THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

Espera, no he terminado de mirarte

«Le dio tiempo a sellarle la boca con un beso sin perderle de vista la pupila»

Espera, no he terminado de mirarte

Hombre y mujer besandose. | Freepik

Le tenía justo delante de su nariz, unos centímetros más allá. No por ello la mirada de Amanda reposaba directa en la de él. Había que no olvidarse de la hora que era, esa que dispara los minutos más rápidos cuando estás a gusto. Estaba a punto de salir de la casa de Saúl, ya con cierta prisa, cuando él la cogió de la muñeca y le posó la espalda contra la pared. « Espera » – le soltó a la vez que la giraba con un pequeño tirón. Le cogió la nuca con una mano y con la otra le apretó el coño por encima del vestido como si agarrara el asa de un cajón. Se quedaron rostro a rostro, inmóviles. Se espesó el aire entre sus bocas. Podríamos observarlos desde distintos ángulos de la habitación y ofrecerían, de tamaños diferentes, la misma imagen quieta: un frente a frente de aliento condensado; una nube de espiración y palabras no dichas que flotaba entre sus caras con un vaivén casi imperceptible, como si la nube de vapor se deshiciera y reconstruyera a sí misma en un movimiento constante.  El mismo tiempo parecía haber decidido detenerse para observarlos. Los ojos de Amanda habían mirado al techo al sentir la presión de los dedos de él sobre la nuca y el coño. También se entrecerraron, miraron a derecha e izquierda y escrutaban la cara de Saúl dando saltos entre la comisura de sus labios, el espesor de sus cejas, las aletas de la nariz, el punto más saliente de su mandíbula. Le intentaba leer como el que intenta descifrar un idioma olvidado.

Sus ojos se encontraron, primero como un roce, después como un anclaje que los mantenía suspendidos en una tensión irresoluble. Amanda exploraba los ojos de Saúl. No buscaba respuestas, más bien la certeza de que ambos se encontraban allí, en ese instante. A ratos, la curiosidad le escudriñaba las pestañas. Se habría parado a contarlas, o a intentar dibujarlas para reproducir la caída que estas aportaban a la mirada de Saúl. A ratos, examinaba el iris y todas sus líneas de colores no perceptibles de un primer vistazo. Sus ojos eran marrón oscuro pero el abismo de los pliegues elásticos que le parecía la mucosa rizada de sus iris derrochaban matices amarillos y azules, como la bandera de su ciudad. De repente, se percató de que ante los ojos de él, ella también era explorada y le dio tanta vergüenza que casi saca a pasear su verbo afilado y vivaz con el que solía evitar, a través de la risa, sus propias profundidades. Saúl vio cómo se sonrojaba y tomaba aliento para ponerse a hablar.

Le dio tiempo a sellarle la boca con un beso sin perderle de vista la pupila. Sabía mantenerse firme él, sosteniendo la conexión sin parpadear como si temiera perderse algo esencial. Apretó un poco más la mano ajustando el agarre que le anclaba al coño de Amanda. Le pareció sostener una taza que podría romperse bajo su presión. Sintió cómo la cerámica tibia cedía ante el empuje y aumentó la fuerza como quien teme romper y necesita sostener. Ella abrió los labios para que la lengua de Saúl se le deslizara dentro como un pez curioso. Allí, dentro de su boca se encontraron en el tacto húmedo de una lengua con la otra; bailaron suavemente; se entrelazaron; se adaptaron curvándose y respondiendo a la presión y el ritmo del otro; se deslizaron con delicadeza y urgencia; se saciaban la sed con la calidez de sus salivas. A lo largo de todo el beso no dejaron de mirarse. Saúl quería penetrarle la pupila mucho más que cualquier otra parte del cuerpo. Aseguraba que había algo en ella que solo sus ojos podían decirle. Le apretó el coño un poco más. Amanda afinó de nuevo la mirada sobre él y abriendo un poco los párpados, le lanzó un mensaje. 

Despojados de las palabras, la mirada trazaba puentes invisibles. 

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