The Objective
Mi yo salvaje

Cosmogonía de dos: el Big Bang y otros roces

«Se orbitaban con prudencia, como planetas que sospechan que pueden compartir el mismo sol»

Cosmogonía de dos: el Big Bang y otros roces

Galaxia espacial.

Lo primero de todo fue el Big Bang. Después, mucho después, Amanda y Saúl. En sus primeras incursiones alrededor de la voz y la mirada del otro, les dio la sensación de que ya sabían cómo rozarse, incluso de que llegaran a tocarse. Se orbitaban con prudencia, como planetas que sospechan que pueden compartir el mismo sol. Cada gesto, para el otro, triplicaba su densidad en esta nueva galaxia que parecía empezar a formarse. Se tragaban las miradas como agujeros negros hambrientos, como si apagaran las luces de la calle y un foco les iluminara solo a ellos dos, emborronando en la imagen a todos los demás.  Ni sabían disimular ni lo necesitaban. Pronto les preguntaron por ellos —¿y vosotros qué?— y dijeron que ellos «ná».

Esa noche le pegaron un tirón de orejas al espacio y un pellizco en la nuez al tiempo para poder plegarse el uno sobre el otro, perdiendo la noción de cualquiera de las leyes que intentan hacer el mundo explicable. Lo de ellos, a ellos, les parecía todo lo contrario. El día que se vieron por primera vez, el universo se les contrajo en el ombligo; un tirón hecho de cosquillas y relleno de la masa, el peso y el volumen de toda la materia condensada en un instante.  Algo había en la forma en que ella giraba la cabeza al prestarle atención, apenas un grado, pero perceptible a los ojos de él. Algo había en la forma pausada de enlazar las palabras de Saúl, que parecían flotar antes de caer, que le resultaba altamente magnético a Amanda, como si las consonantes se acariciaran unas a otras antes de salir de su boca. Algo hacía que sus cuerpos se orientaran uno hacia el otro como galaxias atraídas por una fuerza gravitatoria.

Hubo tiempo, luego luz, luego Amanda estirando la pierna por debajo de la mesa sin que nadie, tan solo él, se percatara. Se rozaban los pies mientras se pisaban los chistes. «¿Y vosotros dos, qué?» – volvía la encuesta del grupo. «Nosotros dos, ná» —respondía Amanda con soltura mientras él se apartaba una hoja imaginaria que le había caído sobre el pantalón.

A escondidas, Saúl le dibujaba con el dedo una y otra órbita sobre la piel de su vientre. Lejos de los rumores, inventaban teorías del universo sobre una cama deshecha. Como pizarras, la espalda de Amanda o el pecho de Saúl; como tizas, los labios de una o la yema de los dedos del otro. Tenían un hablar errático, les importaba bien poco lo que decían mientras lo dijeran sin dejar de tocarse; de la garganta les brotaban puntos suspensivos, largos silencios y pequeñas explosiones.

Hubo espacio, luego masa, luego Saúl deslizándole los ojos por la nuca como una onda gravitacional buscando dónde colapsar. Amanda inventaba cualquier excusa para aproximarse: un golpe de risa, una servilleta que se cae al suelo, pedirle el mechero, servirle vino… Cualquier cosa que, sin tocarle, le conectara en la distancia justa.  Cuando cruzan la mirada, dos galaxias se reconocen en el borde del universo observable. El grupo, con el tiempo, optó por callarse. «Estos dos con lo suyo» —llegarían a pensar en unanimidad. «Nosotros con lo nuestro» —le proponía Amanda a Saúl, cuando él sugería la idea de contarles al resto.

A escondidas, se empeñan en tragarse uno al otro. Es solo porque no caben que el universo se expande y expande. Cuando Amanda se abre, como una nebulosa que deja ver su núcleo, Saúl entra en ella como quien se asoma al origen del tiempo. «Así empezó todo» –le dice con el rostro debajo del de ella. Un baile de partículas invisibles les empuja inexorablemente a uno dentro del otro una y otra vez, como si el cosmos se comiera y pariera a sí mismo en un ciclo infinito de tiempo, sin días ni noches.  Amanda le besa y suena con un gusto diferente, como nunca antes a nadie había besado. «Así debió sonar el primer segundo de existencia, Saúl, mi querido y amado Saúl». 

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