Bendito es el fruto de tus manos, Saúl (II)
«Cuando Amanda se atrevía a abrir los ojos, le veía mirándola con tanta atención que la desarmaba»

Una pareja abrazándose. | Freepik
Saúl no tenía prisa por avanzar. Lo transmitía bien en la parsimonia de sus gestos. Cuando Amanda pensaba que ya llevaba demasiado tiempo tocándole los tobillos, no sabía que todavía quedaba aún más, más del doble de lo que llevaba ahí ya. Saúl tenía la paciencia de los que han pasado muchas horas escuchando cuerpos ajenos. Él sabe que un gesto llama al otro y hasta que no avista las primeras notas que anuncian el baile, no inicia ni un solo paso. Para él, el cuerpo es una sala que no se ilumina de golpe; primero mira las cortinas moverse, luego oye el soplido acompasado del viento y más tarde aprecia el silencio que precede a las cosas justo antes de moverse. Ni fuerza la melodía ni apresura la invitación. Simplemente se queda ahí, atento, como un bailarín que reconoce el instante exacto en que la orquesta se aclara la garganta y el mundo se prepara para girar.
Había en Saúl una forma de ocupar el espacio que acogía. Más allá de la belleza de sus rasgos, sus líneas corporales y el color de su piel, Saúl no imponía más que las ganas de dejarse hacer entre sus manos. Amanda le oía respirar, a veces era un sonido profundo; le parecía que calibraba cada músculo que iba a poner en juego antes de decidir cómo la iba a tocar. Pensativo e intuitivo, dejaba que las manos tomaran sus propias decisiones.
En un momento concreto, deslizó los dedos unos centímetros más arriba de la cara interna de los tobillos para volver a bajar a ellos y frotarlos en círculos suaves con los pulgares. Comenzó a hacer así, apretando una de las vueltas al tobillo y lanzándose desde ahí, pierna arriba, unos centímetros más. A cada rato, avanzaba y volvía al punto inicial. Las manos de Saúl subían por la cara interna de las piernas de Amanda. Justo antes de alcanzar las ingles, bajaban por la parte exterior hasta recaer de nuevo en los tobillos y alargar el proceso, al punto de que Amanda dejara de pensar, predecir o esperar lo que le venía después. Saúl solo le dejaba un hueco posible: el de dejarla con ganas. Primero con unas pocas, para que fueran muchas después, de algo que cada vez era diferente y algo más.
No le imaginó así. Amanda esperaba que lo prometido en el anuncio estuviera cargado de maniobras activas, movimientos precisos, casi coreografiados; una intervención más técnica. Algo dinámico, rápido, eficaz, como si el cuerpo fuera una máquina que había que ajustar. Sin embargo, encontró un saber en las manos de Saúl que le resultaba bendición de los dioses. Nada que una frase de anuncio pudiera contar.
Trabajaba con calma, una que al principio parecía distancia. Cuando Amanda se atrevía a abrir los ojos, le veía mirándola con tanta atención que la desarmaba. Su cara le decía que le andaba leyendo la tensión de la vida y dónde la guardaba; también sus gustos más escondidos y los anhelos más acallados.
Cuando en una de las subidas, Saúl le dibujó con los pulgares cada centímetro de las ingles, a Amanda se le escapó el culo hacia atrás. En la siguiente pasada, Saúl evitó acariciarle las nalgas y, al subir por la cara interna de los muslos, rodeó el culo para amasarle directamente la zona lumbar; y ahí, a Amanda, volvió a escapársele el culo para atrás. Como si tuviera un botón que accionara el mecanismo de empuje, apoyándose en las rodillas, el culo se elevaba en retroceso con un golpe limpio que pedía ser respondido. Le pareció que se conocían de antes, o tal vez, de siempre. Saúl volvía a repetir el gesto una y otra vez, alternando las ingles y la zona lumbar en cada una de las subidas. Amanda oyó de sus manos, en medio del silencio: «Ya te vi, ya sé por dónde entrar en ti sin que te rompas». Justo después de eso, la trajo hacia sí y le apretó el culo con el pecho para que descargara la presión. Ella empujó fuerte, como si quisiera tragárselo entero a lo mantis religiosa; emitió un gemido con garra y cayó sobre la camilla desfallecida. Saúl continuó apretándole los tobillos y navegándole las piernas, rodeando y amasando su culo, mucho rato antes de cambiar de lugar.
Continúa…
