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Singapur, el país mejor gobernado del mundo en el que te dan una paliza si te comes sus gallinas

Cuando se vuela de vuelta a casa, uno se pregunta por qué su democracia no funciona como esta dictadura

Singapur, el país mejor gobernado del mundo en el que te dan una paliza si te comes sus gallinas

Con sus 165 metros de altura, la noria conocida como Singapore Flier es una de las mayores del mundo. | TO

Lo multaron, le dieron tres latigazos y lo deportaron. Y no eran latigazos normales: eran tres castañazos con una vara de ratán que le abrió la carne de la espalda hasta el punto de mandarlo al hospital tras el primero. Cuando curaron a aquel hindú, le dieron la segunda ración de varetazos y, más tarde, la tercera. Su pecado fue comerse una gallina ornamental que atrapó en un parque público.

La policía de Singapur es casi invisible, es raro verla, pero poseen miles de cámaras desparramadas por toda la ciudad-estado. Aquel tipo negó relación alguna con la desaparición del ave, pero la grabación en vídeo dictó sentencia. Tuvo suerte. En Singapur existe la pena de muerte, y recetan la pena capital a una decena de reos cada año por el método de la horca; llevan a cabo las ejecuciones los lunes. Casi todas ellas están relacionadas con la droga. El llevar una cantidad mínima equivale a ganarse un pasaje al otro mundo de manera automática.

Todo lo que se ve en esta imagen es espacio detraido del mar. Por la avenida corre la Fórmula 1.

Sin embargo, Singapur, con sus alrededor de ocho millones de habitantes, posee uno de los índices de criminalidad más bajos del mundo. Casi al nivel del Vaticano, hay una media de cinco asesinatos al año, y siempre te mata alguien cercano. Un marido celoso, un vecino (muy) molesto o una novia despechada es casi siempre el responsable último; muy rara vez un desconocido. El respeto por lo ajeno es sagrado.

Fue el que no tuvo aquel ciudadano para con la gallina de Guinea, una suerte de pollo negro con patas y cabeza de colores que viven sueltos por los parques públicos. Comparten espacio con lagartos de un metro, parecidos a los de Komodo pero inofensivos, y manadas de nutrias salvajes. Está prohibido darles de comer o molestarlos bajo fuertes multas.

Colonia británica durante la primera mitad del siglo XX, cuando Malasia logró su independencia, aquel poblado de pescadores sureño llamado Singapur era una provincia más. Con el tamaño de la ciudad de Madrid, dos años después, en 1965, decidieron separarse.

Las relaciones no siempre son buenas con el vecino del norte. Cuando las tensiones afloraban, de manera casual, una excavadora a menudo rompía sin querer una de las tuberías que proveían de agua potable desde el país del norte. En Singapur apostaron por fabricarse su propia agua, y disponen de gigantescos sistemas de depuración, desalación y tratamiento de aguas. Declararon la guerra al plástico de un solo uso, y por sus calles hay decenas de modernas fuentes con las que rellenar gratis botellas y recipientes.

Singapur es un país que se ha construido a sí mismo, literalmente. Pasó en medio siglo de ser un poblacho inmundo a una de las economías más dinámicas y el tercero más rico del planeta. En los últimos sesenta años ha crecido un 20%. Sí, el país es más grande, al más puro estilo holandés. Lo han hecho a base de ir comprando arena a los países circundantes, lo que ha levantado ampollas en destinos como Indonesia, porque «se están montando un país a base de desguazar el nuestro», gritan. Cada vez tienen que traer la arena de más lejos.

Con esa arena han expandido su territorio y han creado calles y carreteras. Por ellas ruedan relativamente pocos vehículos. Los índices de tráfico son muy bajos y no es porque a sus habitantes no les gusten los coches, sino porque son los más caros del universo. Con la idea de evitar que se convierta en una isla-atasco, revientan a impuestos a los vehículos, que pagan excesos de entre el 100 y el 320 por ciento de tasas sobre el precio original.

Pues si, en Singapur se venden coches de la marca Seat.

Esa es la parte barata; la cara es la matrícula y su consiguiente permiso de circulación. Poder llevar un trozo de metal de color negro y letras blancas cuesta unos 100.000 euros y tiene una validez de diez años. Pasado ese periodo de tiempo, vence su vigencia y, por lo tanto, el coche que la porte quedará proscrito e inmovilizado. Es una de las razones por las que no hay coches viejos; cuando pasan esos diez años, se desguazan o se exportan. A cambio, el transporte público es modélico.

