The Objective
Cuadernos FAES

Aztecomanía

Los mitos aztecas han servido para legitimar proyectos políticos y construir el relato nacional mexicano

Aztecomanía

Imagen cedida por Cuadernos FAES.

Los imaginarios sobre el llamado Imperio azteca han marcado la historia de México. La aztecomanía de ruptura sirvió para romper con el trono español y legitimar al nuevo Estado; la aztecomanía heroica, para crear la nación y nacionalizar a sus habitantes, mientras la aztecomanía popular intentó mexicanizar a los mexicanos y la política, y los preparó para la «Cuarta Transformación».

Imaginarios mexicanos

En su discurso de final de campaña –el 27 de junio de 2018–, Andrés Manuel López Obrador prometió ejecutar la «Cuarta Transformación [4T] […] pacífica y ordenada, sí, pero no por ello menos profunda que la Independencia, la Reforma y la Revolución» (AMLO, 2018).

Tal serie responde al relato oficial de nación, que suma los de los vencedores de esos tres conflictos civiles, una nación que, tras su independencia, tuvo que reafirmar dos veces su libertad: con la Reforma y la Revolución. La parte central del relato es la pasión (Conquista), muerte (Colonia) y resurrección de la nación anahuaca, lo que condena a los mexicanos a ser «los hijos huérfanos de Cuauhtémoc que lloran la destrucción de la casa paterna y añoran el paraíso perdido con ella» (Pérez Vejo, 2003: p. 115), imaginario cuya plasmación más conocida son los murales de Diego Rivera en el Palacio Nacional (1929-1951).

Cabe preguntarse si pudo haber sido diferente. Dos murales terminados al comienzo del siglo XXI parecen indicar que sí. En el Palacio de Gobierno del estado de Tlaxcala, Desiderio Hernández Xochitiotzin glorificó la alianza que destruyó Tenochtitlan, y en el National Hispanic Cultural Center (Albuquerque, Nuevo México), Frederico Vigil plasmó la historia hispana, que se inicia en Altamira. En ambos aparece Santiago Apóstol –atacando a Huitzilopochtli y en la batalla de Clavijo, respectivamente– y los conquistadores en nada recuerdan al sifilítico Hernán Cortés de Rivera. 

Los murales de Tlaxcala reflejan un relato en el que la Conquista no es trauma sino liberación. No es la muerte de la nación, sino su nacimiento. Una historia regional que, si Cortés no hubiera fijado su capital en las ruinas de Tenochtitlan o si sus sucesores la hubieran trasladado –algo lógico por las nefastas condiciones naturales–, hoy podría ser nacional y «Tlaxcala, cuna de la nación», algo más que un eslogan turístico. El mural de Nuevo México –Mundos de Mestizaje– plasma la historia regional de los novohispanos que, tras ser mexicanos durante dos décadas, el Tratado de Guadalupe Hidalgo (1848) entregó a Estados Unidos. 

«Los murales de Tlaxcala reflejan un relato en el que la Conquista no es trauma sino liberación».

Para Tomás Pérez Vejo, hasta la derrota del Segundo Imperio, en 1867, el relato que veía en la independencia la resurrección de la nación derrotada en la Conquista –asociado a los liberales– pugnó con otro –conservador–, que lo describía como emancipación, como la historia de los hijos que abandonan la casa paterna. Probablemente, si el relato conservador se hubiera impuesto, los murales del Palacio Nacional se parecerían al mural de Albuquerque. En todo caso, las líneas iniciales del primer número de la Gaceta Imperial de México, de 2 de octubre de 1821: «Después de trescientos años de llorar el continente rico de la América Septentrional, la destrucción [sic] del Imperio opulento de Moctezuma, un Genio [Agustín de Iturbide] […] consigue que la Aguila Mexicana vuele libre […] anunciando á los pueblos está restablecido el Imperio mas rico del globo», muestran que el relato conservador lo tuvo difícil desde el principio.

Moctezuma y Cuauhtémoc: ‘aztecomanía’ de ruptura y heroica

El triunfo del relato que hizo a los mexicanos huérfanos de Cuauhtémoc –y, por tanto, conquistados– los condenó a la aztecomanía, y cada transformación creó un imaginario sobre la Triple Alianza acorde con sus necesidades. 

