The Objective
Mi yo salvaje

Amanda, del 4ºA (II)

«Saúl, del cuarto B, abrió la puerta agarrándome del pelo como una muñeca, sin más ayuda que su enorme erección»

Amanda, del 4ºA (II)

Una pareja en un ascensor. | Freepik

Al ponerse en marcha, el ascensor se meneó hacia los lados y vibró. No era un montacargas, al revés, era un elegante entramado de madera y hierro forjado con más años que la suma de los de las vecinas del tercero. El traqueteo recordaba a los de un tren y eso no me lo pone fácil; ya no sé cómo aguantar el pis hasta llegar a casa. La presencia de Saúl tampoco ayuda. He tenido que corregir la postura en la que me había descolgado de poder resultar atractiva. He dejado de torcer las piernas hacia dentro e intento borrar la línea de puntos que me dividía en dos por la cintura. Creo que parecer de una pieza entera ayudará a disimular y quizás a ganarme un hueco en el onanismo de Saúl; más por mucho que lo intento, no puedo pronunciar el pecho ni acicalarme la melena ni agacharme ligeramente a rascarme un tobillo por la cara exterior, sin comprometer el estado seco de mis bragas. 

Planta primera. Las letras se mueven hacia abajo como si las engullera el suelo. Desaparecen a un ritmo tan lento que las cuentas que resultan para llegar al cuarto golpean en mi vejiga con el impacto de una mala noticia. Se me escapa un sonido que parece el principio de una risa. Es tembleque en las cuerdas vocales, flojera, pero Saúl pregunta como si hubiera oído una  propuesta conversacional. ¿Cómo dices? No, si no decía nada, ja, ja. No puedo dejar de apretar los muslos y tiendo a acompañar el gesto con las manos. Las aprieto entre sí, ya que no puedo agarrarme fuerte el coño y presionarlo para aliviar el mal trago. Qué vergüenza, ahora qué le digo. 

Qué tal, ¿de vuelta del trabajo? Sí, sí, vaya día, ja, ja. Le contesto como en la peor de mis conversaciones de Tinder; esas que por desinterés o por todo lo contrario, desarrollas una tortuosa, una mudez torpe. Si las palabras fueran muebles, los de tu propia casa, andaría tropezándome con ellos como si una ceguera recién adquirida me hiciera perder el norte de quien soy. 

Planta segunda. El suelo sigue tragándose los letreros con buenos modales. 

Quiero acompañar de un sol, la, sí, do murmurado el angosto viaje. No sé por qué extraña razón canturrear me ayuda a contener la urgencia. También me ayuda a soltarla. Soy incapaz de sentarme en el váter a liberar el pis que fue angustia, martirio y tormento sin gemir, prolongar una eme larga y entonada o repetir una sílaba a modo de canción improvisada. Carraspeo para fingir que me aclaro la voz y poder tirarme en esta hamaca de sonido mantenido que me calma. Hmmmm, mmmm. ¿Estás bien? No.

Planta tercera. Le miro a los ojos y le digo que no. Mientras, dejo salir unas gotas que se convierten en un rastro mojado que no es de sudor. Se me abrió la boca como si fuera a beber de una botella que tenía lejos de los labios. Una caricia caliente me dibujó las piernas como el marco suave de unas medias. Se me abrieron los labios un milímetro más. Ni pestañeé ni dejé de mirarle. Saúl me agarró de la nuca con fuerza y tiró de ella hacia atrás. Observó las líneas de mi garganta. Paseó su mirada por mi escote que subía y bajada acumulando tensión; por mi vientre que se distendía ganando alivio; por mis piernas que se humedecían hasta el interior del tacón. 

El parón en seco nos indicó que habíamos aterrizado en nuestra planta. Saúl, del cuarto B, abrió la puerta agarrándome del pelo como una muñeca, sin más ayuda que su enorme erección.

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