La desaparición de Occidente
«La unipolaridad se desvanece y el mundo entra en una fase multipolar inestable»

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump. | Daniel Torok (Zuma Press)
El día 5 de diciembre, la administración Trump publicó la «National Security Strategy 2025» (ESN 2025), documento que probablemente marca un cambio trascendental con respecto a la política de Seguridad Nacional estadounidense tras el fin de la Guerra Fría. Inicialmente, hubo una década de euforia en la que Estados Unidos se alzaba con fuerza en el escenario mundial. Había «ganado» la denominada Guerra Fría, que duró décadas; su industria tecnológica generaba nuevas riquezas para la nación y el poder militar estadounidense estaba en su apogeo.
La moderna historia de la política exterior estadounidense se ha escrito a menudo como una evolución continua —con matices partidistas—, pero con un consenso general sobre el papel indispensable de Washington en el mantenimiento del orden global. Sin embargo, la Estrategia de Seguridad Nacional (NSS-2025) no supone una evolución, sino una demolición controlada de la arquitectura levantada por la NSS-2022. Al contrastar ambos documentos no se observa solo un cambio de prioridades, sino el choque entre dos mentalidades políticas irreconciliables: el internacionalismo liberal frente al nacionalismo soberanista duro.
La NSS-2022 operaba bajo la premisa de que la seguridad estadounidense era indivisible de la seguridad global. Su marco conceptual era la competición entre «democracias y autocracias», donde la legitimidad del poder estadounidense emanaba de su capacidad para convocar coaliciones voluntarias para resolver problemas comunes como epidemias, guerras o proliferación de armamento. La NSS-2025 rechaza esta premisa, adopta un «Realismo Flexible» y la «Primacía de las Naciones», considerando las instituciones multilaterales como estructuras que diluyen la soberanía. El texto acusa explícitamente a las estrategias anteriores de buscar una hegemonía permanente e insostenible y de atar a EE. UU. a un «transnacionalismo que busca disolver la soberanía estatal».
Como implicación futura, Estados Unidos dejaría de ser el «garante de último recurso» del orden internacional para pasar a actuar bajo un cálculo estrictamente costo-beneficio. Los derechos humanos y la promoción democrática quedan subordinados a la estabilidad y al beneficio material, evidenciado en la voluntad de negociar con regímenes rivales si ello sirve a sus intereses inmediatos.
En el plano geoeconómico, la ruptura es profunda. La estrategia anterior abogaba por un desacople selectivo y cooperación tecnológica con aliados; la nueva doctrina adopta un «neomercantilismo» agresivo, considerando la base industrial doméstica y el «dominio energético» (combustibles fósiles) como pilares supremos de la seguridad nacional. Se elimina la agenda climática del catálogo de amenazas y se plantea el regreso a una política extractiva de máximos, junto con el uso de aranceles como herramienta diplomática coercitiva incluso contra aliados históricos.
El éxito por encima de los valores
Washington parece haber rechazado un enfoque exterior basado en principios democráticos y adopta una lógica donde prima el mejor acuerdo posible, venga de donde venga. Las relaciones entre los aliados se tornarán frágiles y susceptibles de crisis cuando esta realidad termine de asentarse.
En primer lugar, los aliados se sentirán defraudados por la postura hacia Ucrania y la disposición a absolver a Rusia de su agresión. Desde ahora, todos los socios de EEUU —incluida Australia— deberán reajustar sus mecanismos de relación y revisar sus expectativas respecto al compromiso estadounidense.
En segundo lugar, los países dependientes de EE. UU. para su seguridad sin un tratado vinculante enfrentarán una incertidumbre aún mayor. Junto a Ucrania, el caso más delicado es Taiwán. Los responsables de Taipéi estarán evaluando las posibles consecuencias en Europa y el impacto sobre su futuro. Para Australia, el escenario exige aumentar el gasto en Defensa y Seguridad Nacional en la Estrategia de Defensa 2026, ya que lo contrario incentivaría mayor agresividad china y escepticismo estadounidense sobre la disposición australiana para defenderse.