Los independentistas usaron el imperio de Moctezuma para trasladar la soberanía del rey a una nación que –según el Acta de independencia del Imperio Mexicano– fue oprimida «por trescientos años». Pero, siendo el principal nexo de sus habitantes el catolicismo, no era plan tomar como modelo a idólatras. El citado párrafo de la Gaceta advertía: «pero tan mejorado su sistema gubernativo, que si el destruido por Hernán Cortés era el modelo del despotismo, este vá á ser la base mas firme de la libertad, y copia perfecta del gobierno paternal». Que la nueva nación se presentase como la resurrección del imperio de Moctezuma no extraña. La base del reino de Nueva España fue la translatio imperii, acto a través del cual Moctezuma cedió su poder soberano a Carlos I y, además, los indios eran reconocidos como primeros dueños del reino; aunque, como denunciaba la Gaceta de Madrid del 18 de mayo de 1830: «los revoltosos de nuestras posesiones […] Para justificar su atentado apelaron á los mas ridículos artificios suponiéndose señores primitivos del país, y conquistados por los españoles».

Ganada la independencia y ajustadas sus fronteras tras la desintegración del Imperio Mexicano (1823) y la invasión estadounidense (1846-1848), el Estado alistó a los aztecas para crear la nación. La pedagogía nacional llamó a los artistas, porque para impregnar al pueblo debía ocupar el espacio público. Cuauhtémoc destronó al timorato Moctezuma para personificar la patria resucitada. Así lo presentó Ignacio Rodríguez Galván –primer poeta romántico mexicano– en Profecía de Guatimoc (1839), donde la resucitación del héroe resuena neotestamentaria. Por ello, no es extraño que en ese «gran eje ceremonial de memoria de la nación mejicana que fue en el siglo XIX el Paseo de la Reforma de la Ciudad de México, se erigiese mucho antes un monumento a Cuauhtémoc que a los héroes de la Independencia, a la muerte de la vieja nación que al nacimiento de la nueva» (Pérez Vejo, 2003, p. 115). Desde su inauguración (1887) y hasta el final del Porfiriato (1911), cada 21 de agosto fue escenario de una ceremonia cívica en honor al héroe, encarnación de las virtudes republicanas de patriotismo y libertad. Al principio participaba una representación de nahuas vestidos a la azteca, pero terminó considerándose inapropiada una representación tan carnavalesca y, después, la mera presencia de los nahuas, de resultas que:

… al concluir el porfiriato nada quedaba, en la conmemoración a Cuauhtémoc, que remitiera a los pueblos indígenas contemporáneos. Esta celebración, que teóricamente habría sido la que más habría podido contribuir a su dignificación social y a su valoración histórica, acabó convirtiéndose en la celebración de una entelequia, pues la única raza a la que se exaltó fue aquella que aparecía escrita en documentos y libros, mientras que el indígena vivo continuó resultando una presencia incómoda, no sólo en la vida cotidiana de los habitantes de la ciudad, sino también en celebraciones cívicas como ésta (Campos Pérez, 2017, p. 1854).

«Los independentistas usaron el Imperio de Moctezuma para trasladar la soberanía del rey a una nación».

Tras la Revolución, el Estado potenció este relato de nación, asumió el discurso del mestizaje porfiriano y asignó un nuevo papel a los aztecas: deshispanizar a los mexicanos. Cabe preguntarse por qué existía tal necesidad tras un siglo de independencia.

Antiespañolismo e hispanofobia

En Matar a la madre patria. Historia de una pasión latinoamericana (2021), Miguel Saralegui hace del matricidio el motor de su historia. No le falta razón. Los independentistas necesitaron armar un entramado ideológico para inflamar la guerra y, una vez independientes, justificarla (prueba de la fortaleza del Estado-imperio y de la debilidad de los Estados-nación). Aunque quizás podamos diferenciar entre antiespañolismo e hispanofobia. 

