Nada que fingir (IX)
«Amanda había separado los labios entre sí y le buscó con la lengua blanda con la que se prueba el merengue»

Pareja besándose en el sofá. | Freepik
Saúl no le soltó la cintura ni la bajó de sus rodillas. Amanda había separado los labios entre sí y, al entreabrir un poco la boca, le buscó con la lengua blanda con la que se prueba el merengue. Le apretaba la nuca con una mano; con la otra tanteaba la mesa sin mirarla para soltar el cuchillo. Le siguió besando con la boca cada vez más abierta y cada vez con la lengua más profunda. Se les enredó la respiración; parece que a Saúl se le disparó un hum largo, como el inicio de un blues.
—Al sofá— murmuró él, con la voz rota, y la cogió en brazos.
Amanda le lanzó la otra mano al cuello y se dejó llevar. El sofá estaba a unos pasos, frente a la ventana, que lucía como un escaparate. Saúl se sentó y Amanda quedó a horcajadas sobre él. Se inclinó sobre ella. La besó con tanta ganas que se tropezaron con los dientes del otro.
—Ya sé que no puedes contenerte la risa, no lo hagas… ríete.
Al hacerlo, Saúl ascendió las manos por dentro de la camiseta tanteando la piel de su cintura y las costillas hasta encontrar la curva de su pecho. Amanda, de un respingo, se le entrecortó la risa y sin paciencia, se dio un tirón de la prenda hacia atrás. Casi aplasta la planta con la que Saúl intenta separar visualmente el espacio entre cocina y salón, pero no, cayó al lado y ahora yace arremolinada como un perro que espera. A Saúl se le pegó la prisa y le bajó el sujetador a la de una. Así, sin dos ni tres, las tetas se le quedaron al aire. Se lanzó sobre ellas, besándoselas con la respiración acelerada. Amanda, con la espalda arqueada, estiraba los brazos para hundir los dedos en el pelo de Saúl. El tono de sus gemidos parecía seguir las bases de las trompetas de Miles Davis, Chet Baker o Coltrane. El de los de Saúl eran más bien tipo hambriento, de contrabajo desbocado. La cadera de Amanda tecleaba notas de piano que se colaban por la entrepierna de Saúl, al que le bombeaba una erección como subidas y bajadas de un saxofón que improvisa.
La cocina quedaba iluminada al fondo de la habitación. Es como si la banda hubiera salido del escenario y bajado al público; como si en el cruce de ambos una orgía de cuerpos e instrumentos hubieran abandonado la escena principal en la búsqueda de las sombras que ayuden al delirio. Amanda, en este punto, ya andaba frotándose contra su erección.
—Quiero que me entres ya— le dijo al oído, mordiéndole el lóbulo.
Él le apretó la vulva con una mano por encima del pantalón. Estaba ardiendo, como la parmiggiana. Presionó los huesos de su mano buscándole los pliegues, los montículos y hendiduras. Una lectura en braille del coño de Amanda con la que ella gimió algo más, tanto por el gusto como por la sorpresa. Buscó a tientas el cinturón de Saúl. Lo desabrochó y tiró del pantalón como una niña caprichosa que pide un helado. Saúl se lo bajó no más que para que su polla respirara con otro ánimo y menos dificultad. Amanda la abrazó como viejas amigas. Al fin y al cabo, parecía que la escena la hubieran vivido alguna otra vez ya. Por eso no le pareció extraño rodearle la polla con la mano, envolverle el glande con la palma y empezar a desenroscar. Babeaban. Entre sus besos; debajo de la mano de Saúl y detrás del pantalón; bajo la palma de Amanda, babeaban. Les apareció de nuevo esa extraña sensación de haberse conocido de antes…Esa sensación en la que, de tanto que el otro está aquí conmigo parece que hubiera venido de atrás… Lo raro ahora era sentir que nunca habían estado ahí, de tanto que estaban.
—Ya verás cuando le cuente a Sofía que ya no me presento a la oposición.
—¿Cómo…?
—Que sigas, Saúl, que sigas y no pares… que ya… no… me presento a…
FIN