The Objective
Mi yo salvaje

Nada que fingir. Parte II

«Le dieron ganas de saber más, al menos, un poco más y quizás otro poco y algo más»

Nada que fingir. Parte II

Una pareja con bolsas de la compra. | Freepik

Llevaba un moño torcido y en la calle se dio cuenta de que no había salido del todo la mancha de tomate en el bajo de la camiseta en la lavadora anterior. Las ojeras le enmarcaban la mirada cansada; anunciaban el fin del invierno y un descanso merecido de un verano que no terminaba de llegar. 

Saúl estaba delante de ella en la fila. Peleaba con una bolsa de naranjas que se iban saliendo una a una como si hubieran planeado un motín; por cada una que conseguía meter en la bolsa, salían dos. Cuando se enderezó y emitió un suspiro, Amanda percibió que era más alto de lo que le pareció su figura encorvada como una rama doblada por el viento perdiendo sus frutos. También le resultó atractivo, de esos que no puedes dejar de mirar porque precisamente no son guapos, sino que tienen una belleza por descifrar. Se le escapó, entonces, una risa sin filtro, como la línea de sus labios sin delineador. Él la miró con una media sonrisa que decía, me han pillado siendo tonto y me da igual. 

Al llegar a casa y colocar la fruta, el gesto con sorna de Saúl se le reflejó a Amanda en la bandeja de cristal de la nevera. Dos semanas después, volvieron a cruzarse con cara de lunes.  Hoy si te ríes, te cobro el show, le dijo Saúl a modo de saludo mientras se quitaba un auricular. ¿Y si no me río?, le planteó Amanda arqueando una ceja. Entonces tendré que ofrecerte mi batido especial de yogur y naranja. Cobró un repentino tono serio, como si hablara de una reliquia. Es una receta ancestral, secreta, transmitida de generación en generación… por mí mismo —prosiguió sin cambiar el aire solemne— desde… desde hace un par de semanas, en mi licuadora. No lo digo por presumir, pero ya ha sido oficialmente rechazada en varias ocasiones. Ese es mi legado. Pues una más y obtienes denominación de origen, exhalo Amanda con una casi risa. Sí, y una taza con mi cara, yo sonriendo con un bigote de yogur, remató Saúl. 

Amanda bajó la mirada, como si esperara una señal escrita en las grietas del suelo. Sacó una naranja de su compra, se la enseño, y aceptó con la condición de que el aporte cítrico iba a cuenta de ella. Saúl asumió con total seriedad el papel de anfitrión de una tradición inexistente, pagaron su compra y salieron a la calle. Caminaron por la acera y parecía que lo hubieran hecho antes. Se cedían el paso por los lugares más estrechos sin cortar la conversación, y a veces uno le apuntaba al otro algo sobre el barrio para retomar de nuevo la charla por donde iba. No sabían quién seguía a quién hasta que al girar ambos en la esquina hacia la misma dirección, Amanda le preguntó con la mirada que si vivía por ahí. Tres portales antes del suyo, ante un edificio idéntico, Saúl se paró. Pues parece que somos vecinos, se contaron, con una alegría tan evidente que no intentaron ocultar. 

El piso de Saúl olía a madera tibia, como si un sol suave estuviera instalado en las lamas del parqué. Había tazas desparejadas, plantas con hojas tristes, pero vivas y un exprimidor que parecía haber sido el único testigo de sus experimentos.

Él anunció con fingida pompa que iba a preparar su famosa receta y comenzó a pelar naranjas con un cuchillo desgastado. Amanda se sentó detrás de él, en una silla que crujió como la carcajada de una anciana. Observó la escena sin intervenir: las cáscaras formando espirales en el fregadero, el yogur que se resistía a salir del frasco, una mancha de cúrcuma en la encimera como una medalla de guerra… Le resultó torpe y gracioso. Le dieron ganas de saber más, al menos, un poco más y quizás otro poco y algo más. 

Continuará…

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