Nada que fingir. Parte IV
«Sacudió la cabeza ante esta idea para alejar la cara de Saúl de entre sus piernas, merendándosela como una sandía»

Una pareja comiendo una sandía. | Freepik
Amanda se detuvo frente al portero automático y, sin pensarlo más, timbró. Lo hizo rápido, llenando de aire sus pulmones para bucear en la vergüenza antes de arrepentirse. No hubo respuesta y se quedó un rato mirando la puerta, con las cejas levantadas y el ánimo neutro. Cuando logró pestañear se fue calle abajo. Llamar, así sin más, no era una idea que soliera tener, y hacerlo con una propuesta bajo el brazo mucho menos. Amanda se dejaba llevar por planes ajenos, se adaptaba a los gustos y haceres de los otros; solía lograr sacar jugo a alguna parte del plan, fuera el que fuera. Pero esta mañana se despertó con ganas de algo muy concreto, charlar con Saúl, verle, compartir algo con él, mostrarle sus dotes culinarias, volver a escuchar jazz… Estaba verde en esto del proponer y acercarse por segunda vez al portal le costó el doble. Cruzó la calle con la bolsa vacía del pan y se detuvo de nuevo frente al portero automático de Saúl. Pensó en marcharse, en comprar algo primero, en posponerlo para cuando tuviera un plan más cerrado o el pelo más domado, pero apretó el botón con un impulso que le picaba desde el estómago. Esta vez, una voz sorprendida respondió del otro lado.
—¿Hola?
—Hola… soy Amanda. Segunda llamada, espero no molestar…
—¡Qué bien que insistas! ¿Subes?
Hubo un segundo de silencio. Amanda se esforzó en seguir con el plan en un tono casual.
—Voy a la frutería —añadió sin saber cómo seguir— y… pensé que podría hacer la cena esta noche y así puedo… no sé… devolverte el favor del batido ese raro que casi me mata.
Hizo una pausa mínima, como si buscara otra palabra.
—Me parece justo—aceptó Saúl— ahora me toca arriesgar la vida a mí. ¿Te animas a cocinar aquí? Si me matas, podrás borrar tus huellas antes de salir…
—Estupendo, y tienes exprimidor oficial, además, lujo-lujo.
Él rió. De fondo se oía una música suave, sería la banda sonora de este guión.
Amanda se alejó conteniendo su cara de tonta y sus ganas de correr. Le temblaban un poco los dedos y la respiración. Contuvo también el impulso de escribirle a Sofía. Si lo hacía, se iban a poner a imaginar de más. Suspiró un «lo siento, Sofi» del que se reirían juntas más tarde.
Cuando llegó a la frutería se percató de que no sabía qué le podría gustar, si tenía alergias, gustos pedantes, sencillos, infantiles; si sería vegano, tiquismiquis, melindroso… Recordó que habían quedado más para asesinar que para deleitar, y de ahí sacó el impulso que requiere el atrevimiento. Además, le pareció que tenía pinta de comer de todo, mucho y bien. Sacudió la cabeza ante esta idea para alejar la cara de Saúl de entre sus piernas, merendándosela como una sandía.
–Y media sandía, de esta que tienes aquí cortada, gracias, y ya nada más, me cobras todo por favor, Marieta–dijo en una sola bocanada de aire.
Al llegar a casa, el tiempo se estiraba como un chicle gastado. De y cinco a y media le pareció una eternidad, pero de y media a menos cuarto, toda una vida. La lectura no le abrazaba el interés; las letras se le despegaban de la cabeza como adhesivos viejos que se caen solos de la nevera. Ya había barrido, fregado y recolocado los limones en el frutero dos veces, buscando algún sentido que no encontraba. Hambre no tenía, sueño tampoco y paciencia parecía que aún menos. Para ducharse y salir todavía faltaban unas horas. Faltaban tantas como, de repente, fueron pocas.
De y media a menos cuarto se le escurrió como agua por un colador y de menos cuarto a y cuarto los minutos se empujaban y pegaban con chulería entre ellos por salir antes. Amanda, frente al espejo, se preguntó cómo de repente, tan pronto era tan tarde.