Los espías que no volvieron a casa por Navidad
De Beirut a Damasco, dos casos reales en los que las agencias de inteligencia tuvieron que abandonar a los suyos

El agente del Mossad Eli Cohen tras haber sido atrapado y ejecutado en acto de servicio. | Wikimedia Commons
Hace 40 años, los familiares de William Francis Buckley soñaban con su liberación y pasar las Navidades en casa con él. Pensarían: estará mal, seguro que no le será fácil superar el trauma de su secuestro, pero poder vivir es mejor que la muerte. Sin embargo, sus sueños no llegaron a materializarse. La historia que traigo hoy representa la parte más cruel del mundo del espionaje. Comparativamente, las trampas de miel —engaños amorosos— o los agentes dobles, pertenecen al lado más suave de esa guerra subterránea. Es Navidad, momento ideal para homenajear a los agentes que lo dieron todo por su país.
Buckley estaba destinado en julio de 1983 en Líbano como jefe de estación de la CIA. Su aterrizaje fue exageradamente complicado. Tres meses antes, un kamikaze musulmán había estrellado un camión cargado de explosivos contra el edificio de la embajada estadounidense, acabando con la vida de 60 personas, entre ellas la totalidad de la delegación de la CIA, que en ese momento estaba reunida en una comida.
Ejercer el espionaje en el Líbano en esa época era algo especialmente expuesto, nada que ver con la imagen del espía como usuario de salones elegantes de clubes privados. El puesto de Buckley era tan arriesgado que sus jefes decidieron montarle una tapadera de lo más descubierta, persiguiendo que pasara lo más desapercibido posible. Le dieron cobertura diplomática, pero nada de la seguridad que siempre habían tenido sus antecesores. Le buscaron un piso en la zona musulmana, alejado de la zona más segura donde se alojaban los diplomáticos occidentales, y no le pusieron escolta ni un coche blindado.
Secuestrado por tres barbudos
Todo perfecto si no hubiera tenido que relacionarse con tantos grupos terroristas y peligrosos que mantenían diversas lealtades. No tardaron mucho en secuestrarle. El 16 de marzo de 1984, salió de su casa en coche, le tendieron una trampa y tres barbudos lo secuestraron. En ese enjambre de todo tipo de grupos que se odian, llevaba encendido el walkie-talkie, sus compañeros se enteraron de lo que estaba pasando, pidieron ayuda a todos los aliados que tenían en la ciudad, pero no consiguieron parar la acción.
La Organización de la Yihad Islámica se había hecho con su principal enemigo. Durante meses le torturaron y grabaron para poder enviar la cinta a la CIA. La crueldad fue máxima, la intención de hacer daño físico y moral no tuvo límite. Había otros muchos secuestrados, pero con Buckley no pareció que intentaran intercambiarle por presos de su grupo, lo único que querían era que sufriera y, con él, sus compañeros del servicio secreto de Estados Unidos.
Ni quiero ni puedo imaginar los meses que pasó. Cada día lo martirizaban y apenas curaban sus heridas para que así sufriera más. Es evidente que terminó contándoles todas y cada una de las operaciones de la CIA en las que había participado y conocía. Seguro que incluso asumió el asesinato de Kennedy.
La CIA intentó su liberación por todos los medios, sin resultado. El Mossad les engañó en un primer momento asegurándoles que estaba en manos de la Organización para la Liberación Palestina (OLP). Cuando descubrieron que era una manipulación ya sabían que Buckley estaba muerto. El 4 de octubre de 1985, los raptores anunciaron falsamente su ejecución alegando un ataque israelí en Túnez. Buckley había muerto meses antes a consecuencia de las torturas. Así también es el espionaje.
El agente que dejó en ridículo a sus enemigos
En el mismo escenario sirio, en la década de los 60, tuvo lugar una de las operaciones de infiltración más exitosa de la historia, aunque con un final cruel. Un agente israelí del Mossad llamado Eli Cohen asumió la personalidad de un emigrante sirio residente en Argentina que regresaba a su país con los bolsillos llenos de dinero. Su estilo de vida frívolo, simpatía y facilidad para gastar dinero le abrieron las puertas de los militares y funcionarios del Gobierno. Se especializaba en montar fiestas que con frecuencia acababan en orgías. A pesar de estar casado en Israel, sus biógrafos aseguran que llegó a tener más de 17 amantes.
Los altos mandos sirios no tardaron en considerarle uno de los suyos, lo que le permitió conseguir información secreta durante un tiempo que rebasó las expectativas de cualquier infiltración exitosa: cuatro años. Pero lo que le hizo aún más importante fue que llegó a estar en las quinielas para ser nombrado viceministro de Defensa.
Una de sus acciones exitosas tuvo lugar en los Altos del Golán, un territorio en conflicto en el que Siria había instalado una base militar de máximo secreto, a la que «Kamel Amin Tsa’abet» (nuestro espía israelí) tuvo acceso gracias a sus distinguidas amistades militares. Con su habitual osadía, el infiltrado les propuso que plantaran eucaliptos para que los israelíes no identificaran la ubicación y, al mismo tiempo, ofrecer sombra a los soldados allí destinados. Una maniobra perfecta: sirvió para que las fuerzas militares hebreas pudieran bombardearles durante la ocupación de la zona en 1967.
Su final fue de una crueldad similar a la de Buckley. Equipos de detección de comunicaciones ilegales soviéticos enviados a Siria pillaron una de sus transmisiones y lo detuvieron. De los interrogatorios que sufrió se conoce poco, pero ya entonces la dictadura siria había acreditado su apasionada relación con la tortura. Después vino el anuncio de la condena a muerte y las presiones mundiales para intentar evitarlo, incluidas las del Papa. No dieron resultado porque la humillación sufrida por los mandos siros fue tremenda y querían expurgar sus vergüenzas.
Colgaron a Eli Cohen en una plaza pública y le dejaron allí durante seis horas. Para más escarnio, aseguraron que nunca devolverían su cuerpo para que descansara en Israel.
