Nada que fingir. Parte III
«El aire corría entre ellos, era fácil, como si ninguno necesitara acomodarse demasiado al otro para estar bien»

Una pareja tomando un batido. | Freepik
El batido estaba espeso, con trozos de pulpa sin disolver. A mí es que me gusta con tacto denso, se explicó Saúl, antes de pegar un segundo sorbo. La textura irregular parecía pedir disculpas por adelantado, pero su sabor estaba realmente bueno. Amanda lo probó y fingió que engullía veneno. Puso los ojos en blanco, tosió con dramatismo y se dejó caer sobre el respaldo de la silla con un quejido. Saúl fue a salvarla, extendiendo los brazos en un gesto entre enfermero alarmado y actor de comedia muda. Tropezó con una pata de la mesa y golpeó su cadera contra el borde. Amanda rompió a reír, primero bajito intentando preguntarle si se había hecho daño, después sin poder contenerse. Puedo estar segura entre tus manos, sí, sí, sí, dijo con ironía entre risas que le nacían de en medio del cuerpo.
Saúl se frotó la cadera con una mano y levantó el pulgar con la otra, indicando que estaba bien, que no pasaba nada y que así era él, que eso era lo suyo. Subió las cejas, alardeando de ese don suyo, de hacer el ridículo sin que se le cayera nada más que la compostura justa. Tras esto, la cocina les pareció más grande. El aire corría entre ellos, era fácil, como si ninguno necesitara acomodarse demasiado al otro para estar bien; respiraban bien juntos, cercanos, tranquilos, ventilados por dentro. Amanda se llevó el vaso a los labios de nuevo, esta vez sin burla. Le gustaba. El sabor, el momento, él. Todavía no tenía palabras para ponerle a todo eso, ni hacía falta. Le saldrían más tarde, con Sofía, cuando esta le preguntara que qué tal y Amanda contestara que bien, y entonces Sofía le diría: sí, bien… ¿y esa cara de idiota?, y entonces Amanda la negaría, y repetiría que nada, que bien, que a gusto… Y se reirían juntas porque se conocen tanto como para imaginarse en la vida, siempre muy muy cerca; tan cerca que ya solo el brillo de los ojos, o la más mínima mueca que a los demás se les escapa, vale para entenderlo todo de la otra.
De tan a gusto que estaba, en su estar, estaba estando. Eso le permitió sostener el vaso frío entre las manos, tener los codos en la mesa y rememorar el sonido de la licuadora que acababa de apagarse, como si se hubiera quedado rebotando entre las paredes. Había algo reconfortante de estar ahí, y eso le hacía estar así, estando.
La torpeza con la que él se movía por su propia cocina tenía algo entrañable. Ahora buscaba una cuchara en el cajón equivocado y cuando se percató musitó que sí que era su casa, que estaba tonto, o nervioso, o las dos cosas. Amanda no paraba de reírse con él. Luego puso música. Amanda apreció que para bajar la aguja sobre el vinilo no tembló. La música sonó y ella ni preguntó quién era ni fingió saberlo. Saúl tampoco inició una charla con florituras sobre los grandes del jazz. Se sentó, por primera vez, a su lado y se quedaron escuchando. Alrededor de la mesa de la cocina, sobre sillas de anea, parecía una escena cotidiana, como si la hubieran vivido varias veces ya. Le apareció esa extraña sensación de haberse conocido de antes, no por recuerdos precisos, sino por la enorme intensidad del ahora. Esa sensación en la que, de tanto que el otro está aquí conmigo, parece que hubiera venido de atrás, como si en el pleno acto del presente, nítido y lleno, se reescribiera toda nuestra historia. Lo raro ahora es sentir que nunca has estado aquí, de tanto que estás.
En algún momento, se descalzó. Lo hizo sin pensar, empujando los zapatos con la punta de los pies hasta que cayeron bajo la mesa. Ni pidió permiso ni lo señaló como un acto de notoria o fingida comodidad. Fue algo mínimo, pero suficiente para percibirse sin armaduras. No había intención. Saúl le gustaba y ella sentía un extraño regusto a ¿hogar?
Entre las notas dispares del jazz, alguno decía algo y el otro respondía con una frase corta o con una risa baja. No charlaban para rellenar espacios, más bien para acompañarlos. Amanda no medía sus palabras ni se esforzaba en parecer más lista, más graciosa o más algo; solo estaba y estaba bien. Saúl le ofreció otro vaso porque quería que se quedara un rato más y Amanda aceptó porque quería quedarse, así de simple.
Cuando miró el reloj y vio que se le había hecho tarde, se levantó para irse. Ni se excusó ni se inventó razones –bueno, me voy que tengo cosas–. Solo se puso los zapatos, se recogió el pelo en un moño más deshecho que el que llevaba al llegar y le dio las gracias por ese rato con una sonrisa. Al salir al pasillo, no pensó en si él la invitaría otra vez, ni en qué se pondría si volvían a verse. Solo sintió algo leve, como un hilo que no aprieta, pero sí que tira. Salió sin su conocido deseo de agradar de más. Se sumergió en el pasillo desde la rareza amable de sentirse una misma sin miedo a que el otro lo note.
¿Nos vemos pronto?, se despidió Saúl. Nos vemos pronto, le afirmó Amanda. No intercambiaron el teléfono ni fijaron citas aplazables o incumplibles. Cuando llegó el ascensor, Amanda le ondeó un adiós con la mano al grito de ¡Hasta pronto, vecino! Se miró en el espejo y no se vio ni guapa ni fea. Todo un logro. Se pasó una mano por el cuello, sintiendo el calor tibio del piso y de la mirada de Saúl. Sonrió, una, dos y hasta tres veces, allí, sola, sin necesidad de ningún público.