Tras el general desconocimiento en América de José Bonaparte (1808), debió determinarse quién debía gobernar en ausencia del monarca. En Nueva España, el virrey aceptó formar una junta o un congreso; pero, ante el temor de que acordasen la independencia, un golpe derrocó al virrey (Fernández Delgado, 2012, pp. 137-138). Contra estas autoridades, el capitán Ignacio Allende tejió un levantamiento que encabezó Miguel Hidalgo (1810). El párroco emprendió la matanza de españoles europeos, muy escasos –pocos miles entre seis millones– la mayoría plenamente integrados en el reino y sin relación con el Gobierno en la ciudad de México. Preso en Chihuahua (1811), Hidalgo alegó que lo había poseído el «frenesí». En realidad, el pogromo antigachupín (Landavazo, 2007) había respondido a las necesidades insurgentes. El antigachupinismo era la única bandera concreta que –en ese momento– en exclusiva podía blandir la insurgencia: «se inventó así un enemigo a modo, a quien culpar, contra quien combatir» (Landavazo, 2009, p. 195). De ahí que su propaganda se centrase en convencer a los americanos de que los peninsulares eran sus enemigos, lo que «significa que no eran mayoritariamente percibidos así» y que el conflicto entre europeos y americanos era marginal (Pérez Vejo, 2010). Hidalgo, hoy «Padre de la Patria» mexicana, por ejemplo, no había destacado por su antigachupinismo. Tenía estrecha amistad con los españoles europeos Manuel Abad y Queipo –obispo electo de Michoacán– y Juan Antonio de Riaño –intendente de la provincia de Guanajuato– y poco antes del levantamiento, por consejo del segundo, se postuló para las Cortes en Cádiz.

La principal razón de Hidalgo para levantarse fue que los Borbones habían culminado su maltrato a la religión entregando España a Napoleón. Es decir, en defensa del principal rasgo identitario de los súbditos de la Monarquía Católica y de los novohispanos. Podría decirse que, para poder seguir siendo español, se hizo antigachupín. De hecho, el número inicial del primer periódico insurgente, El Despertador Americano (20 de diciembre de 1810), afirma: «Nosotros somos ahora los verdaderos Españoles, los enemigos jurados de Napoleón y sus secuaces, los que sucedemos legítimamente en todos los derechos de los subyugados [españoles europeos] que ni vencieron, ni murieron por Fernando [VII]».

«Tras la Revolución, el Estado potenció el relato de nación, asumió el discurso del mestizaje porfiriano y asignó un nuevo papel a los aztecas».

La insurgencia continuó tras la ejecución de sus primeros líderes. En 1813, el Congreso de Anáhuac proclamó el Acta solemne de la declaración de la independencia de la América septentrional, la cual, además de romper con el «trono español», declaró «reo de alta traycion» a quien protegiera «á los europeos opresores, de obra, palabra ó por escrito», condenados por la insurgencia al exterminio. Hoy lo llamaríamos «genocidio». El acuerdo de parte del ejército realista con los rescoldos insurgentes ejecutó la independencia en 1821. La conciliación decretada por el Plan de Iguala duró poco. La caída en 1823 del emperador Agustín I dio paso, entre 1827 y 1836, a olas de discriminación, saqueo y expulsión de españoles –entre ellos, José María González, padre del autor de la letra del himno nacional mexicano–; en realidad, mexicanos a los que se castigó colectivamente por haber nacido en España (Pérez Vejo, 2021). La excusa fue la política de Fernando VII, aunque respondió a razones internas: sustitución de élites y construcción nacional.

Matanzas, saqueos y expulsiones, por idénticas razones, se dieron en toda Hispanoamérica. Consolidadas las repúblicas, el antiespañolismo siguió presente. En México, en 1897, el prólogo de un libro sobre la cuestión cubana reflexionaba sobre el reavivamiento del antigachupinismo:

«La principal razón de Hidalgo para levantarse fue que los Borbones habían culminado su maltrato a la religión entregando España a Napoleón».

Apenas si en las fiestas de la Patria se oía el grito de mueran los gachupines; cosa verdaderamente milagrosa en un pueblo que, por espacio de más de sesenta años, no había oído de sus hombres más prominentes, sino denuestos á España y la palabra sacramental de odio eterno á los antiguos dominadores. Había triunfado la razón, habían caído por tierra los ídolos mantenedores de la patraña […] Pero vino la nunca bastantemente maldecida insurrección Cubana (p. II-III).

El cambio de siglo en México unió el acercamiento oficial a España con un antigachupinismo plasmado en publicaciones como el periódico El Hijo del Ahuizote, que presentan al español de forma similar a como los panfletos judeofóbicos europeos retrataban al judío (Pérez Vejo, 2005); panfletos cuyo mejor exponente es el cómic 500 años fregados pero cristianos, vomitado en 1992 por Rius –el historietista mexicano más popular– y aún reeditado. Si reseñable es que tras un siglo de independencia el antigachupinismo sobreviviera, más lo es que aún sobreviva. Probablemente porque al antiespañolismo se sumó la hispanofobia.

