The Objective
Mi yo salvaje

Así funciona el entenderse sin guion

«Se le queda el cuerpo vibrante, como si la melodía le sonara aún por dentro y anduviera tarareándola»

Así funciona el entenderse sin guion

Una pareja en la cama. | Freepik

Cuando Saúl la toca, algo en Amanda deja de esconderse. Amanece una entrega suave, que ocurre como ocurre la lluvia, sin pedir permiso. Así, sin decidirlo, el cuerpo se le abre, se le vierte hacia fuera esperando a ser recogido. Saúl la aguarda; le gusta mirarla y esperar, dejar que el cuenco se llene para poco después bebérselo de una vez y calmar la sequía del no verse. Ambos saben que ya era hora. Después de tomar el primer trago, empieza a deleitarse en su nombre. 

Saúl no la roza, la traduce con la precisión del que respeta el alma de un texto. Se reconocen recordándose en cada gesto antes de tenerlo en la memoria. Sus manos son lenguaje y cada trazo sobre su piel tiene verbo y sentido. No la recita, la pronuncia y nombrarla la articula. Se reorganizan las sílabas que les explican y en cada coma, se vierten más dentro. Así, sin tocarse aún y con el mensaje entre emisores en el aire, el cuerpo materializa cada fonema en la posibilidad de un roce. Se contemplan abiertos, morfológicos y semánticos. 

Entonces Saúl se acerca y el aire cambia; se espesa, cobra tangibilidad. Amanda cree así acariciarle justo antes del primer contacto. Para cuando el aliento de él le toca la nuca, la raíz que sostiene lo de ellos hace rato que empezó a latirles bajo los pies. Ese latido sigue un compás a ritmo de trueno grandilocuente, de esos que anuncian que la tormenta es inevitable. Para Saúl lo inevitable le aparta de lo urgente. Él no la toma, la espera. Sin embargo, Amanda tiende a abrirle la puerta y saltar sobre él. Le desviste sin remilgos y una vez le ha olido durante un rato la piel, deja caer la suya al suelo y termina de deshacerse. Amanda no piensa cuando lo toca, ni razona ni calcula; se lanza al océano profundo con los ojos cerrados y deja que la marea la vaya acercando a la orilla. Cada centímetro del cuerpo de Saúl es una gota de agua por lamer, una página por leer. Le nada, le lee. Con hambre serenamente desbordada. 

Cuando la abraza, el mundo no se detiene, pero se vuelve lejano e irrelevante. Saúl no tantea ni busca caminos, la sabe; conoce los laberintos llenos de tentáculos dentados que han dejado sin salida a muchos otros y otras que no son él. Saúl entra en ella como el que entra en casa propia. La mira a veces con cautela, solo porque juega al invitado en ese saberla suya, y con eso, simula que entra en casa como si no lo fuera. Saúl entra en ella no como una conquista, sino como el retorno nostálgico al lugar que te hizo ser. Van hacia delante, sin saberlo, avanzan hacia algún sitio cada vez más lejos, uno que no está hecho de palabras que les nombre. Así funciona el entenderse sin guion, como una jam session fluida e imposible de explicar.

Y cuando las trompetas resuenan y paran, y la respiración baja, Amanda no vuelve del todo. Se queda flotando por ahí, en un sitio donde solo existe con él. Se le queda el cuerpo vibrante, como si la melodía le sonara aún por dentro y anduviera tarareándola. Saúl la mira con un gesto diferente, observándola retorcerse como cuando se despereza al despertar. Amanda le siente durante un rato más en las piernas, el vientre, el pecho y hasta donde no le llega la carne. El momento se hace recuerdo fragmentado y este infla de ganas un futuro que está por hacer. Son vértigo y centro; y cada encuentro, una nueva ceremonia. Así funciona el entenderse sin guion, como una necesidad profunda e irremediable.

Publicidad