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Trump y la reinvención de la ‘pax romana’ en el siglo XXI

Entre sus innumerables virtudes y hazañas, Augusto sacaba pecho como gran pacificador de Roma

Trump y la reinvención de la ‘pax romana’ en el siglo XXI

El presidente de EEUU, Donald Trump.

En una bulliciosa plaza de Ankara (Turquía), el muro exterior de una mezquita esconde uno de los mayores tesoros de la Roma antigua: el testamento completo de Augusto grabado en piedra.

Poco antes de morir, acaso intuyendo ya su final, el princeps –«primer ciudadano»–, vencedor en la guerra civil, dictó un texto en el que se pavoneaba impúdicamente de sus muchos méritos como gobernante. Era él, aseguraba, quien había logrado salvar a una república decadente y derrotar a los enemigos del estado (que no a los suyos), a quienes, por supuesto, eludió mencionar para escamotearles el recuerdo.

Entre sus innumerables virtudes y hazañas, Augusto sacaba pecho como gran pacificador de Roma. Gracias a su habilidosa y decidida intervención, alegaba, se había logrado terminar con la lacra de la guerra. El templo del dios Jano, que debía tener sus puertas abiertas mientras existiera un conflicto militar en marcha, podía ya cerrarse. El salvador de la patria había conseguido también recuperar la seguridad de los mares tras eliminar a los piratas. Todo el Occidente –de Cádiz al Elba, de Hispania a Germania– era, gracias a su intervención, un remanso de paz, y los bárbaros del Norte enviaban embajadas rogando al autócrata romano que les concediese la gracia de su amistad.

Un monumento para la paz

Tan grandes dotes de pacificador no pasaron desapercibidas para el senado, institución solícita que le concedió el honor de un altar a la «paz Augusta» en la zona militar de la ciudad, extramuros.

El Ara Pacis, que es hoy una de las principales atracciones turísticas de Roma, está profusamente decorado con motivos alusivos a la abundancia, el bienestar y la concordia cívica, logros proporcionados por el nuevo régimen político. A lo largo de las paredes del edificio, desfila en mármol lo más granado de la sociedad romana de su tiempo: sacerdotes, magistrados, familiares y colaboradores del princeps. El establishment, en suma, se postraba obsequioso y sumiso ante la personalidad de un hombre al que temía y admiraba a partes iguales.

Imagen de un monumento cuadrado en mármol.
El Ara Pacis de frente. Joel Bellviure/Wikimedia Commons, CC BY-SA

Cualquiera que se aproxime a la propaganda augústea desconociendo la historia romana caerá inmediatamente en las redes de semejante discurso de poder. Este esconde, sin embargo, una cruda realidad. La «amistad» de los pueblos con Roma era en realidad un eufemismo de sometimiento. Y la pax, como el propio Augusto reconocía en su testamento, es hija de la «victoria» de las legiones.

En suma, lo que el princeps llama paz no es sino la obtención por la fuerza de una supremacía internacional. Y se trata de algo piadoso porque supone la recuperación del orden frente al caos, la reinstauración de la armonía divina en la que Roma ejerce el papel de valedor y garante.

Ecos actuales

Numerosos autócratas a lo largo de la Historia han sucumbido también a la tentación de envolverse en la bandera de la paz para blanquear actitudes abusivas y arrogantes en el plano internacional. El propio Napoleón fue presentado por Canova como «Marte desarmado y pacificador» en una célebre escultura, inspirada por cierto (y no casualmente) en un retrato de Augusto. Y en nuestra propia historia contemporánea, las dictaduras han celebrado siempre las efemérides de su génesis como el inicio de una era de paz.

En un reciente discurso, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, alardeaba de haber logrado acabar con ocho guerras en ocho meses. Aspirante al Nobel de la Paz 2025 –que no le dieron–, acaba de recibir un premio así de manos de la FIFA y su presidente, Gianni Infantino. Además, actualmente está involucrado en los acuerdos de paz de la guerra de Ucrania y el conflicto de Israel y Palestina, aunque parece estar haciéndolo del lado del más fuerte.

En realidad, terminar una guerra no es difícil si el papel de mediador degenera en una actitud sistemática de condescendencia con el bando más poderoso. Los romanos ya sabían hacerlo: a medida que el mundo dejaba de ser multipolar, las agendas locales de los pequeños estados mediterráneos importaban poco en el gran tablero que oponía a Roma con los grandes reinos helenísticos. La simplificación de las relaciones internacionales eliminando actores «secundarios» viene de lejos. El ninguneo al papel de la Unión Europea es heredero del desprecio antiguo por las ligas de ciudades griegas, acusadas también ellas de decadencia moral y degeneración de costumbres.

Diplomacia romana de la coacción

Ayer y hoy, la vía diplomática estaba y está presente, y desempeña un papel clave. Pero no se trata de una diplomacia basada en el arbitraje, sino en algo que los teóricos de las relaciones internacionales denominan compellence diplomacy o diplomacia de la coacción. Se trata de la habilidad de los estados para imponer a otros de manera coercitiva una determinada acción o decisión, bajo amenaza de castigo o represalia.

Esas espontáneas embajadas a Roma de los pueblos bárbaros manifestando su deseo de amistad no estaban provocadas por un embrionario movimiento «flower power», sino que respondían a un cálculo estratégico espoleado por la intimidación romana.

Como todo emperador digno de tal nombre –de Septimio Severo y Caracalla a los efímeros mandatarios del Bajo Imperio– el lema numismático de Pacator Orbis, «pacificador del mundo», parece estar hecho a medida del mandatario estadounidense. Pero no puede haber paz duradera si no se basa en la justicia. En el contexto actual, el fin superior tiene que ir más allá del objetivo de lograr otra «pacificación» para el medallero personal. No olvidemos la Historia.

Enrique García Riaza, Catedrático de Historia Antigua, Universitat de les Illes Balears

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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