En 1815, el «libertador» Simón Bolívar –refugiado en Jamaica tras caer la Segunda República de Venezuela– escribió una larga carta a un comerciante local que fue publicada en 1818. La idea central del que es hoy el texto bolivariano más conocido –aunque no publicado en español hasta 1833– es que fracasó porque tuvo que bregar con un pueblo tarado por el despotismo español, mensaje acorde con los extendidos prejuicios antiespañoles en Inglaterra. Al hacerlo –como observa Miguel Saralegui–, «Bolívar no solo justificará involuntariamente todos los errores y dificultades de las repúblicas latinoamericanas, sino que podrá acusar perpetuamente a la esquiva madrastra de estos desvíos y fracasos» (Saralegui, 2017, p. 427); por lo tanto, era imperativo borrar su legado. Leopoldo Zea hizo a la Carta de Jamaica texto fundador del “Proyecto Libertario” (Rojas, 2021, p. 10). Más bien, del matricidio. Esta es la esencia de la hispanofobia:

[…] la creencia en un ethos español ominoso que, tras contaminar a los pueblos ibéricos, la Monarquía Católica expandió forjando el mundo hispano. Tras su implosión, tal ethos se refugió en el Estado nación España y dejó contaminados al resto. Por tanto, la solución a los problemas del mundo hispano pasaría por deshispanizar Hispanoamérica y desespañolizar España (Ortega Sánchez, 2022, p. 99).

Pasión distinta al antiespañolismo, aunque su frontera es difusa. En el siglo XIX, el matricidio se hizo ideología predominante en Latinoamérica. También en México: […] las actitudes antihispánicas crecieron en las décadas de 1830 y 1840, cuando los mexicanos buscaron una explicación a sus fracasos posteriores a la independencia. Estados Unidos nunca rechazó su herencia inglesa. Por el contrario, aún la sigue enalteciendo. El hecho de que la federación del norte haya sido extraordinariamente exitosa sin duda reforzó su creencia en que el legado inglés fue positivo, mientras que los mexicanos llegaron a creer que su legado hispánico era negativo porque no tuvieron un éxito similar (Rodríguez Ordóñez, 2010, p. 14).

Dichas actitudes gozan de magnífica salud. Como señala Saralegui, la mediática exigencia de AMLO al rey de España y al papa (2019) se comprende aceptando la creencia en que España taró a las sociedades latinoamericanas y que ni la «acción de ayer, de hoy y previsiblemente de mañana» de sus gobernantes podrá sanarlas: «España no solo nos hizo mal. Nos hizo malos» (Saralegui, 2021, pp. 188 y 191). De hecho, pontificar sobre tales taras se ha convertido en un exitoso género literario, habitualmente ayuno de historia y sobrado de soberbia, del que probablemente El laberinto de la soledad (1950) de Octavio Paz sea el texto más conocido.

Desarrollar las consecuencias derivadas de la hispanofobia latinoamericana excede las posibilidades de este texto, aunque es fácil concluir que si se abomina de lo hispano y se mantiene la idea de unidad entre los retazos americanos de la Monarquía, la hispanofobia queda como nexo. Ahora bien, dado que los pueblos ibéricos serían las víctimas primeras y más longevas de España (tres siglos de Monarquía Católica y dos de Estado nación), se genera cierta hermandad entre los que en España se desespañolizan y en América se deshispanizan. Y viceversa.

El término desespañolización, en México, está ligado al artículo homónimo de Ignacio Ramírez, publicado en 1865 como respuesta a un texto de Emilio Castelar. Lo más relevante del artículo es que Ramírez hermana a los que en México y España desespañolizan, que para él era eliminar la herencia de la Monarquía Católica, representada por monarquismo e Iglesia. Tras la derrota del emperador Maximiliano I (1864-1867), el proceso avanzaba, pero Ramírez tenía poca fe en la desespañolización de España, por lo que terminaba recomendando emigrar a México al futuro presidente del Poder Ejecutivo de la Primera República española. No lo hizo, pero, tras la Segunda, muchos republicanos sí.

«Si reseñable es que tras un siglo de independencia el antigachupinismo sobreviviera, más lo es que aún sobreviva».

Las relaciones entre el México de los revolucionarios y la Segunda República española –salvo el bienio conservador (1933-1936)– se cimentaron en la idea de que combatían un enemigo similar: el México y la España tradicionales, lo que se reflejó en sendas persecuciones al catolicismo. El mitificado exilio republicano –presentado habitualmente como contraparte de la Conquista– delimitó la hispanofobia mexicana, que sumó la simpatía por los nacionalismos antiespañoles; lo gachupín transitó «hacia la valoración negativa de una determinada categoría moral y orientación ideológica más que una descripción de la comunidad poblacional española» (Mateos, 2002; p. 109).