Los acontecimientos en torno al nuevo plan ruso-estadounidense para Ucrania ofrecen a aliados y adversarios la oportunidad de medir el cambio de postura estadounidense. El histórico empeño por sostener un mundo donde los fuertes no oprimen a los débiles entra en declive, así como la idea de que la alteración de fronteras por la fuerza sería disuadida por las democracias con EE. UU. a la cabeza.
Ucrania encara un clima de desesperación negociando con Washington un plan de paz apresurado en 28 puntos, mientras los socios europeos pugnan por sentarse a la mesa. Kiev se ve atrapada entre la necesidad de no perder apoyo estadounidense y la incapacidad de aceptar términos inasumibles internamente.
La dinámica global muestra un sistema en transformación acelerada. China emerge como competidor estratégico igual a EE. UU., respaldada por tamaño demográfico, avance tecnológico y peso industrial. La unipolaridad se desvanece y el mundo entra en una fase multipolar inestable.
La polarización acelera, forzando a países como India, Arabia Saudí o naciones africanas a decantarse por bloques. Estados Unidos priorizará contener a China e impedir su hegemonía asiática, lo que podría reducir su presencia militar en Europa. La relación privilegiada con Israel se mantendrá, asegurando apoyo estadounidense en Oriente Medio.
Así, el liderazgo pacificador de EE. UU. en Europa disminuye y la OTAN se debilita con implicaciones negativas para la seguridad continental. La salida estadounidense podría modularse con diplomacia y estrategia, aunque hoy ambas brillan por su ausencia. Europa y EE. UU. intentaron integrar a Ucrania en la OTAN, detonando el conflicto con Rusia; Moscú no muestra intención aparente de ocupar Europa del Este, limitándose —hasta ahora— al control del 20 % del territorio ucraniano. Esta nueva realidad geopolítica inaugura un Orden Mundial en transición, cargado de dificultades y tensiones sistémicas.
La guerra
La opinión predominante en Occidente señala a Vladímir Putin como responsable de la guerra, cuyo objetivo sería absorber Ucrania en un «imperio del Este europeo». En tal lectura, Putin aparece como amenaza directa a Occidente. Sin embargo, esta visión resulta cuestionable. Rusia era consciente de que EE. UU. y Europa armaban y adiestraban a Ucrania desde 2014; además, el temor central de Moscú era que Ucrania ingresase de facto en la OTAN.
El Kremlin sabía que el ejército ucraniano no era un adversario débil, especialmente con apoyo occidental. El objetivo ruso habría sido lograr avances tácticos rápidos para forzar una negociación. Quienes sostienen que la OTAN es solo defensiva y no amenaza a Rusia omiten la perspectiva rusa. Para Putin, el ingreso de Ucrania en la OTAN representaba una amenaza existencial —un casus belli—.
Tras cuatro años de conflicto, Moscú solo controla alrededor del 20 % del territorio ucraniano, lo que evidencia debilidad militar estructural. Washington ya no considera a Rusia una amenaza urgente para Europa, lo que permitiría a EE. UU. redirigir recursos al Pacífico Occidental, espacio clave frente a China.
Tras el acuerdo Trump-Putin, Europa revisará su arquitectura de seguridad. Nadie espera una ruptura con EE. UU., pero la relación evolucionará. Lo mismo ocurrirá con Japón, Corea del Sur, Singapur, Filipinas y Australia. China observará con atención estas dinámicas e incluso podría presentar su propio plan para integrar Taiwán.
La llegada del clima navideño ofrece una pausa para reflexionar. Aun con errores, las actuaciones recientes de la administración Trump brindan lecciones cruciales para cualquier país que desee ajustar su estrategia nacional en el siglo XXI.
