al principio de la conversación, se ha contagiado de populismo. Y claro, no puede ser ni siquiera un árbitro justo porque la cabeza, el presidente de Gobierno de España, también es populista.
R.- Para América Latina es una tragedia que esto ocurra. El desmoronamiento de la sobriedad y de la responsabilidad política en España nos deja sin referentes. Es absolutamente cierto. Y te pongo un ejemplo concreto, personal. Mi padre era un intelectual de izquierda de los 70. Por eso mismo, poco convencido de las bondades de la democracia liberal, que, sin embargo, cuando Felipe González gana acá e inicia todo el proceso de modernización desde la izquierda, dice «ah, sí, se puede, es posible». Y eso supuso un efecto benéfico en América Latina enorme, porque muchos de los sectores radicales de izquierda se calmaron y dijeron podemos pensar en términos democráticos, podemos acceder mediante la democracia al poder y podemos transformar desde la democracia a nuestros países. En ese sentido, España siempre ha sido un referente positivo para América Latina. Desde el final del franquismo ha sido un referente muy positivo. Hoy en día, sin embargo, desde allá se mira acá y se ve el mismo patio de colegio de políticos supremamente irresponsables, políticos buscando el odio, buscando la confrontación, la fragmentación, buscando enemigos, buscando molinos de viento, excusas, mintiendo descaradamente. Y, más grave aún, corroyendo algo que se hizo con mucho trabajo, con mucho esfuerzo, y que le dio a España años muy buenos, convirtiéndola casi en un referente mundial. Eso se está hoy en día destruyendo, casi que de forma consciente, en un acto de irresponsabilidad que las generaciones futuras cobrarán de una forma implacable.

P.- Suscribo tus palabras, Carlos. Ha sido un enorme privilegio recibirte aquí. A los invitados les hago una última pregunta por fuera de la conversación, y es que recomienden un libro al público que nos escucha o nos lee, que no pueden pasar por la vida sin haber leído. ¿Cuál sería tu selección?
R.- Mi selección sería La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa, que no solamente es una obra maestra, sino que leída desde desde nuestro presente nos permite entender un poco este rugido, porque es un libro en donde la política se convierte en religión. Es decir, la mentalidad religiosa lo devora todo, incluyendo la política, y eso hace que se pierda el piso común por el que deambulamos todos. La realidad objetiva se pierde, se deshace, porque estamos viviendo de una forma fanática la política hasta el punto de convencernos de que el otro es un monstruo. Y creo que no puede haber nada más actual.
P.- Una obra maestra. Nos vamos al Conselheiro y los Canudos a releer con lápiz y con hoja en blanco a Vargas Llosa. Y ese libro que ilumina tanto sobre nosotros y que tanto te ha influido. No en balde le dedicas tu libro a Vargas Llosa y cómo su pensamiento ha acompañado tu obra.
R.- En efecto.
