Acelera, acelera
«Amanda retuerce sus dedos, se muerde el labio y reza para que no se olvide de mirarle los frenos»

Mecánico arreglando una moto. | Freepik
«¿Y eso para qué sirve?». Las preguntas se le deslizaban de los labios con la despreocupación de quien pregunta por disimular. Su verdadero interés estaba en las manos ennegrecidas por el aceite, fuertes y ágiles, que trabajaban con precisión. Las respuestas que le daba, en cambio, pasaban fugaces por sus oídos, como si su voz no tuviera la densidad suficiente para permanecer dentro de ella. Le importaba poco lo que tuviera que decirle. Tampoco lo pretendía entender.
Él le respondía desganado; al saber que no le están siguiendo el hilo, no se iba a esmerar demasiado en hacerse oír, pero seguía contestando a todas y cada unas de las estupideces que le robaban un tiempo de trabajo mal pagado. Quizás no podía ignorar la forma en que sus labios se curvaban al pronunciar cada interrogante o cómo le brillaban los ojos a Amanda cuando fingía interés. Tal vez era por pura educación. También es probable que fuera porque estaba demasiado buena como para no hacerlo.
Saúl es su nombre, el nombre de su mecánico, el hombre al que termina viendo más de lo que debería por cortesía de su vieja moto. Es un cacharro de dos ruedas que ha visto mejores días y que Amanda se resiste a cambiarlo. Cree que por nostalgia. También cree que porque las visitas al taller tienen su propio encanto.
Amanda se come a Saúl con la mirada. En su círculo metropolitano, donde los hombres que trabajan con las manos parecen una especie en extinción, él destaca como un imán. Siempre en el taller, rodeado de herramientas y ofuscado solo por problemas mecánicos y eléctricos que requieren de su habilidad con los índices, pulgares, anulares… Es el tipo de hombre que Amanda no sabía cuánto necesitaba hasta que su moto empezó a quejarse con fallos de arranque y lucecitas por todos lados. Para ella, un mecánico ocupa en su lista de indispensables, un lugar privilegiado. Si encima tiene el ancho de hombros, la fuerza del cuello, el tono moreno de la piel de este Saúl y el vientre abultado y duro que le da realismo y consistencia, ¿qué importa que la moto le haga clic-clac o que las visitas al taller sean tan frecuentes como sus ganas de verle? Cuando le preguntas a Amanda, ella no lo niega y confiesa que hay algo en el ruido del motor en su presencia que despierta en ella esa parte aventurera que, como su moto destartalada y vieja, pide atención: justo la que él sabe dar.
Así que , mientras él está allí y le ajusta la suspensión, cambia el aceite y revisa la bujía, Amanda retuerce sus dedos, se muerde el labio y reza para que no se olvide de mirarle los frenos. Si no, se verá obligada a saltarse en este preciso momento más de una señal y perder el control en la siguiente curva.
Yo creo que este Saúl debe tenerle ganas. Ver a Amanda revolotear alrededor suya, preguntando a diestro y siniestro mientras intenta trabajar merece más de una llamada al orden que no llega. Quizás no podía ignorar la forma en que su culo se doblaba ante él al alargarse señalando alguna pieza objeto de su pregunta o cómo se le sonrojaba la cara a Amanda cuando la miraba con cierto desprecio pero le contestaba a la vez. Tal vez era por pura educación. También es probable que simplemente fuera porque está demasiado buena como para hacerlo y los pantalones vaqueros se le metían en la entrepierna marcando una m de mecánico que le dejaba absorto y babeante hasta la siguiente paja.