Andrés Manuel López Obrador (AMLO) es un buen ejemplo. Sin duda hispanófobo, frecuentemente alaba al pueblo o cita a autores españoles, y su partido, Morena, es el más español de México. No solo por el alto número de dirigentes hijos o nietos de españoles, pues, por ejemplo, de los tres dirigentes del Instituto Nacional de Formación Política de Morena (INFP), uno nació en España –Paco Ignacio Taibo II– y otro es hijo de española –Rafael Barajas–, sino por la fluida relación con los partidos españoles del Grupo de Puebla; también por el uso del mito de las dos Españas en la política mexicana. Buen ejemplo fue el informe de actividades legislativas 2021-2022 de Andrea Chávez (28 de enero de 2023). Pareja del español Abraham Mendieta –exdirigente de Podemos y hoy agitador obradorista–, Chávez es una de las diputadas estrella de Morena. Durante el informe, se dirigió a su «abuelita», exiliada española: «Aquí está 87 años después nuestro Quinto Regimiento que enfrenta diariamente con la fuerza de la razón y la palabra las mentiras y mezquindades de la derecha conservadora» (Morena, 2023). La abuelita, emocionada en su butaca, agitaba una bandera republicana. Dos Españas para dos Méxicos.

El presidente Woodrow Wilson compartió los prejuicios raciales (Matthews, 2015) y catolicofóbicos (Marlin, 2013) extendidos en los Estados Unidos de su época y que hacían de México un país especialmente detestable por mestizo y católico. Inevitablemente, tal imaginario condicionó su política1. Convencido de que Estados Unidos debía guiar la regeneración de México, apostó por Carranza frente al brute Victoriano Huerta (Brands, 2003, pp. 46-48). Como escribió Andrés Molina Enríquez, que «el indio» Huerta fuera «presidente de color» (Meyer, 2016, p. 66) probablemente tuvo relevancia. El régimen pudo haberse consolidado, pero la hostilidad wilsoniana lo liquidó en meses y el conflicto entre los revolucionarios desangró México durante años. Del desastre surgió la «dictadura perfecta», asentada en la Constitución de 1917 y en el Partido Nacional Revolucionario (1929) –desde 1946, Partido Revolucionario Institucional (PRI)–. El Estado de los revolucionarios (línea Carranza-Obregón-Calles) se consolidó gracias a Estados Unidos2, y cabe preguntarse hasta qué punto este apoyo respondió a la confianza en que estas élites civilizaran el país. La élite revolucionaria rescató del olvido y se identificó con el dios-educador Quetzalcóatl (Rodríguez Mortellaro, 2006). Buen ejemplo fue la convención constituyente queretana (1916). No creó un marco de convivencia, solo plasmó la ideología de las facciones carrancistas. En un país abrumadoramente católico, los constituyentes –en su mayoría masones– demostraron un «anticlericalismo estridente» (González Morfin, 2018, p. 454) y se arrogaron la misión de desfanatizar a sus paisanos. 

La intelectualidad revolucionaria dio los últimos retoques a un exitoso imaginario sobre México dentro y fuera del país. Buen ejemplo de este es el capítulo ‘First Contact’ de la serie Civilisations (2018) producida por la British Broadcasting Corporation (BBC) en asociación con la Public Broadcasting Service (PBS) –actualización de la afamada Civilization (1969)–: un país exótico para Occidente, violento y macabro por herencia azteca y española. No habrían desentonado en el metraje algunos pasajes de El laberinto de la soledad, por ejemplo: «Matamos porque la vida, la nuestra y la ajena, carece de valor […]. Morir y matar son ideas que pocas veces nos abandonan. La muerte nos seduce», o el poema que AMLO tuiteó por el Día de Muertos de 2019, Discurso por las flores (1946) de Carlos Pellicer: «El pueblo mexicano tiene dos obsesiones: el gusto por la muerte y el amor a las flores». Este imaginario habría sorprendido a los novohispanos, que no destacaron por ser violentos y macabros –más bien lo contrario– y se sabían parte central de la monarquía y la cristiandad –hoy diríamos Occidente–, por lo que cabe preguntarse cómo se terminó así.

«’España no solo nos hizo mal. Nos hizo malos’».