El metro, su eficiencia, líneas y funcionamiento es rayano en la perfección, y no es necesario sacarse tarjetas dedicadas para pagar. Se puede hacer con ellas si se desea, pero también con teléfonos, tarjetas bancarias, relojes o cualquier otro sistema de pago mientras se escucha el piano. En muchas de sus estaciones hay instalados pianos de libre uso. Es fácil esperar el metro que te lleve a Orchard Road, la Gran Vía de Singapur, mientras se escucha a un estudiante de música tocar a Chopin.

Si se quiere algo más personalizado, se puede coger uno de los 14.000 taxis que hay en la ciudad. Todos ellos son propiedad de cinco compañías, ninguno pertenece a sus conductores. Cada taxista llega a un acuerdo con ellas y lo alquila a razón de unos 50 dólares al día. A partir de ahí, lo que recaude es suyo. Si se paga en metálico, todo va al bolsillo del conductor; si se paga con tarjeta, hay un recargo que eleva el precio y el exceso va a parar a las arcas de la compañía.

Bibliotecas monumentales

En esta dictadura de corte socialista, las bibliotecas públicas ocupan rascacielos, sus universidades están entre las mejores del mundo y su sanidad pública es sobresaliente… para los locales. Si eres guiri, te las apañas a base de pagártela tú, aunque abones impuestos como los aborígenes.

Se percibe el sueldo sin retenciones, y los primeros 20.000 dólares de Singapur ingresados –unos 16.000 euros– están exentos de carga fiscal. A partir de ahí hay un escalado con un tope del 20 %, pero para abonar esa barbaridad los emolumentos anuales han de llegar a los dos millones de dólares. Al contribuyente medio no le hace falta ni asesor fiscal: en marzo le llega un correo electrónico con la declaración de la renta ya hecha, con un enlace para aceptarla y elegir cómo abonarla, si de una tacada o a plazos mensuales sin recargo alguno.

El hotel Marina Bay visto desde la pasarela del jardín colgante.

Las reglas de comportamiento social están bastante reguladas. Dejar una bandeja en una hamburguesería sobre una mesa tiene multa: 500 dólares. Rodar por las aceras subido en un monopatín, 500 dólares. Fumar en lugares no acotados, 500 dólares. Molestar a los animales, 1.000 dólares. Usar pornografía, 500 dólares. Arrojar papeles, latas o basuras por las calles, 1.000 dólares. No cruzar una avenida por sus numerosos pasos elevados o un paso de cebra: 2.000 dólares y posibilidad de talego.

También podría costar 2.000 dólares dar un mitin político por las calles, que esto es una dictadura, que nadie lo olvide. Las multas regulares más altas se las llevan aquellos que abusen de su acelerador. Hasta 5.000 dólares de sanción por conducir en la creencia de que son la reencarnación asiática de Fernando Alonso. Una de las afrentas civiles más graves es robar el WiFi al vecino: hasta tres años de cárcel.

Lo del chicle

Lo del chicle requiere una explicación más detallada. En 1992 las autoridades locales emprendieron una batalla contra las toneladas de goma de mascar que se veían obligadas a arrancar del suelo. Realizaron un estudio para comprobar que su prohibición no afectaba a ninguna industria local y, cuando detectaron que no ocurriría nada a su economía, los declararon ilegales. Pero hay una excepción: la receta médica. El poco chicle existente en la isla se vende en farmacias, y solo pueden usarlo personas que hayan sufrido operaciones maxilofaciales y necesiten reforzar la musculatura de su mandíbula.

En la también llamada ciudad jardín tienen una fuerte conciencia medioambiental. Con la mayor parte del país urbanizada, no desean perder su conexión con la naturaleza, de ahí la cantidad de áreas verdes en plena jungla de asfalto. Un reflejo es que resulta habitual ver jardines colgantes en muchas de sus torres, y es que hasta eso está regulado. Un porcentaje de los metros cuadrados construidos ha de ser zona verde y abierta al público. La solución, para aprovechar todo el rendimiento de la superficie, fue colocar bosques en mitad –sí, en mitad– de sus edificaciones. Es habitual ver edificios de medio centenar de plantas interrumpidas por áreas vegetales; donde debería haber apartamentos o una azotea, hay un parque público al que se puede subir en ascensor.

Los edificios tienen espacios verdes en altura.

