The Objective
Mi yo salvaje

Bendito es el fruto de tus manos, Saúl (III) 

«Cuando la respiración se les subió al ritmo del mismo tren, Saúl le apretó las vísceras con una mano más»

Bendito es el fruto de tus manos, Saúl (III) 

Un hombre dando un masaje a una mujer. | Freepik

«Date la vuelta», le susurró al oído y Amanda se giró sin que le importara no tener toalla ni bata con la que iniciar el proceso de dejarse ver por la cara A. Le cubrió el ombligo con la palma de su mano y comenzó a moverla lenta y pausadamente en círculos, como las agujas de un reloj. Cuando la respiración se les subió al ritmo del mismo tren, Saúl le apretó las vísceras con una mano más. Las bajó juntas hasta la altura de las caderas, donde se bifurcaron para agarrárselas como las asas de un jarrón. Luego se volvieron a unir en el pubis y desde este, lanzó una línea recta que le cruzó el torso hasta él, donde le empieza a Amanda la garganta. Lo supo porque Amanda tosió. De lo que no se enteró es de que se excitó a la vez. O quizás es justo lo que quería y por eso no moduló la fuerza cuando llegó hasta ahí. 

Amanda carraspeó y tomó aire con más fuerza. En estas, reacomodó la cadera, como si el culo posado en la camilla le hubiera empezado a quemar. Buscó un nuevo lugar donde seguir en este dejarse hacer al que tan poco estaba acostumbrada. Saúl le agarró los hombros y los apretó. Uno en cada mano. Les cabía enteros. Fue agarrando a la vez un brazo y el otro, estrujándolos mientras bajaba por ellos hasta las manos. Amanda, en un primer reflejo, no se las dejó tocar. Replegó los dedos sobre sí mismos y evitó que Saúl transitara por la intimidad de las líneas de la vida de la palma de sus manos. No sabía si hasta ahí podía dejarle pasar. 

Se le había humedecido la entrepierna. «Qué apuro», pensó, y cerró más fuerte los puños. Saúl le puso el dedo corazón en las muñecas; uno en cada mano e inició un camino de descenso. Ella le negó el paso. Tampoco es que estuviera pensando, pero los dedos se le replegaban con tal fuerza que durante un rato la yema de los dedos de Saúl y los de Amanda se embistieron como dos ciervos en berrea. Saúl los movió como para hacerse hueco con un susurro táctil, una caricia suave que le cosquilleó la base de las manos.  Amanda sonrió. Le pareció una broma cómplice, de esas de cuando sabes que algo pasa y lo intentas abrazar con el humor justo. 

Una pierna se tensó contra la otra. Amanda se iba encerrando por partes, no fuera que la excitación se le escapara desde el útero hambriento o la ternura se le escurriera por entre los dedos. Saúl insistió tras la caricia cómica y arremetió un poco más para colársele en el interior. Así fue como llegó al centro de la palma de sus manos. Con un dedo escurrido entre el apriete de otros y que le dejaron un pasillo estrecho que supo aprovechar.  

Amanda abrió los ojos y le vio la cara del revés. Le sonrió. Se sonrieron. Saúl le agarró las manos y se las abrió enteramente, deslizándose sobre ellas como un pez. Navegó dentro y fuera de ellas, hacia el hombro y la nuca, y volvió al sendero recto que trazó desde la garganta hasta el pubis. Cuando estuvo en él, de nuevo, lo apretó. Amanda, como un resorte, reaccionó abriendo las piernas de par en par sin más juicio que el del impulso que le nació desde dentro. Un destello de luz le salió del interior. Saúl le empujaba el monte de venus hacia dentro y abajo, repetidamente, oscilante. Quería estrujarle las entrañas y hacerla parir. A Amanda le nació un halo de luz propia que iluminó, como un relámpago, cada centímetro  la habitación.

Publicidad