The Objective
Mi yo salvaje

Al principio de la escalera (II)

«Yo rezaba una oración que no sabía, para, que bien arriba o bien abajo, me hiciera algo, de todo y más»

Al principio de la escalera (II)

Una mujer sentada en una escalera. | Freepik

La cabeza de Saúl me acompañó en el descenso. Procuró no interrumpir la lamida que me cosquilleaba las ingles. Acompasó el paso de la lengua y a cada centímetro que bajaba, su lengua subía; de abajo a arriba, desde el culo hasta el monte de Venus, las ingles quedaron dibujadas bajo el rastro de su saliva. A uno y otro lado, como las piernas. A uno y otro lado abiertas de par en par. Apoyé los codos en el quinto escalón. El cuarto se me clavaba en las costillas, pero no lo supe hasta que un par de líneas moradas me decoraron la espalda más tarde. Creo que podrían haberme quemado la espalda con un soplete y lo habría sentido, de igual modo, nada. Saúl tenía la cabeza metida entre mis piernas mientras agarraba cada una de las nalgas con una mano. Se habría comido una sandía entera él solo. Y un melón, o dos. Ahora me miraba las bragas de cerca, rozando en ellas su nariz. Parecía que escribiera con ella su nombre o el mío. Rastreaba. Me buscaba el clítoris, no sé si para hacer un brindis, de punta a punta. A veces lo encontraba y yo pegaba un salto sobre el escalón; sobre el tercero con el culo y sobre el cuarto con el futuro moratón. Entonces resollaba y seguía, como si hubiera conseguido alguna llave en el juego que le sumaba un par de vidas más.  

Arrastró con la nariz la entrepierna de las bragas y la deslizó de derecha a izquierda. Se quedaron a medio retirar, dejando libre tan solo uno de los labios. Saúl no se mueve por objetivos, más bien reacciona a los resultados y no se empecinó en seguir retirando la tela. Prefirió acudir a la textura carnosa y húmeda de mi coño y se puso a chupar. El labio, flexible a su tacto, entraba y salía de su boca cambiando de color. Saúl lo absorbía desde arriba, donde la succión rozaba las terminaciones nerviosas del clítoris, hasta abajo, donde la entrada a la vagina se iba humedeciendo con la tensión. Yo rezaba una oración que no sabía, para, que bien arriba o bien abajo, me hiciera algo, de todo y más. 

Saúl disfrutaba con su filet mignon. Intentaba sacarle el máximo sabor, así lo mordisqueaba, chupaba, masticaba y regurgitaba.  Pasaba la lengua por el envés de mi labio mayor izquierdo como si le aplicara mantequilla. Recogía el sabor como el aroma de una mañana que despierta llena de rocío. 

Tuve que acercar la mano y tirar del elástico de las bragas. No podía soportar la espera ni un segundo más. Lo dejé encajado en la ingle, mostrando la carnosidad de la vulva en todo su esplendor. Saúl respondió como un ciervo hambriento, como un jabalí deseoso, como un tigre desatado. Se hocicó, anclado a un lugar donde pareciera entonar el «No nos moverán». Con los ojos sobre el pubis, la nariz enterrada en la carne rosa y brillante, la boca abierta abarcando lo que pillara y la barbilla presionándome la vagina hacia el interior, estaba al borde de la asfixia. 

El banquete que se dio era denunciable ante el Estado, el ayuntamiento, la guardia real y hasta ante el mismísimo Dios. Saúl no escatimó en movimientos de lengua; tampoco en saliva, suspiros, gemidos y aprietes de carne allá donde le pillara las manos. Me estrujó el pecho para hacerlo gotear como lo hacía mi coño hinchado. Me clavaba los dedos en las caderas, atrayéndola hacia su cara con más ahínco, como si el final de una fruta que requiriere de una presión extra que la doble. Saúl me partió dos veces en dos. La rotura horizontal se me quedó durante días marcada de morado en las costillas y la vertical, durante años en las entrañas. 

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