The Objective
Mi yo salvaje

Nada que fingir. Parte VIII

«Así, muy cerca, aparecieron notas curiosas en cada uno de sus sentidos»

Nada que fingir. Parte VIII

Una pareja en la cocina. | Freepik

¿Te aparto? Amanda rompió el hielo. Saúl, confundido, se echó para un lado; quizás estaba demasiado cerca y no era el momento, pensó.

—¡No! ¡Que si te aparto, que si te sirvo! —se explicó ella sin contener una nueva carcajada.

La suma de minutos de su historia compartida daba pocas horas como resultado, sin embargo, en ambos, el recuerdo de lo suyo ya contaba con la banda sonora del eco de la risa de Amanda. En la frutería, en el primer batido, cerca del tocadiscos, pegada como vapor de cocción sobre los muebles, la encimera, los cajones, la silla de anea, las copas, el mantel… Le estallaba entre el estómago y la garganta y tenía algo de los dos. Una mezcla de pájaro cantor con dolor estomacal. Una canción sufrida, como si se le hubiera olvidado la letra y no consiguiera pasar de la a. Amanda se ponía una mano en el vientre cuando empezaba a reírse. Un gesto automático que llamó la atención de Saúl desde el día que las naranjas le rodaron por el suelo hasta ella. En Amanda la risa sonaba a desarme, por eso el labio superior se le subía tanto que enseñaba los dientes hasta la encía. Que se le ponía cara de nutria, le dijo a Saúl en algún momento, intentando contener el ascenso del labio superior. No era discreta y la cabeza se le inclinaba un poco hacia atrás. Era demasiado, pero tampoco era suficiente. Saúl se contagiaba, sin remedio, con una cepa que, en lugar de enfermar, le curaba del todo. 

—¿Qué quieres que haga entonces, me aparto, me quedo, me sirves, me pongo, te bailo, te canto? Desde que me amenazaste con el cuchillo estoy a su merced.

—Anda, calla y acércame tu plato — y procedió a servirle un buen trozo de la parmiggiana a la española que había improvisado. 

—Y eso, ¿para qué es?! — señaló Saúl un trozo de mantequilla en la mesa.

—Eso es Escocia, que se me coló en la mesa. 

Le vinieron recuerdos a la memoria y, con ellos en la retina, le contó parte de su historia. A veces se excedía en sus relatos y veía como el otro, el oyente, pasaba de interlocutor a excusa para recrearse y revivir parte de lo vivido. Saúl la despertó cuando asió el cuchillo por el mango hacia sí mismo, esta vez el de la mantequilla, y Amanda se percató ahí de que había perdido la noción del tiempo. 

—¿Qué haces? 

—Pruebo a ver si desde ahí y con esto me podrías apuñalar también. Entonces, ¿siete años has dicho? Ponis, Shetlands, mantequilla hasta para cagar…  Sigue, sigue. 

Amanda se inclinó hacia él, fue al encuentro de su mano y le arrebató el cuchillo. Le apuntó con el filo inocuo que quedó marcando la distancia entre ellos, sobre el pecho. Saúl aprovechó esa distancia para lanzarle las manos a la cintura y atraerla sobre sí, con un gesto rápido que le hizo perder el equilibrio y terminar sentada de lado sobre sus piernas. 

La comida humeaba en los platos. El vino perdía su aroma. El exceso de palabras de Amanda no había cambiado el rumbo de su estar a gusto juntos. El cuchillo volvía a presagiar un acercamiento. ¿Sería esto una broma que estirarían en el tiempo? Amanda sacudió sus pensamientos; intentaba centrarse en el momento. No quiero bajarme de sus rodillas, pensó mientras cerraba la broma dejando el cuchillo sobre la mesa. No quiero que se baje de mis rodillas, deseó Saúl, aferrándola más fuerte de la cintura cuando Amanda sacó de la mesa el tono jocoso y le miró con otros ojos. 

Se acercaron con los ojos abiertos. Así, muy cerca, juntaron sus labios sin pasiones noveladas; un beso suave que les centró más en el otro que en la escena. Así, muy cerca, aparecieron notas curiosas en cada uno de sus sentidos. 

El reloj de la cocina marcó la hora con un golpecito metálico. La cena seguía intacta sobre la mesa. Ellos, en cambio, parecían haber encontrado otra forma de alimentarse.

Continuará. 

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