El teatro de las miradas sobre Amanda
«Sus hombros respiran en el mundo al ritmo de un subibaja tan frágil que podría partirse en dos en la primera jugada»

Una mujer en la calle. | Freepik
Que se abran las puertas y empiece la función: el teatro de las miradas que se posan sobre Amanda no sabe de días festivos. Cada día, al cruzar la calle, se enciende el interruptor de la mirada ajena. No llegan a ser focos incómodos, no deslumbran ni ciegan el camino, solo la envuelven con una luz no visible y le sostienen el paso. A veces, al entrar en una habitación, un sonido de trompetas no audibles anuncian la llegada con aires de emperatriz.
Ella avanza entre la densidad inmaterial de lo imperceptible, ni orgullosa ni ajena. Para Amanda este día es un día más. No lo busca ni lo evita. Ahí está, y ya que está, por qué no disfrutar de los ojos curiosos que se detienen en su cintura. A cada paso, hace de las miradas su propio camino; cada una guarda una historia y, por un momento, le gusta interpretar el papel que el mundo le ofrece. No tiene que aprenderse ningún guion, su presencia es palabra y se dice en la propia contemplación de su figura en movimiento. Es una nota sostenida que gira cabezas, frena ruedas y arranca sonrisas de anuncio.
No actúa, tan solo está. Es en su forma de hacerlo donde la invitación aparece en el cruce ajeno; y es ahí, en los ojos de los demás, donde Amanda recuerda que existe. Sin artificios ni vanidad, cada mirada es un espejo de sí misma en movimiento, como un espejo que la reflejara en su pasar por la vida.
El ritmo de los pasos de Amanda es más lento de lo que ella imagina. Sin una música que potencie e hile una cadena de emociones intensas, a Amanda se la ve marcar el paso a cámara lenta desde una melodía común para los demás. Disfruta de las miradas y las guarda unos segundos, como si quisiera descifrarlas y leer en ellas la sorpresa leve que provoca su figura al pasar.
Las escenas se suceden con el soplo del aire que la empuja al cruzar la plaza, al entrar en el metro, al salir del bus o al bajar de un ascensor. Una vez pasa, las miradas quedan en suspenso en el aire como pompas de jabón, un segundo y otro más, como si hubiera acabado la función, pero el telón no quisiera cerrarse.
Cuando el viento le roba un puñado de mechones de la coleta, Amanda se apresura a domarlos y devolverlos a su sitio. Sube los brazos, los codos dibujan triángulos en el aire, se aparta el cabello de la cara, sopla hacia arriba para ayudar al gesto, baja la mirada y se rehace de nuevo el recogido con destreza, procurando que todo vuelva a su sitio y la goma y las horquillas cumplan su función. Cuando cruza la calle y gira la cabeza hacia ambos lados, Amanda inclina la barbilla levemente hacia cada hombro y los pómulos, encendidos por la carrerilla, se le pronuncian con el brillo de dos frutas maduras, mordibles, chupables, mamables. Sus hombros respiran en el mundo al ritmo de un subibaja tan frágil que podría partirse en dos en la primera jugada. La curva de su vientre habla un idioma sutil, entendido solo por quienes saben abrazar la gracia natural de lo vivo.
Amanda no sabe exactamente qué es lo que hace que el aire cambie a su paso, como si la ciudad entera contuviera la respiración por un segundo. Pero en ese instante efímero y pleno, se reconoce. Y cuando el día termina y el telón vuelve a cerrarse, el eco de las miradas se disuelve como el humo de un cigarro mal apagado, hasta que vuelve a salir a la calle, se abren las puertas y ¡comienza la función!
