The Objective
Mi yo salvaje

Nada que fingir. Parte VII

«La tensión se les escapa como si hubieran visto un león cambiar el rumbo tras perseguir a su presa un buen rato»

Nada que fingir. Parte VII

Una pareja con copas de vino en una cocina. | Freepik

Saúl advirtió cómo el cuerpo de Amanda iba encajando una a una sus piezas sobre el suyo. Ella le rodeaba el cuello, le besaba con media sonrisa mientras mantenía los ojos cerrados. Él la observaba a la distancia de los cíclopes. Por un instante, todo se detiene: No conozco a esta mujer de nada —pensó. Aquí en mi espacio, donde hago cada día… y ella, una completa desconocida, aquí… ¿Qué demonios hago yo con ella aquí?

El filo del cuchillo brilló cerca del cuello de Saúl. Amanda mantiene los ojos cerrados; por un segundo, Saúl teme que los abra y la calidez de su mirada se haya transformado en la de una villana de ojos fríos. Desde este pensamiento Amanda ya no le parece la chica que sonreía hace un segundo. El swing distendido que les mecía entre las cuerdas vocales de Sinatra se tensó sobre la cima aguda y punzante del violín que congela la imagen suspendida al otro lado de la cortina de baño de Psicosis. El silencio retumbó en las paredes como en una sala de cine cuando nadie se atreve a respirar. 

Amanda, con los ojos cerrados, parecía confiada, como si el peligro fuese ella misma, o simplemente no existiera. Estoy en la cocina de un hombre que acabo de conocer; si me agarrara ahora fuerte de las muñecas, se apropiaría del cuchillo sin que pudiera detenerlo —temió. ¿Y si me voy corriendo?, ¿o debería reírme de este idiota que me dejó ponerle al cuello un cuchillo en su cocina? ¿Será este un recuerdo del que nos reiremos juntos algún día? 

Fue en ese instante cuando ambos se percataron de que no tenían el control de nada y que, sin embargo, se sentían irresistiblemente a gusto.  

 —Vale… —susurra— si ahora me dices que soy tu última víctima, prometo gritar de forma convincente.

Amanda rompe la entrega al siguiente beso con una carcajada. La tensión se les escapa como si hubieran visto un león cambiar el rumbo tras perseguir a su presa un buen rato. Baja el cuchillo del cuello de Saúl y corta un pedazo de pan que le planta en la boca. 

—Toma y calla, que me desconcentras. ¿Ves?, solo quieres distraerme para que tu batido quede en primera posición—responde, con restos de la risa en el aire que exhala. 

El olor a sofrito cambia el protagonismo de la escena, y donde hubo un fugaz y clarividente reconocimiento de lo no conocido, ahora se convierte en un volver a estar donde parecía que ya se hubiera estado antes. 

Con el alivio, a Saúl se le escapó una risa nerviosa que ocultó, por suerte, las últimas palabras de Sinatra. El final de la canción se deslizó entre ellos sin I-love-yous incómodos que volvieran a tensar las cuerdas de los instrumentos de toda una orquesta preparada para la acción. Fue más bien una banda infantil con cacerolas por tambores la que se apropió de la escena ante la disposición torpe de los gestos que prosiguen al primer beso. Un «bueno, pues voy a poner la mesa», que salió de Saúl y otro «ya queda casi nada», que le contestó, Amanda les puso a dar vueltas como los payasos de la tele entre la mesa y por los armarios y cajones de la cocina. Saúl tomó un mantel de la repisa, lo sacudió con un gesto exagerado y teatral —parecía que no pudiera hacer nada ya con normalidad— y lo dejó caer sobre la mesa. Un gesto que bien podría marcar el principio de una ceremonia doméstica que se repetiría a lo largo del tiempo, perdiendo toda estela de sensaciones raras y torpezas. O no. Mientras colocaban cubiertos y copas, sus manos se rozaban de vez en cuando. Se miró Amanda de refilón en un espejo pequeño que formaba parte del perchero de la entrada. Luego pensó en su aliento y se apresuró a llenar de nuevo la copa de vino para beber un buen trago.

—¿Qué, rico? ¿Le sobran unas gotitas para un pobre prisionero?— dijo apuntándose a sí mismo con el cuchillo de la mantequilla.  

—Si no escapas mientras te lo sirvo…— contestó Amanda ocultando el despiste con desparpajo, acercándose a él tanto para servirle que casi no podía alzar el codo para hacer caer el líquido. 

Con las dos copas llenas, chocaron suavemente los bordes y el tintineo sonó como una campanita de aviso, como si el más pequeño de la banda de repente se hubiera despertado. Brindaron por los batidos, los cuchillos, los prisioneros y por quien se atreva a beber primero. Sus miradas se cruzaron entre risas, como actores que improvisan un número cómico en la cocina sin saber cómo pararlo. Luego sus miradas se cruzaron un poco más allá de todo lo que les rodeaba. Por un instante, uno de calma, parados uno frente al otro, se vieron. 

Fuera del thriller del cuchillo y el veneno, en el aire queda la chispa peligrosa de saberse cerca. Quizás, por ser pronto, les resulta demasiado.

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