Sintaxis aplicada: el arte de comerse un verbo
«Labios, lengua y deseo al orden del decir sin palabras ‘te quiero’»

Una pareja acostada en la cama. | Freepik
Tenía la cabeza apoyada en la cintura de Saúl, como si fuera una almohada. Reposaba la cabeza sin buscar el descanso. Lo miraba desde ahí, estudiosa del efecto que él provocaba en ella. Miraba fijamente la franja de piel que va de las costillas bajas al comienzo del pubis. Le parecía hipnótica; la línea del cuerpo que se afina y marca el borde donde empieza el descenso. Entre el ombligo y la cadera, se le ofrecía una geografía de Saúl que la hechizaba.
No lo tocaba todavía, solo le miraba. Le contaba los lunares con la vista. Seguía el dibujo del vello que se le espesaba cuanto más abajo. Volvía a la cuenta de sus lunares, diferenciándolos por color, como si trazara las coordenadas de un mapa del tesoro. Se fijaba en las texturas, en cómo la piel cambiaba de tono cuando se acercaba al centro. Le gustaba cómo la cintura se hundía ligeramente, cómo marcaba los huesos de la cadera, cómo todo parecía llevarla hacia la pelvis con llamativas señas en el camino, como los pasillos de un Ikea.
Le olió la piel. Tenía ese olor en el que se mezcla el sudor reciente, el calor de la cama y un leve resto de jabón. No era perfume. Era carne. Un olor vivo, limpio y usado al mismo tiempo, como una sábana que estuvo demasiado tiempo al sol. Y eso le encendía algo en la garganta. Le pasó la nariz por la piel, la dejó quieta ahí un segundo, sintiendo cómo las ganas de que le apretaran las tetas aparecieron al contacto.
La cintura de Saúl era el sujeto y la bajada firme hacia la pelvis, el predicado. El verbo, latente, esperaba ser dicho con la boca.
Le vio aparecer la erección como un pulso que se endurecía a cada golpe de sangre. Se levantaba firme bajo el vientre. No fue hacia ella todavía. La miró con hambre lenta, con un goce anticipado. Le fascinaba cómo el glande, tenso y enrojecido, le comenzaba a asomar. Contrastaba con la piel más clara del bajo vientre. Esa textura satinada le anunciaba su sabor. Siguió explorándole la cintura con la boca, con la lengua, con los dientes, hacia donde el vello fino se empezaba a oscurecer. Le dejó marcas y humedades.
El pene tomó más forma. Frente a ella, comenzaba a erguirse con más fuerza. Brillaba. Lo agarró con una mano. Se lo midió. Lo apretó. Le gustaba cómo ocupaba el hueco de su palma, cómo pesaba y latía. Lo sostuvo un momento sin hacer nada más, sólo mirando cómo reaccionaba Saúl, cómo respiraba más hondo, cómo se le contraía el abdomen. Rozó la curva del glande con las yemas como si tocara la llama de una vela. Sonrió para sí porque esa polla era suya. Suya de para ella.
Entonces se la metió en la boca. Directa. Sin rodeos. Sin urgencia. Primero la envolvió con los labios; después, con la lengua, que le rodeó el glande como si dibujara una espiral. Luego la engulló milímetro a centímetro, dejando que se le acomodara la garganta cuando su nariz rozó el vello púbico de Saúl.
Le agarró de las caderas para mantener el control. Las sostenía firmes bajo sus palmas. Ahora a la cintura se le escapaba un vaivén y a Saúl, un gemido ronco. Amanda le sintió temblar. Le gustaba hacerlo suyo con cada desliz profundo de su boca. Era una conquista del paisaje, que en la acción, se había vuelto camino. Y de tanto caminarlo, Amanda perdió la ternura. Entonces quiso oírlo gemir más, hacerle perder el control. Se la tragó con insistencia, con ritmo, con hambre. La saliva le corría por la comisura de los labios y goteaba sobre el vello salvaje de Saúl. Sacaba su polla casi entera y volvía a tragársela después, una y otra vez, sin perder el tiempo en adornos ni cursilerías.
La cintura se volvió punto de apoyo. Se aferraba a ella con las manos mientras su cabeza subía y bajaba, como una bandera que atiende a dos órdenes contradictorias. Saúl se arqueaba. Le temblaban las piernas. Y cuando Amanda entre sus labios sintió crecer un punto más el grosor, no se apartó. Siguió encajada, llenándose los carrillos con el premio de tanto empeño.
Comerse el verbo no era solo acción, era la sintaxis en movimiento: labios, lengua y deseo al orden del decir sin palabras «te quiero».