Fuera de lugar: la revelación
«¿Será que el gusto puede ser más potente y más real cuando no se busca demostrarlo?»

Un hombre besando a su pareja. | Pexels
Volvieron a perderse entre los pasillos. Se cruzaron con parejas que reían con soltura, que aparecían como cuerpos semidesnudos deslizándose con la naturalidad de quien lleva toda la vida en ese ambiente. Un hombre pasó junto a ellos. Una toalla floja en la cintura le dejaba visible el torso velludo que oscilaba entre sesiones de gimnasio ocasional y los estragos de las fiestas navideñas. Les dedicó una sonrisa ambigua antes de desvanecerse en otra sala. «¿Y si nos vamos ya?» – murmuró Amanda. «Mujer, ya que estamos… veamos qué más hay, ¿no?». No estaba del todo convencido pero su voz sonó más firme de lo que sentía. Amanda lo tomó de la mano y la apretó. Él le devolvió el apretón y este contacto les aseguraron los siguientes pasos.
Deambularon hasta que dieron con una habitación no muy espaciosa y poco iluminada, en la que un puñado de figuras se alineaban contra la pared del fondo. Inmóviles y en silencio, observaban a través de unos huecos que perforaban la pared y hacían visible la sala contigua. Las figuras permanecían tan rígidas como una fila de velas apagadas, como una sendero de penitentes entregados a una devoción muda. La luz de la otra habitación les iluminaba el rostro como el resplandor de un televisor alumbra los rostros absortos de quienes lo miran. Se acercaron y las figuras en penumbra les hicieron hueco. Por primera vez, Amanda y Saúl vieron – no en una pantalla ni en una escena ensayada, sino allí, en vivo, justo delante de ellos – el deseo desplegarse entre dos cuerpos. Una pareja se enredaba sin pudor al otro lado de la rejilla, ajenos a los ojos callados que los devoraban.
Amanda sintió calor, casi como si le reptara de abajo a arriba por la piel. No supo distinguir entre el pudor, el nerviosismo o la excitación. Saúl, a su lado, respiraba más lento que ella. «¿Nos vamos?» – volvió a sugerir Amanda; y la pregunta quedó en el aire. Ninguno de los dos dio un solo paso. Ninguno quiso apartar la mirada.
Amanda buscó en la escena los gestos en los que estaba acostumbrada a reconocer el placer. Buscó el éxtasis constante en el rostro de ella, gemidos incesantes y de diversa índole y algún extra de espasmos y sacudidas en el torso o las caderas; pero en esta mujer, todo era más sutil, más íntimo y opaco. No sabía interpretar el gusto de ella y se percató de que no conocía su forma de expresarlo. La duda de lo gustoso que pudiera estar siendo aquello para esa chica le pesó un instante.
Sin embargo, un estremecimiento apenas perceptible que le hizo temblar las piernas, que le hizo ondear la piel poco firme de sus muslos, que le hizo abrir la boca y los ojos como un besugo asfixiado fuera del agua, despejó la incertidumbre de Amanda. «Se ha corrido, Saúl» – le dijo sin apartar la mirada, y le dieron ganas de imitarla. No desde un golpe de excitación inmediata, sino más bien como una revelación: justo allí, en el lugar donde más esperaba la representación peliculera, donde todo parecía estar diseñado para el espectáculo, se encontraba una escena que le desarmó el guión. No descubrió en ellos artificios ni coreografías ensayadas, sólo dos que se movían con la cadencia propia de lo que les iba gustando y que podían resultar tremendamente aburridos para el espectador pornográfico, pero altamente excitantes para los que tenían curiosidad por meterse en la casa de los demás a observarles follar. «¿Será que el gusto puede ser más potente y más real cuando no se busca demostrarlo?», se preguntó Amanda mientras le agarró la mano a Saúl y se la acercó a la vulva. Seguían sin mirarse, la escena continuaba y no pensaban abandonar la butaca cedida. Saúl se colocó detrás de ella, le levantó la falda y la acarició por encima de las bragas. Estaban mojadas y esto le dió una punzada en el glande. La cabeza de Amanda le llegaba a la barbilla, le olió el pelo sin pestañear. Amanda se sonrió para adentro y pensó «A ver, voy a probar». (Continuará… )