El apocalipsis revolucionario hizo de México epítome de la barbarie. Por ejemplo, el idioma italiano acuñó macelleria messicana y Ferruccio Parri –líder de la resistenza pensó que era la mejor expresión para censurar el linchamiento del cadáver de Mussolini. Y es que el sauvage Pancho Villa o las salvajadas del gobernador de Tabasco, Tomás Garrido Canabal, dieron la vuelta al mundo. Fue la guinda de una pirámide que el historiador Mauricio Tenorio –en genial expresión– llama «la Atlántida morena», una mercancía formada por:

[…] ruinas, mucho campo y harta milpa, artesanías, todas las formas de la autenticidad, indios prístinos, las grecas españolas o moriscas en edificios o en los dejos de los ojos de las «senouritas», familia, comunidad, fiesta, muerte, color y violencia, Guadalupe, revolución, pasión, sombrero…, jícaras, cueros, Rivera, Kahlo, Azuela, Paz, Fuentes y poco más (Tenorio Trillo, 2005).

Tal imaginario es deudor de prejuicios externos a México –los mismos que, probablemente, llevaron a Wilson a desconocer al huichol Huerta– y copyright al alimón de la intelectualidad estadounidense y mexicana. Igual que el viajero en busca del exotismo oriental en España, se hizo prototipo el gringo buscando el real Mexico. Un artículo publicado por James C. Bardin en 1932 en The Virginia Quarterly Review (vol. 8, nº 2) reseñaba cuatro ensayos desarrollando la idea de que el verdadero México no era occidental porque los mexicanos eran mayoritariamente indios –el autor reflexiona sobre los porcentajes sanguíneos de los mexicanos–; por tanto, lo occidental era mero recubrimiento –a cada raza su cultura–. Uno de los reseñados era el superventas, ilustrado por Diego Rivera, Mexico: A Study of Two Americas (1931) de Stuart Chase: la occidental y la del buen salvaje.

El Estado de los revolucionarios cinceló este imaginario porque era útil al México que ansiaba construir. Fue el momento de los antropólogos. El Estado patrocinó el hallazgo de supuestos remanentes de “indios prístinos” –como el que Judith Friedlander retrató en Ser indio en Hueyapan (1977)– y decretó la mexicanización de los mexicanos. Aunque el intento, en 1930, de incluir en la Navidad a Quetzalcóatl quedó en payasada memorable, la política fue exitosa. Encontrar raíces prehispánicas (principalmente aztecas) en toda tradición o elemento positivo de la cultura mexicana se ha convertido en tradición patria. Además, el “indígena” de la Atlántida morena (bueno, rural, espartano, pachamámico, sabio) se convirtió en tótem de las instituciones indigenistas que, hasta hoy –con el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI)– parecen preocuparse más por mantener a los “indígenas”–término discutible de creación estatal (Aguilar Gil, 2023)– como atlantes, que por mejorar sus condiciones socioeconómicas. No extraña, por tanto, que pudiera ejercer como indígena oficial de los primeros años del sexenio la exsenadora Jesusa Rodríguez, una niña bien que, disfrazada de aldeana, encabezó sus grandes causas, como el veganismo, los derechos LGTBIQ+, el animalismo y la legalización de la marihuana.

«Se genera cierta hermandad entre los que en España se desespañolizan y en América se deshispanizan. Y viceversa».

El mayor éxito de la aztecomanía popular del Estado de los revolucionarios –pre- y postinstitucionalizados– fue el Día de Muertos: Con Cárdenas en la presidencia, a lo mexicano se le identificó con el grupo prehispánico más desarrollado a la llegada de los conquistadores, los mexicas, y a ellos se les atribuyeron ceremonias que ignoraron los 300 años de colonización española, un siglo de independencia y diez años más de revolución. ¿A qué viene todo esto?, a entender que los intelectuales de entonces rescataron y recrearon algunas costumbres populares coloniales, católicas y/o romanas paganas, y les asignaron un nuevo sentido, entre ellas a las fiestas de Todos los Santos y Fieles Difuntos, otorgándoles un sentido prehispánico y nacional, difícil de probar pero fácil de creer (Malvido, 2006).

