El vecino de abajo (segunda parte)
«Cada respiración compartida iba aumentando esta tensión que les quitaba el aire haciéndolo denso, irrespirable»
Entraron juntos al portal y Amanda no podía ocultar la sonrisa mientras cruzaba el umbral del edificio. El día había sido largo y agotador, pero todo se esfumó en un instante cuando Saúl le sorprendió en la entrada. Cada paso llevaba el compás acelerado de su corazón y Amanda los disimulaba con una pausa engrandecida. Se sabía animada en exceso por los efectos del alcohol y trataba de mantener la compostura; convencida de que lo conseguía, se extrañó cuando Saúl le preguntó si se encontraba bien. «Demasiado», le contestó queriendo taparse la boca con las dos manos y salir corriendo de allí.
El zumbido lejano del ascensor rompía el silencio del vestíbulo, donde Amanda y Saúl esperaban inmóviles a que la puerta metálica se abriera. La tensión de sus rostros la ensombrecía la luz tenue de la entrada, ocultando el brillo del deseo que ninguno se atrevía a verbalizar. Amanda jugaba nerviosamente con las llaves en la mano, consciente de la proximidad de este vecino de abajo que olía tan rico que le habría saltado al cuello sin pensar. Saúl, con la mirada fija en el ascensor, sentía como cada fibra del tejido de su ropa anhelaba ser arrancado por ella. Tenían la respiración sincronizada en un compás silencioso, lleno de ganas acalladas y alguna que otra expectativa.
Se abrió la puerta con un murmullo mecánico. Entraron. El roce accidental de sus manos al ir a pulsar el botón les dio el chispazo que necesitaban dejándolos por unos segundos sin aliento.
Fue Amanda la que, lanzándole los brazos al cuello, se abalanzó sobre la boca de Saúl para borrársela a besos. Cree Saúl que nació de él el impulso que le hizo inclinarse sobre ella y buscar sus labios. Ambos se encontraron en el mismo anhelo silente. Ambos se introdujeron la lengua para buscar con la saliva propia en la del otro la respuesta a la gran pregunta que les unía. La de que cómo que no habían hecho esto antes, mucho antes, desde el primer segundo en que la presencia del otro les atrajo como imanes; desde que cada palabra no dicha, cada respiración compartida iba aumentando esta tensión que les quitaba el aire haciéndolo denso, irrespirable.
En el primer piso, los besos les habían recorrido parte de la boca y mejillas hasta llegar al cuello. En el segundo, las manos se deslizaron por la espalda y se buscaron la cadera para apreciar las curvas y los huesos que tanto habían observado con sus miradas escapistas. Amanda se recreó en el ancho de la espalda de Saúl mientras él apreciada la suave línea que descendía por el costado de Amanda, esa que en verano iluminaba sus viajes en el ascensor por lo ajustado de sus vestidos; la misma que en invierno se escondía al abrigo de jerséis, hibernando hasta la llegada de un nuevo solsticio cálido. En el tercero, Saúl apretó la curva de los pechos de Amanda. Tersos y pequeños, como melocotones incipientes que acaban de perder la flor, ocupaban las manos de Saúl sin que saliera carne desperdigada por ninguno de los lados. En el cuarto, Amanda le pasó la mano por la entrepierna y su coño se relamió envuelto en nuevos jugos al percibir una erección sin nombre, la de su vecino de abajo, un quién aún por definir, pero que le apuntaba con una vara digna de hacer caer los duraznos que le pendía del árbol de las ganas. En el quinto, Saúl le apretó la vulva como una naranja y el gesto de Amanda le recordó a ese disgusto agradable que ofrece el ácido de la fruta cuando estalla en la boca; esa explosión de frescura que despierta cada rincón del paladar; esa que deja un regusto vivificante que invita a probar más.
En el sexto el ascensor se paró, el timbre anunció su llegada y la puerta les dejó frente a un pasillo que se extendía como un camino secreto. Una senda cargada de posibilidades aún no reveladas. Se miraron y por fin vieron en el otro, cara a cara, una de esas sonrisas ocultas. « Mi nombre es Amanda», le confesó ella como una confidencia sacral. «Lo sé, lo busqué en tu buzón».