Tarde, otra vez
«Ni Neruda, Lope o Benedetti podrían susurrarme mejor en cada embate de su cadera sobre la mía, que la simple idea de sus ganas de mí»
Algo me delata. El sexto sentido de los viandantes no es fácil de evitar y me cuestionan a cada paso que entrecruzo con ellos. «¿Por qué me miran tanto? ». Cavilo sobre si la carga de remordimiento que arrastro desde que salí de casa recién follada es oliente, audible o visible. El cristal sucio de un local en venta me confirma que no tengo el vestido manchado. Tampoco se me escapa ninguna teta por el escote. No llevo el flequillo desordenado, según el móvil, ni una secreción visible a la que todos pudieran apuntar con sus ojos afilados. Entro en el metro; es hora punta y se incrementa mi incomodidad.
«¡Que le corten la cabeza!». Suena una alarma en mi lóbulo temporal: salí sin bragas. No es que eso me preocupe, es algo habitual en la fluidez de los vestidos de verano; pero la Reina de Corazones señala, con sentencia ineludible, que estoy empezando a gotear.
Un Saúl urgente me ha reclamado justo antes de salir, en el pleno epicentro de mis quehaceres matutinos. Dice que se le erectó el pensamiento al saberme cerca y accesible; y que al pasar por las calles de mi barrio, su brújula le marcó el camino hacia mi coño sureño. «Eres un descarado», oye él, entrecortado por el zumbido que le abre el portal. Algún día le coseré la boca a este deslenguado que me deja floja la risa y afasia en el paladar.
Ha subido, me ha mirado, se ha reído y me ha clavado en la pared con su pupila becqueriana y algo más. Mi cabeza se llenó de preguntas y ninguna versaba sobre la metafísica de la poesía, más bien sobre los orígenes de esta obscenidad. «Estás borrach…», no acabé de decir cuando me cortó empuñando su lengua y retando a la mía. Me insufla su aliento y me habla desde allí; «tengo quince minutos para dejarte mi sabor para siete días». Saúl, en diez palabras que resbalan por mi tráquea, me cierra el hambre literaria y despierta la carnívora. Ni Neruda, Lope o Benedetti podrían susurrarme mejor en cada embate de su cadera sobre la mía, que la simple idea de sus ganas de mí. «Me miré en tus ojos pensando en tu boca», se atrevió a irrumpirme Lorca en un golpe profundo que nos hizo parpadear. Y con ellos, esos mismos ojos suyos anunciaron el final. «No te vayas sin irte», le he dicho. Al final, la ebria, como siempre, soy yo.
Se me ha apretado la agenda matutina igual que acaban de hacerlo contra la pared. Llego tarde, otra vez.
Corro apurada hacia la clínica, sorteando el examen público al que me siento expuesta y temerosa del púbico que vendrá después. Llego tarde, ya lo sé, ya lo he dicho; así es cuando uno llega tarde, lo repite para ver si por compasión la magia del tiempo se detiene a su favor. La angustia es hiperbólica y me repito tanto como necesite calmar: estoy goteando, siento como resbala, resbala, resbala. La gente me mira pero la falda me cubre más allá de las rodillas; no me muevo, cuando salga al andén haré como que me rasco a través del vestido y con eso me podré secar. «Joder, si yo he apretado fuerte antes de salir, ¡por qué ahora esto!». Saúl se corrió alto y profundo, y un empuje de parturienta novata no ha conseguido vaciarme de él; de nada suyo.
Tenemos tenacidad de garrapata, él y yo. Él aporta la firmeza de su carácter y yo tengo ánimo parasitario. Saúl se me ofrece a cucharadas y yo lo voy tragando mansa, sin llegar a agotarlo: me emborracho de él entera y le vomito que se vierta en mí. Un modus operandi peligroso; una adicción digna de nombre y saludo de terapia grupal. Pero, esa es otra historia.
Arrepentida y apurada me siento sobre la camilla desnuda. Llego quince minutos tarde, los mismos que Saúl estuvo alojado en mis entrañas. En este matadero piloso pasamos como vacas que aplauden su propia fortuna. Esas hijas que dicen que somos de las brujas que no pudieron quemar, termina en la puerta de una de estas clínicas, donde el olor a cerdo quemado engalana la estancia desde el primer paso. Y aquí yo, cerda y sucia, preguntándome cómo explicar a la esteticista la desmesurada hinchazón, pronunciada rojez y descarada humedad que cantaba mi zona genital, allí ya lista para dejarse abrasar.
Era sencillo el cometido, solo debía llegar afeitada y sin tomar el sol, nada más. Siento como si no hubiera estudiado para el examen o no hubiera entregado los deberes a tiempo. Yo, que he sido siempre redicha y hacendosa, traigo la tarea destartalada: un coño licuado, expandido y desbordado que será objeto de estudio durante parte de la sesión.
Golpean en la puerta; ya viene. Se abre el telón.