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MI YO SALVAJE

Ven, devórame otra vez

«La noche anterior Saúl avisó con escasos minutos de su presencia. Encontró a última hora un rato para escabullirse y le apeteció buscarla para cenar un poco de Amanda»

Ven, devórame otra vez

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Amanda se despertó más tarde de lo habitual. Había dormido a las mil maravillas después de que Saúl se deshiciera de su abrazo mortecino y la dejara en la cama pálida, lánguida, como un cadáver aún fresco. Se levantó liviana, sin el peso que la acompaña  cada mañana a la ducha para espabilarse, como si parte de su masa ósea se hubiera desvanecido. Tuvo ganas de bailar y se fue al baño dando saltitos al ritmo de una cumbia que recordó al despertar; los ojos aún nublados por el sueño extra. 

La noche anterior Saúl avisó con escasos minutos de su presencia. Encontró a última hora un rato para escabullirse y le apeteció buscarla para cenar un poco de Amanda. Ella corrió al lavabo a olerse las axilas, el aliento y el coño y salpicó el suelo con el agua que apresuró a lanzarse de pie con las bragas bajadas hasta la rodilla. Le recibió con el coño fresco y con un montón de aspavientos que esconden la vergüenza que le da ver a Saúl los primeros minutos. 

Sintió cosquillas Amanda al acordarse de esto y bajo los rayos del sol de mediodía se lavó la cara; la notó suave y lisa como lamida por un caracol. Se sentó a mear y no le salió ni gota aunque las ganas le apretaban la uretra. Le dio gusto. Su clítoris aún se sentía inflamado. Anoche, su coño se había abierto en dos como los lomos de una lubina al horno cocida en su propio jugo. Recuerda el rosa brillante del interior de sus labios mayores y cómo el clítoris asomó erecto como la lengua de una rata haciendo burla. Saúl se había amarrado al coño como si nunca hubiera visto ninguno pero con la destreza de haberse comido muchos. Desencajó la mandíbula para abarcar el grueso y largo del coño de Amanda, uno de esos rollizos que se hinchan en mayúsculas.

Lo absorbió y masticó como un chicle doble de los años ochenta para luego aplastar el ancho de su lengua y ejercitar la musculatura sobre él. Le lamió el culo que se frunció como una almeja que esconde la lengua. Le lamió la hendidura por la que más tarde cabalgaría y jugó mezclando los jugos de su boca con los que secretaba Amanda desde el interior. Siguió así Saúl las horas que se quedó al lado de ella. Le aspiró los ojos, la nariz y la boca. Su carrillos se llenaron con la dureza abotonada de cada pezón, con el revés de su ombligo que se abultaba en cada bramido. El aire que la excitación de Amanda le embutía a puñetazos en los pulmones oxigenaba cada célula de su piel. Elástica, ésta cedía a las mordidas que Saúl le asestó en los muslos, en el cráneo, en los hombros y en las manos.

La melena de Amanda le cubre la espalda y Saúl se la recogió con una vuelta de mano para tirar fuerte de ella hacia arriba y dejarle el cuello libre de ser vampirizado. Más tarde, justo antes de ensartarla con su verga entumecida, la abrazó tan fuerte que sus costillas crujieron y dejó caer todo su peso de oso polar sobre ella. El pecho comprimido de Amanda silbó y un cohete se le clavó en las entrañas dejando un rastro de keroseno en llamas en las paredes lustradas de su vagina.  La polla de Saúl sacudió la cabeza de Amanda contra pared una y otra vez hasta que la propulsión a chorro de litros de lefa fresca le enviaron al otro lado de la habitación.  El semen blanco y espeso de Saúl se le coló a Amanda por la médula espinal hasta el cerebelo. 

Esa mañana Amanda no pudo contemplarse el rostro en el espejo. Por más que se enjuagó los ojos no logró deshacerse de una visión turbia, como si una media tupida le cubriera la cara. Tampoco se encontró la boca cuando quiso beber agua ni la nariz cuando se llevó ambas manos a la cara intentando comprender.  Agachó la cabeza afinando todo lo que pudo lo que le quedaba de vista y se buscó los pezones ausentes.

Se palpó la entrepierna y se topó con un la hendidura cosida; una prolongación del vientre se le había colado de ingle a ingle y por más que buscaran sus dedos no había agujero viscoso por donde colarse.  Una fina capa de piel nueva, brillante como unos zapatos de charol, le cubría el cuerpo entero. Agitada, confusa y mareada volvió a enredarse entre las sábanas pellizcándose una y otra vez, por si de un mal sueño se tratase,  esta malla flexible que la cubría como el capullo que una oruga tejió. Se tumbó y proyectó sobre el techo las imágenes de la noche anterior. 

Literalmente, Saúl la había devorado. Se la había comido entera y el recuerdo comenzó a palpitarle ya no sabe por qué parte de su no cuerpo. Recordó cómo su leche le había licuado el cerebro. Una oleada de orgasmos se expandieron desde la punta de cada una de sus extremidades. Cuando uno comenzaba su camino de salida otro nuevo iniciaba su trayectoria por el cuerpo liso y engomado de Amanda.  Un gruñido se alojaba detrás de su boca cerrada y entonaba, con llanto enmudecido, los versos de una canción : «Devórame otra vez, ven, devórame otra vez. Ven, castígame con tus deseos, más, que el vigor lo guardé para ti. Veeeen, devórame otra vez…»  como la pulpa viscosa de una papaya madura.  

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