Correos 2084 (III)
Se encendieron las pantallas y se apretó la sien para establecer conexión. Esta vez saldría de allí rápido
A regañadientes, como solía hacer con todo lo que se le instigaba hacer desde la institución, Saúl se desvistió para cubrirse después con las lindezas de la seda. Ya sabía lo que se esperaba de él: un andar pausado hasta la siguiente habitación, una respiración profunda que le inflara el cuerpo como la vela de un barco que, receptiva al viento, le obedece en intensidad y dirección, tumbarse desnudo una vez hubiera alcanzado la camilla y elegir, de entre las numerosas opciones de imágenes recreativas que se proyectarían en las pantallas que rodeaban el habitáculo, alguna que le ayudara a olvidarse de la realidad y le acompañaran hasta el orgasmo.
Tentado por el sabotaje, intentaba en cada una de las asistencias obligatorias – a las que era exhortado cuando se excedía en sus faltas – complicar la tarea de los administradores de afecto. Para ello, Saúl solía elegir imágenes con las que predecía que podría incomodar sobre manera a estos esclavos del masaje entregados, u obligados como él, a la causa. Sin embargo, en un mundo que ha renunciado al amor; la imaginación se erige como uno de los pilares que sostiene la ausencia de todo lo que no sea uno mismo. En un mundo que se hace llamar libre por haber logrado coser la grieta por donde nos vertemos al otro; en el que la impuesta autarquía emocional lanza a todos herméticos hacia un equilibrio interior gobernado por el confort que ofrece el ensimismamiento del individualismo extremo; allí, la libertad sobre lo ideado era absoluta y cualquier collage podía exhibirse públicamente sin temor o decoro. Aprovechaba esto Saúl para esforzarse en llenar las pantallas de algunos de los horrores humanos más espeluznantes. Quería que le dejaran en paz, que le dieran por un caso perdido, que dejaran de provocarle el deseo de saber algo más de estos otros que le acariciaban con mimo para llevarle a orgasmar como a un caballo semental. Las sesiones con Saúl se prolongaban mucho más del tiempo estimado para cada una de ellas. Al no deleitarse, al contradecir el camino de su excitación, Saúl se pasaba el rato buscando nuevas imágenes con las que atormentar a los que consideraba sus adversarios. A la vez, observaba cualquier posible cambio, cualquier reacción detectable en los dedos que le auscultaban cada recoveco del cuerpo: un temblor en la muñeca, un perder el hilo del guión, una parálisis del movimiento que no encaja, un apriete más violento o una señal de asco evidente y clara. Rastreaba como un sabueso lo que fuera que le dijera que había alguien allí. Olfateaba en la búsqueda de cualquier tipo de conmoción que le llevara a percibir al quién; a los portadores directos de esas manos de rostro velado; a cualquier indicio de interioridad desconocida, la que fuera, menos la suya propia.
El entrenamiento de los administradores de afecto era tal que ningún elemento poco usual, exagerado en sus formas o extremo en su contenido pudiera alterarles. Los indicios de sabotaje era detectados y no alteraban su buen hacer: se disipaban en la cuerda del que gana la batalla desde el silencio. Pronto se cansaba Saúl de sus triquiñuelas y se rendía a los haceres de esas manos sin nombre que le manoseaban el pene con la precisión exacta hasta hacer que se corriera. Así que esta vez ni lo intentó. La bata cayó al suelo. Se tumbó desnudo en la camilla acolchada y cálida. Se encendieron las pantallas y se apretó la sien para establecer conexión. Esta vez saldría de allí rápido. Abrió los ojos y leyó, como tantas otras veces, la frase con la que se iniciaba la sesión: «El afecto es una necesidad, no un deseo. Gracias por preservar la estabilidad y contribuir a la armonía colectiva. A continuación puede realizar su proyección. Correos. Sentid. Evolucionad – NAS»
Continuará