Se reinterpretaron rituales, se añadieron elementos y se unificó todo en una fiesta nacional. Los antropólogos hallaron lugares con «indios prístinos» celebrando la fiesta original –como Tzintzuntzan (Brandes, 2000)– y la pulsión indigenista ha alumbrado inventos como el huérfano azteca que pide calaveritas. Posiblemente, algún antropólogo encuentre resabios prehispánicos en el desfile de muertos capitalino, herencia del rodaje de la película Spectre (2015). Y Cerocerosietetl termine en el Mictlán. Pero convertir la muerte en el «tótem» patrio (Lomnitz, 2006) es suicida. La idea de que el pueblo mexicano está patológicamente relacionado con la muerte, además de infame, conlleva asumir con fatalismo que México se desangre.

«El apocalipsis revolucionario hizo de México epítome de la barbarie».

Tlacaélel: aztecomanía política

La noche del 12 de agosto de 2021, Claudia Sheinbaum –jefa de Gobierno de Ciudad de México– y Beatriz Gutiérrez Müller –esposa del presidente AMLO, y presidenta honoraria del Consejo Asesor de Memoria Histórica y Cultural de México– encabezaron el encendido del alumbrado decorativo del Zócalo por la conmemoración de los «Cinco siglos de resistencia indígena». El culmen llegó con la declamación de la Proclama de Cuauhtémoc por el representante de un calpulli, caracterizado como tlatoani. Supuesto último mandato de Cuauhtémoc, ordenando al pueblo resistir hasta la llegada del «nuevo sol» y preservado por el comodín de la tradición oral, la Proclama en realidad es una burda falsificación. Orillar la historia para apuntalar el relato fue práctica frecuente durante la dictadura perfecta y es habitual de la 4T, decidida a sustituir la historia con un constructo ideológico apellidado «memoria».

Con el nombre de Consigna del 12 de Agosto de 1521, se publicó por primera vez «el 30 de octubre de 1967 en el periódico Izkalotl, órgano del Movimiento Confederado Restaurador de Anauak», del que es su principal símbolo (Martínez Díaz, 2010, p. 133). Fundado por Rodolfo F. Nieva, es el primado de una miríada de grupos y autores que comparten varias ideas básicas: México –o, mejor, Mexhiko– es una nación solo superficialmente occidental, oprimida por mexicanos que en realidad no lo son y cuya redención pasa por rescatar y adoptar su ideología «autóctona». Junto a Nieva destacan el escritor Antonio Velasco Piña y el antropólogo Guillermo Bonfil Batalla.

Nieva fue un apparátchik urbanita que militó en el Partido Socialista de las Izquierdas y en movimientos que buscaban resucitar lo azteca. En 1957, fundó el Movimiento Mexicanista –que se convertiría en el MCRA– y, en 1965, el Partido de la Mexicanidad. Su idea central era que México debía revertir los efectos de la Conquista; para ello, rechaza el discurso del mestizaje y proclama la revitalización de la raza anahuaca –pura y autóctona–: «En vez de incorporar al indio a la sociedad, propugna porque [sic] la sociedad se incorpore al indio, pero refiriéndose a un indio estereotipado, al de bronce, al del ‘glorioso’ pasado mesoamericano, no al que vive en las comunidades más pobres del país» (Martínez Díaz, 2010, p. 126); un pasado en el que los anahuacas habrían llegado a Egipto y originado la cultura grecorromana (Odena Güemes, 2000, p. 207). Nieva decía rescatar la ideología mexica, la mexikayotl. En realidad, predicó una mezcla de teosofía, neopaganismo, racismo, xenofobia y socialismo. Un völkisch mexicano. Su movimiento fue irrelevante políticamente, pero, tras fallecer Nieva (1969), buena parte de sus símbolos e ideas fueron adoptados por grupos variopintos –como las asociaciones conocidas como calpullis– y se mezclaron con la New Age

Cuando Velasco Piña murió (2020), la Secretaría de Cultura lo despidió calificándolo de «visibilizador del legado cultural y prehispánico de México», aunque se ajusta más a la realidad la del escritor Luis Felipe Lomení: «el Harry Potter mexicano (…) el autor de literatura de fantasía más completo que ha tenido México pues creo que lo más chingón que puede hacer esta literatura es lograr que la raza se la crea (al grado que parece que él mismo se la creyó)» (Redacción El Universal, 2020). Su mayor éxito: Regina. 2 de octubre no se olvida (1987) convirtió –contra el deseo de su familia (Toledo, 2003)– a una joven desconocida, Ana María Regina Teuscher, asesinada en la masacre de Tlatelolco (1968) en:

«López Obrador, sin duda hispanófobo, frecuentemente alaba al pueblo o cita a autores españoles».

