THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

Con el tallo entre las piernas

«La naturaleza es sabia, dicen, y en su capricho trazó en la botánica los mismos anhelos que recorren la carne»

Con el tallo entre las piernas

Mujer mirando sus plantas. | Freepik

El tallo surgía de entre las hojas carnosas del aloe como una bandera que se yergue tras la batalla; recta y orgullosa, se tardan algunos segundos en desviar la vista desde la raíz hasta la punta, y en el trayecto, una melodía victoriosa podría estar sonando. Emerge de entre capas de hojas gruesas y jugosas que le van dejando paso con la suavidad que una vulva se abre y expone su textura brillante cuando despierta bajo la yema de unos dedos anhelados. El pulso de la vida nace en la base de toda esa piel verde y un día inesperado, lo vi surgir de entre las piernas de mi planta como la polla de Saúl me surgía desde las mías propias en un momento anterior.

El cuerpo firme y constante del tallo apuntaba al cielo con determinación, un impulso ancestral que no requería permiso. La savia espesa recorre su interior. No sé si con el sigilo de un deseo contenido, aguarda el momento exacto para estallar desde la flor, que al abrirse, rompe su encierro y se entrega al aire con un golpe de color; tal y como lo hace Saúl.

La naturaleza es sabia, dicen, y en su capricho trazó en la botánica los mismos anhelos que recorren la carne. Así, la planta que parecía dormida durante meses de pronto se alzaba en su máxima expresión, como si me hubiera enviado desde el balcón un grito de existencia. La lujuria del tallo tieso y largo, terriblemente más largo cada día, buscaba no sé qué suerte de final. Yo, apenas lo miraba, veía a Saúl en él. Lo veía como cuando se le vuelve la polla insistente y encuentra la grieta por donde colar su firmeza. Riego la planta. El agua que le vierto y que resbala por sus hojas parecen acariciar el tallo con la misma avidez que Saúl me busca las humedades. Me da vergüenza regarla, como si cada gota de agua fuera una incitación a su erección constante. Como si mis cuidados la excitaran tanto que me saludaba con esta polla inesperada una y otra vez desde el balcón. Un tallo insistente, exactamente igual a como cuando se le vuelve la polla insistente a Saúl y me la cuela.

El tallo erguido desafía el viento, aún potente en primavera. Las manos de Saúl me sujetan la cadera para llevarme a él. Ambos, polla y tallo, poseen el trayecto que va de la base al cielo y en éste, a mí. Me desafían a mí, ambos, a mi observación constante, como si supieran que los deseo en secreto con cierta repulsión. Con su firmeza viril, el tallo emerge de la tierra como un emblema de algo oculto y, al compartirse con los sentidos, dispara mi pudor. La tensión de su crecimiento es la que Saúl acumula cuando nos vemos; una calma disfrazada de paciencia que al final explota.

Un día la flor brotó y sus pétalos parecían guardar el tesoro de un polvo incandescente que pronto fue vomitando. Los insectos acudieron, hechizados como Ulises. Había en el aire una promesa de dulzura lasciva que solo quienes conocen el pulso de la tierra, de la savia, la lefa o la sangre en las venas, lo puede saborear. Yo los observaba desde la ventana absorta en la sincronía de su danza. Los bichos se aferraban a la flor, llevándola con ellos a su propio caos orgánico y me pregunto si en mis encuentros con Saúl, esa lucha por el control no se daba de igual modo. Un impulso ciego que nos atrapa entre manotazos, penetraciones y chupadas que satisface y termina hasta la siguiente ocasión.

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