Lengua y asfalto, un camino para lamer
«La tensión sobre lo posible o esperado puede arder más que un gesto vulgar»

Mujer mirando por la ventana. | Freepik
Se dio prisa por arrancar el papel del helado justo cuando el autobús se puso en marcha. Se acomodó en el asiento junto a la ventana y dio gracias a que, durante las próximas cuatro horas, iría sola en la fila de asientos que le tocó. Piensa que son regalos del karma; hace un rato, le compró un bocadillo a un chaval que pedía en la estación. Seguro que es por eso, se dice, sabiendo que no, pero disfrutando igual de la coincidencia. Había comprado también dos helados, uno para él, pero antes de que el chico empezara a contarle su historia, tuvo que salir corriendo: se le iba el bus.
Ahora, recostada en el asiento con la frente apoyada en el cristal, observaba a aquellos que se decían adiós. Metió la lengua en la punta del helado, como quien empieza a picar palomitas justo cuando apagan las luces del cine. Cuatro horas para hacer de la espera algo más que tiempo: un juego donde las miradas son el premio y, el helado, su carta más alta. Fuera, los coches van y vienen; durante un rato, no viajará sola del todo, o al menos, menos invisible.
Con la lengua, lame despacio el helado. Está algo derretido y le gotea un poco por los dedos. Mira por la ventana y descubre un coche que adelanta al autobús. El copiloto cruza la mirada con ella. Amanda deja que un hilo de helado caiga por la comisura de sus labios, luego lo chupa despacio. Siente el pulso del juego en el aire. El coche desacelera y se vuelven a mirar. La carretera se abre en dos. Amanda lo ve irse por una vía secundaria, tragado por una curva y por unos árboles después. Se ríe sola. No sabe si ha ganado o perdido la jugada, pero el disfrute le sabe a vainilla y a las cosquillas de cuando se lanza el dado y se deja rodar.
Un camión se acerca desde atrás. Amanda se inclina hacia el cristal y se abre un poco la chaqueta, dejando entrever la curva de su pecho. Mueve la mano que sujeta el helado lenta y provocativa. Tan de lejos, genera duda; dan ganas de detenerse. En el retrovisor, ve que el conductor le devuelve la mirada con el ceño fruncido y un brillo entre el cansancio y la sorpresa. Amanda no desvía la mirada. Mantiene la sonrisa en la comisura del labio manchado mientras el camión se empareja con el autobús. Desde su altura, el conductor intenta mantenerle la mirada, pero Amanda la corta a propósito, como si recogiera las fichas del tablero tras ganar la ronda. Le lanza una chupada lenta al helado. El conductor no cambia el gesto. Tiene las dos manos en el volante. Amanda imagina el sudor en sus palmas, el calor en la cabina, con el sol dando de frente. Con un gesto de «¿quieres?» le ofrece chupar. Por fin sonríe. El autobús acelera y consigue rebasarlo. La tensión sobre lo posible o esperado puede arder más que un gesto vulgar, cree Amanda, y aun creyéndolo, tiene ganas de subir la apuesta.
Algunos metros después, un coche con dos chicas jóvenes la alcanza. Una va al volante, la otra se recuesta en el asiento del copiloto con los pies en el salpicadero. Amanda las ve venir. Cruzan sus ojos fugazmente. La copiloto alza las cejas, curiosa. Amanda se pasa el helado por los labios. Los posa casi cerrados sobre la crema, simulando un beso, para luego absorber como si de a pocos pudiera bebérselo, como si hubiera dejado de ser un ente sólido. La chica sonríe. Le guiña un ojo. Amanda responde con otro. El coche avanza pero no acelera. La mantiene en el ángulo de visión. Amanda se lame el dorso de la mano con una lengua abierta y perezosa; en los viajes, parece que se pare el mundo. La chica se vuelve a reír y esta vez, se cubre la cara. Vuelve a mirar y levanta el pulgar. Amanda inclina la cabeza a un lado, agradecida. Juego ganado.
En el paisaje, las casas se suceden rápido. Cuánta gente hay en el mundo, piensa mientras ve que aún le queda un poco de galleta. Casi terminado el helado, a qué jugará después. Amanda lo remata de un mordisco y se chupa los labios como si el sabor le doliera, pero ni el coche que pasaba ni los tres que le seguían fijaron su atención. Mira su reflejo en la ventanilla. Tiene los ojos encendidos y el escote aún visible. Se recoge el pelo en un moño alto sin perderse de vista en el espejo. Se abre la chaqueta del todo y se estira sobre el asiento justo cuando otro coche la rebasa. No puede ver si hay reacción. No importa. Ella juega para sí. Para convertir lo anodino en risas, su pequeña revolución contra la monotonía de un frecuentado viaje.
Amanda apoya la cabeza en el cristal. Las manos pegajosas, la boca dulce, el cuerpo templado. Decide cerrar los ojos un rato. Para la vuelta se comprará uno de limón, por variar el sabor.