The Objective
Mi yo salvaje

Simplemente sucede

«Saúl me espantó como se espanta a una rata, con una coreografía de gestos y decires exagerados que me costó creer»

Simplemente sucede

Una persona escribe a mano en una imagen de archivo. | Freepik

Al descubrir, en un abrazo sostenido de más, que se estaba demasiado bien como para despegarse, no sabíamos que el amor nos sobrevendría instalado en la imprecisión de una forma difícil de concebir, pero también de contener. 

Las manos de Saúl se me clavaron como garras; unas que en movimiento iban creando lo nuestro y desgarrándolo a la vez. Por mucho que me las sacudiera de encima, volvían como imanes que sostienen sobre la nevera el dibujo torpe de un niño sin mucha gracia. Un vínculo incómodo e impreciso que nadie en su sano juicio decidiría sostener. En cada beso un rasguño por el que nos colábamos más; en cada mirada un empujón en los hombros hacia el otro. Inconvenientemente, empezamos a querernos sin querer y cuando nos dimos cuenta, estábamos demasiado enredados como para saber pararlo.

Nunca cedió Saúl a buscarme desde ningún otro lugar que no fuera el de sus ganas de mí. Yo no le pedí que me buscara desde ningún otro, tampoco. Me pregunto, si lo hubiera hecho, si hubiera podido contener todo lo que estuvo por venir, eso tan irritante del quererse sin quererlo y con lo que tuvimos que vivir a pesar de nuestra frágil voluntad

Saúl me espantó más de una vez como se espanta a una rata, con una coreografía de gestos y decires tan exagerados que me costó creer de verdad. Ojalá se hubiera esforzado un poco en mirarme con unos ojos menos brillantes o con un adiós más afectuoso sobre el que haber podido leer la indiferencia, y así, por fin, descansar. El ánimo de descuidar lo insostenible alimentó muchas de las fantasías que, impredeciblemente, nos llevaron al otro con más fuerza. Soñamos juntos con una vida después de ti, sin ti y mientras eso llegaba, un amor molesto, sobrevenido como un susto estratégico e informe, ponía la polla de Saúl tan dura que no pareciera posible que fuera cosa del amor. 

Caer de rodillas entre sus piernas para buscarle en el olor de las ingles mientras relamo la idea de succionarle como un polo de hielo, no parece posible que sea cosa del amor. Ni mucho menos pensarme abierta en dos por sus manos mientras decide con poderío por cuál de mis agujeros me va a taladrar. En los brazos de Saúl no habitaba desprotegida como una niña sin amparo o una cierva sin cobijo. En ellos sabía subir y bajar como lianas, guiada por mis ganas de estar y estar junto a él. Por eso cada mordida en el cuello era el pellizco necesario para saber que andábamos despiertos, que estábamos follando porque de ni un otro modo se nos ocurre poder estar más presente, aunque el deseo de una ausencia permanente sepa los hilos que sí y no debemos tocar. Y con todo eso, me abría de piernas ante su pelvis en llamas, ante sus ojos incandescentes y su glande volcánico, para que me colara su magma lechoso en lo más profundo; allí donde se tornan lágrimas que me sorbía para volverlas a eyacular en mi interior. 

De tanto que nos cuidamos de no cuidar, se nos escapó la honestidad de un sentimiento despeinado, ojeroso y maloliente que no lograba dejarnos en paz. Decididos a pisotear el latido de cualquier cosa que rezumara algún atisbo de vida, asesinamos la cordura y alguna cosa más. Saúl y yo nos ocupamos de follarnos tanto y con tantas ganas que resultaba en follarnos muy bien. Y con tanta polla y tanto coño, con tanta lujuria, goce, espasmo, baba y sudor, cómo íbamos a saber que eso también era cosa del amor. 

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