Amanda y sus pliegues
«Revelaban una topografía corporal que se creía desveladora de su esencia, de esa ternura que negaba a la mayoría»
La espalda le grita a Amanda que se dé la vuelta. Más aún, que se cubra, que busque un hueco de sombra con el ansia de un cerdo trufero. Nada a la vista. Su piel cruda como la carne de una almendra pedía tregua.
La piel de Amanda era de una blancura translúcida. Bajo el sol se revelaban sutilmente los matices rosa y azul de las venas que se asomaban con timidez donde su piel resulta más fina. Parecía una piel frágil y con esos ojos se la miraba a ella entera. Por más apasionada que pudiera mostrarse, una pureza inmaculada la señalaba continuamente desde los ojos de los demás que tendían a tratarla con dulzura como a una niña tonta. Ella lo contrastaba con una mirada oscura, profunda e intensa, de estas impermeables en las que reflecta la tuya propia y a la que no puedes penetrar.
La presencia de cada curva – las muchas suyas- y de cada pliegue -los tantos otros- sobre la blancura de este lienzo perfecto creaban un juego de luces y sombras que daban ganas de ser tocados; pasar los dedos por cada doblez deletreando su nombre como el que se deleita en los pliegues del manto que cubre las piernas marmóreas de la Venus de Milo. Amanda era una generosa obra de arte.
Cada curva y cada pliegue emergían dándole su forma, la de ella; revelaban una topografía corporal que se creía desveladora de su esencia, de esa ternura que negaba a la mayoría; ésa que sólo le había salido con unos cuántos otros; o con menos, con alguno; o quizás, solo con uno de esos otros. Sí, su topografía corporal revelaba eso, curvas y pliegues cargados de una ternura reservada. Amanda, la que ama, la que el cuerpo invita a ser amado en su sinuosidad, lo hace con reservas en la penumbra de un rincón vedado, vallado, alambrado, electrificado.
Si pudiérais tocarla, podríais sentir la suavidad de un pétalo de rosa, algo tan ñoño que le jodía y por eso se agujereó y decoró algunas partes del cuerpo de más. Era una piel que evocaba imágenes de cuentos antiguos, de princesas y musas, de historias susurradas al oído mientras una manta de terciopelo te acaricia los pies. Todo tan ñoño que le jodía y por eso se tatuaba, rehuyendo de esta dulzura con discursos cargados de la agudeza e ingenio de una mujer inteligente. Al conversar con Amanda, sus palabras fluían como un río de conocimiento, desviando la atención de su ternura innata hacia lo brillante de su mente. Perspicacia como escudo, una barrera sutil que mantiene a raya a aquellos que se atrevían a acercarse demasiado. Labios sabios e irónicos, un muro invisible para los menos intrépidos.
Amanda se gira lentamente, sintiendo cada rincón de su cuerpo despertar, entumecida por el colapso bajo el sol que la dejó rígida y pesada sobre la arena. Apenas respondía a sus deseos de moverse, a los gritos de su piel, esa que en sus dobleces guardaban la memoria de tactos y suspiros compartidos. Tenía que levantarse e ir hacia el agua. Levantarse o reptar, lo que fuera, pero en dirección al mar. Algo mareada, desnuda e hirviente se sumergió en las olas que rompían en la orilla y gimió de puro alivio. Comenzó a chapotear y un poco después a nadar. El agua acarició esa piel suya inalterada por el tiempo a pesar de su edad, con una intimidad que solo a la naturaleza le apetecía ofrecer. Al mar y a Saúl. El océano la abrazaba envolviéndola como un caramelo en su papel. El océano y Saúl. Los pliegues de su abdomen y caderas se expandían y contraían en su voluptuosidad con el vaivén de las olas. Le traían recuerdos de Saúl. Sumergida en un diálogo silencioso entre la piel y el mar, aplaudía a la vida con esta danza líquida desde la que se sentía renacer, al menos por estos minutos. Cada surco se le llenaba de espuma y de sal; cada pliegue en un recuerdo de su humanidad, su mortalidad, sus ganas de vivir, sus angustias, alegrías y destrezas. La piel, alterada por el frescor, carcajeaba como una loca. Amanda se sentía parte de algo mayor en su pequeñez; los «efectos del horizonte» lo llamaba, algo así como una unión entre su vida y la del mundo que a veces le resultaba tan ajeno. Tan ajeno y extraño como Saúl. Estas tantas curvas y estos tantos pliegues, tan íntimamente explorados por el agua marina y por Saúl, eran testigo de su ser y estar. Flotando en este abrazo oceánico con el cuerpo como mapa, cada una de estas líneas contaba la historia de su quién, uno en el que sus ojos impermeables se desnudaban y abrían como pozos a la presencia y ausencia de Saúl. Se impulsó hacia el fondo y el culo se le vio desde fuera como el lomo de un delfín. Cogió un puñado de arena e intentó retener la mayor cantidad posible apretando fuerte la mano. Lo metería en un bote sencillo. Ya había encontrado qué llevarle la semana que viene a Saúl. Un puñado de su quien: piedra molina del fondo marino, una ella molida, entregada, afectada, abierta, accesible, completamente enamorada.