El impaciente
«Es entonces cuando se aturulla ante este Saúl, que le resulta casi uno nuevo cada vez revelado»
El impaciente tiene un solo ojo y es profundo e irritable. Cuando grita impertinente y fuerte llega a salivar. Tiene una forma peculiar de entender el tiempo y marca las horas sin Amanda como un badajo roto pende sin vida dentro de la campana de una iglesia en ruinas. Sin embargo, en las horas con Amanda, las campanas repican y anuncian el inicio de la fiesta con un badajo de hierro que golpea al ritmo de las ganas que se tienen entre los dos. Las ruinas abandonan la iglesia que se viste de esta fiesta y rehace sus muros con piedras que se buscan y encuentran creando alianzas firmes que se anhelan duraderas. Ellos dos no se alían, se lían y en cada lío se enredan y de los enredos se anudan y se tensan cada vez que intentan no verse nunca más. De nudo en nudo, así mide el tiempo el impaciente cuando Amanda está o no está al alcance de sus gritos, esos que emite con la cabeza bien alta y mandona llorando caprichoso por ese profundo y un solo ojo irritado.
El impaciente le escribe mientras se acaricia la entrepierna. Al leerlas, sus palabras le resbalan a Amanda por la garganta sembrando historias de las que le abren las nalgas de par en par. A cada grupo de palabras un trago que nutre el germen que Saúl hace tiempo le sembró. A cada frase un riego por goteo que nutre la raíz exacta de su planta. En cada recuerdo florecen unas ganas nuevas de seguir donde se está. El impaciente fácilmente inundaría con chorros de su impaciencia albina el huerto y todos sus alrededores si le apremian pero no lo hace. Se contradice y poda el prefijo de su propio nombre. Yace paciente el impaciente entre los árboles frutales a la espera de que las naranjas se hinchen de sus propios jugos, las moras se emberrenchinen hasta tomar su oscuridad venosa y los duraznos luzcan tersos, listos para hincar el diente en su textura aterciopelada.
Amanda le responde con un coño analfabeto, que es incapaz de balbucear más que bilabiales ante él; los labios, con un despliegue lento de la carne, parece que dijeran ba, ma o pa hasta llegar a decir tan solo una ancha y larga ‘a’ babeante y llorona. Ese coño de Amanda, latiente como la esponja de un altavoz a grandes decibelios, le oye llegar a él, al impaciente, con grandes zancadas de gigante de cuento en momentos inesperados, todos calculados a su medida, posibilidad y antojo; es entonces cuando tiembla. Reverbera el suelo, las columnas de su templo y del valle llega soplado un eco de pisadas pasadas; es entonces cuando se aturulla ante este Saúl, que le resulta casi uno nuevo cada vez revelado.
En este huerto florido en el que el animado badajo de la campana de la iglesia marca cada una de las horas y hasta sus cuartos, el grito sordo del impaciente ausente también se oye. Amanda le lanza versos imaginarios que suenan a cante jondo de la Niña de los peines, Enrique Morente o Camarón. Quejíos armónicos que sobrevuelan la distancia, ésa que hace al impaciente que lo sea. Y él los lee y se pincha con los ay punzantes que inician cada una de sus frases de queja, de demanda, de éxtasis, de gana.
Para acortar el espacio que les separa en el tiempo pretende colarse por las noches en su sueño y formular – mientras se acaricia- deseos, anhelos, ansias y apetencias que caerán como hechizos sobre las alas con las que Saúl pretende siempre escaparse, cada vez más cortas e impacientes, y con las que también se cuela por su ventana. Montan su propia fiesta en la línea fronteriza que les separa y une a la vez. Se sueñan, se ansían, se relamen de ganas del otro, se esperan. Un impaciente guillotinado que espera. Un paciente impaciente que la espera.