THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

El vecino de abajo (primera parte)

«Con el tiempo, la incomodidad se había transformado en tensión electrizante, en magnetismo que los atraía»

El vecino de abajo (primera parte)

Un hombre y una mujer en el ascensor. | Freepik

El sonido del despertador rompió la tranquilidad de la mañana. Amanda se levantó de la cama suspirando un quejido con el que se estiró perezosamente antes de dirigirse a la cocina para zambullirse en el primero de sus cafés del día. Vivir en un sexto piso tenía sus ventajas: las vistas de la ciudad acompañaban su ánimo nostálgico y el sol, por poco que hubiera, se colaba siempre por las ventanas llenando el piso de la calidez que los muebles pasados de moda no le aportaban. En su rutina diaria había algo peculiar que, por lo intrigante, había convertido en juego. 

Cada mañana Amanda se encontraba en el ascensor a la misma persona. La misma con la que coincidía muchas otras veces en las que bajaba arbitrariamente a por el pan o subía después de un par de sus cafés del día compartido con amigas. Coincidencias accidentales que les sacaba a ambos una sonrisa y poca conversación. Él se subía o se bajaba en el quinto y se despedían con un «hasta la próxima» que sabían que tardaría poco en llegar. Saúl, este hombre del quinto, vestía gafas de intelectual y su atuendo le sugería a Amanda que se ocupaba las manos con textos elevados o con materiales de escultor. En cada viaje intentaban mantener una expresión neutral; una en la que la incomodidad que se filtraba a través de sus ojos, que se encontraban y apartaban rápidamente en una danza torpe y silenciosa, pudiera aliviar la tensión palpable entre ellos. Cada segundo parecía hacerse eterno y cada respiración compartida, un recordatorio de cercanía involuntaria.

Con el tiempo, la incomodidad se había transformado en tensión electrizante, en magnetismo que los atraía y los viajes se fueron convirtiendo en juegos silenciosos de miradas furtivas y sonrisas atragantadas. La presencia del otro, sus movimientos, carrasperas y respiración, empezaron a darse desde el reconocimiento mutuo dejando una sensación de deseo insatisfecho cuando el ascensor les vomitaba a cada uno en sus respectivos pisos, como si una bestia mecánica los hubiera engullido. 

Este día en el que el sol se coló a través de las cortinas con un brillo que le resultó a Amanda especialmente intenso, volvieron a coincidir. Volvieron a evitarse deliberadamente los ojos y volvieron a descender hasta el rellano con un silencio denso compartido. Amanda fijó la vista en los números cambiantes del ascensor, en el suelo, en las paredes que guardaban el código secreto de los vecinos más nerviosos, esos que tallan con la punta de las llaves las paredes del elevador. Juntos e inquietos en el ascensor que, como cada mañana, hoy les descendía con su propia serenata: una melodía zumbona y mecánica que acompañaba el abismo que les unía a través de la timidez y la incertidumbre. «Que tengas un buen día», le lanzó Saúl a la espalda, a lo que Amanda contestó apenas girando el rostro: «Tú también, gracias, ¡buen día!»

En la oficina, el día pasó como cualquier otro, entre una danza monótona de papeles y teclados en el que apenas si quedaba espacio para la ensoñación. A las ocho, Amanda no volvería a casa como de costumbre. Hoy Marian cumplía años y habían quedado en un restaurante cerca de casa para cenar. Con el ánimo renovado por las risas e iluminado por el vino, las conversaciones navegaban por un caudal proporcional a sus ganas de divertirse. 

Tenía las mejillas sonrosadas y cálidas cuando Amanda se dio cuenta de que la noche había avanzado más de lo previsto. Con la cabeza algo ligera, se abrazó a sus amigas entre promesas de verse más a menudo y aseveraciones sobre que la vida no va solo de trabajar. «Trabajar para vivir, chicas, que se nossss olvida… Pa-ra-vi-vir. Y no al revés ¡hostia ya!». 

Volvía Amanda a casa por las calles silenciosas de un martes que se perdía. Rozando la madrugada, la brisa nocturna le despejaba la mente y la animaba a reflexionar sobre la tregua que esta cena había sido para su agotadora vida laboral. Al detenerse en una esquina para ajustarse la chaqueta, una idea la golpeó con la fuerza de una revelación: «¿Cuándo fue la última vez que realmente disfruté? », se preguntó y su idea cobró un tono azul y triste y otro amarillo y feroz. Entonces, un verde intenso apareció en los ojos con los que miró el portal de su casa coloreando de este modo su determinación: «quiero divertirme más» . 

Amanda rebuscó en el interior de su bolso, en ese particular microcosmos de caos urbano, entre cables de auriculares que se enredaban como el tráfico en hora punta, avenidas de tickets de compra arrugados y monedas como farolas sin luz. Buscar algo específico en ese mar de pertenencias era como intentar encontrar una dirección exacta en una ciudad bulliciosa y desordenada, toda una odisea.  «Qué tal te fue el día», le adelantó una voz por la derecha introduciendo la llave en la puerta del portal ante la mirada sorprendida y fresca de Amanda. «Bien, de hecho bastante bien y ahora que te veo, sinceramente, mucho mejor».  

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