Memorias de unos zapatos de barrio
A veces parecía dormida y los niños que se reían al mirarla no apreciaban que estaba escuchando el sonido de sus pensamientos
Amanda sabía más de la gente que la gente de ella. Paseaba entre comidas. Tampoco es que comiera muy a menudo; digamos que casi siempre estaba paseando. Caminaba con la mirada fija en un punto indefinido, inmersa en el diálogo silencioso de sus ideas. Deambulaba al compás de la acera, dejando que el trazado de las losas marcara cada giro, como si el camino decidiera por ella.
Para rodear el conjunto de torres donde vivía tardaba su buen rato. Era una de esas construcciones de edificios sobrehabitados y sobrevalorados, que tienen una plaza central, un patio de juegos y arriates para los perros de los vecinos. Al llegar a esa plaza, que distribuía como una colmena la hilera de edificios, dejaba de seguir los pasos marcados por la acera: allí podía moverse libremente, andar por donde quisiera en cualquier sentido y dirección. Allí podía caminar con la cabeza gacha, sin necesidad de girarla, sin preocuparse por ser atropellada ni cuestionar hasta qué punto el suelo que pisaba le pertenecía. Allí no tenía obligación de levantar la mirada así que se permitía dejarla descansar y simplemente estar.
En sus mañanas y largas tardes de paseos y sentadas, Amanda observaba con la cabeza gacha. Mientras sus pasos la llevaban por la plaza, los ojos se le posaban en el suelo, en los detalles de las losas y en las sombras que se dibujaban bajo sus pies. A veces, no contestaba a los saludos. No por un afán de desprecio ni por falta de cortesía sino porque su mente andaba ocupada en otros paisajes, a solas, consigo. No es que no viera a la gente o ignorara el tono amable con que se le dirigían, es solo que su mente solía arrastrarla hacia dentro, hacia los hilos de la historia de un mundo propio donde el sonido externo se volvía un murmullo lejano. A veces parecía dormida y los niños que se reían al mirarla no apreciaban que no dormía sino que estaba escuchando el sonido de sus pensamientos.
Amanda sabía mucho de pies; tamaños, colores, andares… Conocía la diferencia entre los pasos firmes y los titubeantes. Podía identificar la elegancia de un zapato bien cuidado frente a la suela desgastada de unos deportivos. Era capaz de adivinar las historias que llevaban consigo, las rutinas diarias y las emociones ocultas detrás de cada par. Algunos pies eran rápidos y reflejaban para Amanda una urgencia interna que carecía de sentido a su parecer. Otros, los menos, avanzaban con calma, como si el tiempo fuera, entre unos y otros, algo diferente. Se fijaba en los pequeños detalles: la forma en que un pie se apoyaba con delicadeza o la forma en que un tobillo se torcía con un leve desliz. Cada pisada se convertía en un relato mudo, una narrativa que entretenía a cada rato sus horas bajo la nubes o el sol. Y así, fijando la vista en el suelo, practicaba su habilidad:
ç“ Talla 36. Color rojo. Tacón medio. Con dibujos calados que parecen olas. Tienen una puntera de esas que se van estrechando cada vez más hasta convertirse en un arma considerable. Eran unos zapatos de moda de barrio. Los había visto ya otras veces. Por las mañanas cruzaban el patio disparados y reaparecían ya bien caída la tarde con la inercia y el peso del que vuelve a casa. Amanda sabía a través de aquellos pies que su dueña tenía el pelo rubio con una raíz oscura proporcional a cuatro meses sin cita en la peluquería. Hacía cuatro meses que había pasado la feria, aquella en la que fueron vestidos por primera vez. Aquella noche en la que los niños se quedaron con su tía y ella, su dueña, salió a la hora que solía llegar, tan decidida y enérgica como nunca. Aquella en la que se tomó un ron con Coca-Cola y en la que la comida estaba tan buena porque eran otros los que la servían. La misma noche de feria en la que bailó la primera sevillana con vergüenza y la cuarta de rodillas; en la que se moría algo en el alma; en la que hubo besos de quinceañera, manos conocidas en el trasero y un puñado de miradas en el escote. Aquella en la que la nombraron reina por guapa y graciosa y en la que un puñado de historias y miradas olvidadas que olían a Fino la llevaron en brazos a la misma cama de siempre.»