[…] la misionera de la era de Acuario, la encarnación de Cuauhtémoc, la depositaria de la sabiduría tibetana y la guía espiritual del movimiento del 68 en el país, cuya finalidad ha sido menos la democratización de un régimen autoritario que el despertar de la «mexicanidad» y el renacimiento de los valores autóctonos (De la Peña, 2002).

Pero, tras lo estrafalario y macabro, yace una propuesta política. En Tlacaélel, el azteca entre los aztecas (1979) usa a este personaje –arquitecto del Estado mexica– como modelo de hombre de Estado y en los textos que dedicó al general Tomás Ángeles Dauahare, el papel del Ejército. Un líder fuerte de un Estado militarizado.

«Encontrar raíces prehispánicas en toda tradición o elemento positivo de la cultura mexicana se ha convertido en tradición patria».

México profundo. Una civilización negada (1987) es un libro clave para México. Escrito por el exdirector del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), Guillermo Bonfil Batalla, presenta la historia mexicana como una lucha entre dos civilizaciones, la mesoamericana india –el México profundo– y la occidental cristiana –el México imaginario–: «entre quienes pretenden encauzar el país en el proyecto de la civilización occidental y quienes resisten arraigados en formas de vida de estirpe mesoamericana» (Bonfil Batalla, 1987, p. 9). El primero fue asumido por criollos y mestizos; dominante y agresivo, pero minoritario demográficamente, está en crisis, por lo que Bonfil propone forjar un nuevo proyecto nacional, ligado al México profundo y que democratice México, pero no con la “democracia formal, dócil y torpemente calcada de Occidente, sino la democracia real, la que debe derivarse de nuestra historia”. Objetivamente, lo que en 1987 estaba en crisis era la dictadura perfecta, y surgía el pensamiento decolonial.

A estas corrientes no les ha faltado apoyo político. Por ejemplo, la Proclama de Cuauhtémoc fue plasmada en azulejos en 2006 por el Gobierno del entonces Distrito Federal, del PRD –partido del que AMLO fue candidato presidencial ese año– y ha permeado México de ideas que facilitan la implantación de la 4T y, en particular, que sea común la idea de que el país necesita «descolonizarse».

«Guillermo Bonfil Batalla presenta la historia mexicana como una lucha entre dos civilizaciones».

Y AMLO las maneja perfectamente. Buen ejemplo fue su toma de posesión (1 de diciembre de 2018) donde, tras la ceremonia constitucional –celebrada en el Legislativo–, celebró otra en un Zócalo abarrotado, donde «los pueblos indígenas y afrodescendiente» le entregaron el «bastón de mando». En realidad, un show coreografiado por Jesusa Rodríguez para transmitir que el presidente-tlatoani tiene una doble legitimidad: la del «México imaginario» y la del «profundo». El bastón había sido consagrado en las ruinas del Templo Mayor y el punto culmen del show «llegó cuando una especie de ‘sacerdote’ de blanco y listón rojo en la frente pidió a los 160.000 presentes saludar a los puntos cardinales y alzar los brazos en honor a Ometeotl»  (Ortega Sánchez, 2020, p. 85), y con ello se transmitió otro mensaje, que el “profundo” está por encima del “imaginario”, pues sería inimaginable que la ceremonia hubiera tenido algún ritual católico, religión del casi 80% de los mexicanos. Eso sí, las Fuerzas Armadas profesan el «profundo»: [AMLO, 2022]: En el ámbito latinoamericano, e incluso en el mundial, nuestras Fuerzas Armadas son excepcionales en varios sentidos. Soldados y oficiales vienen de abajo y tienen como origen e identidad el México profundo (SEDENAmx, 2023).

El 7 de septiembre AMLO entregó en un restaurante de Ciudad de México el «bastón de mando» a Sheinbaum, candidata de Morena y entonces probable vencedora de las elecciones presidenciales. Caída la noche, el presidente-tlatoani y Sheinbaum –palo en mano– conversaron brevemente dentro del Templo Mayor. La foto quedó para la historia. La líder de la principal alianza opositora, Xóchitl Gálvez, que convirtió ser «indígena» en su principal reclamo, alegó que el bastón era chueco. Y en poco, consiguió un par. Con tal Morena state of mind –mexicanizando la expresión teorizada por Miguel Ángel Quintana Paz (2021)– parece que la cuarta tiene recorrido. Y que México seguirá transformándose en una grotesca caricatura del país que podría ser –un país líder dentro del mundo hispano e importante en Occidente–. Condenado a añorar un «paraíso perdido» que nunca existió.  

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