Ya va, ya va, ya va
«Solo respiraba hondo, temblando, asumiendo que andaba demasiado cerca del final como para articular palabras»

Pareja relajándose, bebiendo vino y hablando mientras está sentado en el sofá. | Freepik
Estaban en el sofá, con la tele de fondo, muda. Reposaban una comida no muy copiosa, pero que el calor del verano la hacía más lenta de digerir. La luz era tenue, no por intención, más bien por necesidad. Habían bajado las persianas para atrincherarse en una casa atacada sin pudor por el sol. Amanda tenía una pierna doblada bajo el cuerpo y la otra colgando al borde del cojín, como si estuviera en pausa. Saúl, en cambio, parecía ir a cámara lenta, como si cada gesto le costara una pequeña fracción de energía que prefería guardar.
—¿Quieres que te haga una paja? —preguntó Amanda sin cambiar el tono, como quien ofrece un té helado o un abanico.
Saúl se encogió de hombros, pero no dijo que no. Ella interpretó un sí sin entusiasmo.
—Vale, pero vas a tener que decidir —añadió Amanda, girándose un poco hacia él.
—¿El qué?
—Si quieres correrte o no. Si no lo decides, no va a pasar. —Lo dijo como si hablara de algo técnico, como si explicara la función de un botón de un electrodoméstico nuevo. Saúl la miró con una ceja levantada sin saber si le hablaba en broma o en serio.
—Bueno, ya veremos… ¿No podemos dejarlo fluir? —propuso.
—No. —Amanda acercó la mano a su pantalón, aun sin tocarlo—. Hoy no. Hoy necesitas decidir.
Había algo de desafío en su voz; también una calma calculada, como si se tratara de una lección sobre física o filosofía práctica. Como si el orgasmo fuera una metáfora o un experimento sobre el libre albedrío.
—Decidir, ¿eh? —murmuró Saúl, sin mucha fe—. Y si no quiero decidir…
—Entonces será no. Pero también es una decisión.
En el silencio que se estiró unos segundos, se miraron un rato. Saúl le sonreía, buscando la broma, la picardía, el juego, la complicidad, pero ella, con la mirada fija, sostenía un gesto serio en sus labios. Su voluntad pajillera superaba los límites de las ganas y, sin demora, posó la mano sobre él, leve, como quien llega tarde y espera que el semáforo cambie de color. La tele seguía encendida, pero ya no había mundo fuera del sofá. Solo ellos dos y el principio de una paja de media tarde.
Amanda no dijo nada más. Solo bajó la cremallera con calma, fingiendo no tener prisa por llegar a ningún sitio. Le sacó la polla con la misma lentitud con la que se abriría una flor, pero a la inversa: con pudor, con una ternura que parecía estudiada.
Estaba medio blanda todavía. Ella pasó los dedos muy despacio por la punta, sin apretar, como si estuviera explorando la textura de una fruta aún por madurar. Se la acariciaba con las yemas, por trozos y a trazos apenas sugeridos, de adelante hacia atrás, casi sin tocar. El glande se movía ligeramente, como si no estuviera seguro de estar despierto y así, como si recordara algo en un sueño, empezó a endurecerse.
Amanda la sintió crecer dentro de la mano y la miró con una atención casi científica. Bajó la mano hasta la base, rodeó bien todo el tallo con los dedos y subió despacio, sin apretar del todo. Un movimiento continuo, sostenido. Casi meditativo. Se quedó masajeando la punta suavemente y con tres dedos, largo rato.
Luego, se llevó la mano a la boca y echó un buen golpe de saliva. De ahí, volvió a envolver la polla de Saúl, que gimió al contacto baboso, resbaladizo y suave. El sonido húmedo lo hizo reaccionar. Saúl no dijo nada, pero cerró los ojos y se dejó caer en su regazo. Buscó su pecho por debajo de la camiseta, le sacó una teta y se la llevó a la boca. La succión era lenta, casi infantil. No había urgencia, solo hambre de estar ahí.
Amanda seguía moviendo la mano, cada vez con más ritmo, pero sin salirse nunca del tempo que le marcaba la respiración de él. Sentía en la mano cómo se le iba hinchando, casi como si fuera el ritmo de un cuento que va llegando al desenlace. Era como tener una criatura viva latiéndole entre los dedos. Saúl le palpitaba en la mano como si el corazón se le hubiera escurrido entre los huesos. Entonces lo notó; notó ese punto exacto en el que el pene no puede soportar la carga de un gramo más de sangre; ese en el que o dispara o explota, donde las venas se marcan como ríos acaudalados que corren bramando ansias de verterse sobre el mar.
Fue ahí cuando Amanda le agarró del cuello y se lo llevó a la boca sin llegar a besarle.
Por arriba y por abajo, lo mantuvo ahí, en el borde. En el filo mismo del final. Subía la mano, y la bajaba, tan leve y suavemente que rozaba el límite entre lo más gustoso e insoportable. Repetía un roce concreto, ese que da justo en la curva donde empezaba el glande y esa línea sensible le crispaba las piernas. Lo tenía tan duro que parecía brillar con la luz falsa del anuncio de un limpiador. Amanda miraba ese estado como si pudiera alargarlo para siempre; concentrada como una equilibrista sin red, como la golosa que no alcanza su pastel, como la tirana que disfruta con el sufrimiento ajeno y se relame tamborileando los dedos sobre un botón de destrucción total. Saúl se aferraba a su cuerpo, la boca volvió al pezón, los dedos clavados en su cintura. No hablaba. No pedía. Solo respiraba hondo, temblando, asumiendo que andaba demasiado cerca del final como para articular palabras. Amanda sonrió muy leve antes de apretar, como quien sabe que está escribiendo algo en la memoria del otro con tinta indeleble.
–Ya va, Saúl, mi amor, ya va, ya va, ya va…