Nada que fingir
«Gimió cuando él aceleró el movimiento de su lengua y Amanda se entregó entera, hacia la actuación»

Mujer maquillándose delante del espejo. | Freepik
Amanda se miraba en el espejo del baño con el corrector en la mano. A su lado, la encimera era un campo de batalla: base, iluminador, pinzas de cejas, rubor… Tenía ojeras y granitos en la barbilla. Se le estaba haciendo tarde y el trabajo de restauración de su rostro le resultó una tarea inabordable. Al alzar las brochas y pinceles con el ánimo de la que no espera milagros, apostó por, al menos, lograr una apariencia funcional; un mínimo de armonía que confirme que no, que ni está enferma ni tiene baja la tensión. Con esa destreza adquirida por llevar años escondiendo la historia que cuenta su cara, el secreto que guarda sus ojeras quedó enterrado. Después, disfrazó de lozanía sus granitos —esos que le brotaban cuando el estrés se le metía bajo la piel— y se delineó los ojos con pulso tenso y sin ganas. Hacía tiempo que sobre la vanidad operaba ya más la costumbre. Si no le llegaba a resultar guapa del todo, al menos cuerda, pensó. Metió a puñados el arsenal desplegado sobre el lavado de nuevo en el neceser. Se miró antes de salir y se regodeó en el resultado; una especie de otra a la que había acostumbrado ver en el espejo. Una que era ella, pero que a la vez y en parte, también lo dejaba de ser. Será por eso que cada vez le apetecían menos las citas con desconocidos, la idea de volver a empezar, las conversaciones que derriten algo el hielo, pero lo dejan sin romper. Las mismas ganas de dejar que los ojos de un otro se zambullan en su interioridad y desde allí, adentrarse ella en la del otro, como si el misterio de descubrirse se jugara como un partido de voleibol: ida y vuelta, arrojo, motivación, confianza. Y las mismas no ganas de que el partido acabe en un saque fallido, de que empiece la cuenta de puntos, de que lo ligero se tuerza en competencia y el deseo de no perder arruine la gracia del juego.
Esa noche salía con él.
Llevaban tres semanas viéndose. Él siempre la invitaba a restaurantes donde los postres venían en platos con forma de cosas. Amanda ya sabía qué se pondría desde hacía dos días: el vestido negro que moldeaba sin apretar, el sujetador sin aros que no marcaba y unos pendientes sencillos que creía que le daban luz. Se había entrenado en sonreír con el vaso en la mano, en cruzar las piernas, como le dijo una vez su ex que la hacía ver más fina, en cuidar que cada bocado no le dejara migas en el escote. No era por él, o no del todo. Era más bien por no parecer ella, aunque eso —y esto Amanda todavía no lo sabía— era lo que más la agotaba: el intento constante de ser una sin llegar nunca a saber del todo quién.
Esa noche, después de una cena larga y un exceso de vino blanco que le secó la boca, terminaron en su cama. Él bajó la cabeza, la metió entre sus piernas y empezó a moverse con ritmo apresurado, como si siguiera una coreografía que en otro momento alguien le enseñó. Amanda se acordó de que tenía vacía la nevera. Luego pensó en su abuela. Más tarde en que mañana madrugaba y por último en sí los gestos de su cara eran suficiente aliento para el ejecutador de la acción.
Decidió arquearse un poco. También se mordió el labio. Gimió cuando él aceleró el movimiento de su lengua y Amanda se entregó entera, hacia la actuación. Un suspiro forzado que adornó un orgasmo de mentira, envuelto en educación.
Al día siguiente, se lo contó a Sofía. ¿Otra vez fingiste?, le dijo mientras se pintaba las uñas de los pies en el sofá. Si no acabo, siento que fallo, le contestó.
—¿Fallar? —Sofía alzó una ceja—. ¿Esto qué es, una oposición?
Amanda se rió.
Pasaron semanas que se hicieron meses. Un par de nuevas citas. Más cenas, más sujetadores incómodos, más orgasmos que no. Hasta que un martes cualquiera, de esos que no cuentan nada en el calendario, Amanda, rodeada de naranjas desparramadas por el suelo, encontró a Saúl.
Continuará…