El idioma habitual es el inglés. A diferencia de Hong Kong, aquí lo hablan todos. También, y dependiendo de la etnia a la que pertenezcan, hablan malayo, chino mandarín o hindú. El grupo más amplio es de origen malayo, que viene a ser la mitad del conjunto; los chinos son una cuarta parte, y del 25% que queda, algo más de la mitad son hindúes. El resto son expatriados, por norma general ejecutivos de empresas que aprovechan las ventajas fiscales y la situación geográfica.

El país no está en venta

Los extranjeros no pueden comprar propiedades, solo alquilarlas. El 80% del suelo es del gobierno, y no suele venderlo, sino concederlo durante un tiempo limitado. Hay chalets de 25, 50 y hasta 100 millones de dólares. Estos precios son bastante normales. A pesar de la monstruosidad de estas facturas, la gente tiene acceso a pisos públicos de alquiler por precios que oscilan entre los 300 y los 600 euros. Si el sueldo de un camarero de un bar pequeño ronda los 2.000 dólares o una secretaria puede irse a los 3.500, el nivel de vida es muy superior al de los europeos medios.

El grupo más rico de todos es el de los chinos católicos, y esto tiene reflejo en los centros comerciales. Según se camina y se van oyendo conversaciones, se es consciente de que son entornos de nivel alto o bajo. El grupo menos afortunado es el de los hindúes, a los que les cuesta trabajo integrarse. Sin embargo, ocurre algo pintoresco con los visitantes de este origen. Singapur es uno de los lugares donde más barato cuesta el oro en todo el mundo, porque no tiene impuestos de ningún tipo, y los índices de pureza suelen ser muy altos. Cada día vuelan miles de hindúes en un trayecto de cuatro horas y media, y a cambio de unos 300 euros, para comprar oro. Hay hoteles que viven casi en exclusiva de ellos.

Se venden lingotes de oro por las calles como cualquier otro producto.

La comida es bastante barata, a niveles occidentales bajos, aunque las copas son carísimas. Se puede comer por diez o doce euros, pero un Singapur Sling, el cóctel más popular, no te lo tomas por menos de 15 en un establecimiento de medio pelo. En un garito de cierto fuste puede irse al triple. El alcohol cuesta caro. Una botella de vino Muga que en España cuesta 10 o 12 euros se puede ir fácilmente a los 50, y en un restaurante a los 120. Otra cosa carísima son los helados: es raro que un cucurucho de una bola no roce los diez euros.

Toda la comida es importada

Apenas hay campesinos ni granjeros, y toda la comida es importada. Toda es toda. No hay prácticamente nada que sea de producción local porque no es rentable. El suelo es escaso y, por lo tanto, muy caro, y resulta mucho más conveniente ocuparlo en otros menesteres. Las playas son malas, porque el entorno sur de Singapur está rodeado de barcos y actividad industrializada. Es un punto estratégico en la región y, en realidad, no es bonito. Puedes estar en la playa, pero apenas vas a ver bañistas; solo barcos gigantescos pasando por delante.

Los singapuríes sí van a la playa, tienen muy pocas, y las lúdicas están en la vecina isla de Sentosa, el lugar de esparcimiento de los locales. Hay campos de golf, hoteles, un parque de atracciones Warner, un acuario y atracciones dedicadas a Harry Potter. Algo bastante pintoresco es que en los restaurantes no hay servilletas. Tan solo te venden toallitas húmedas al final por si quieres limpiarte las manos. El que quiera servilletas se las tiene que traer de casa.

Al igual que los países del entorno, las sirvientas caseras, casi todas indonesias o filipinas, libran el domingo. Las familias para las que trabajan las invitan a irse de casa durante esa jornada. Por la mañana salen y vuelven por la noche. Es normal verlas agrupadas en parques y jardines, o debajo de puentes peatonales, donde comen con sus amigas. Pueden tener pareja y mantener relaciones sexuales. Lo que no pueden es quedarse embarazadas. Si esto ocurre, las devuelven a su país de origen.

El servicio militar es obligatorio para varones, dura dos años y se puede hacer en el ejército o la policía. Una de sus funciones es, o al menos era, mantener a raya a los tigres. Hace cien años era bastante frecuente que entrasen en la ciudad y atacaran a la gente. En aquella época se premiaba a los atrevidos que se enfrentasen a ellos a escopetazo limpio. En una ocasión, uno fue liquidado en la misma puerta del Hotel Raffles. El último se mató en 1930. Ahora están protegidos.

Un ejemplo en muchas cosas

Singapur es muchas cosas. Una dictadura, un prodigio económico, un motor de la región y un ejemplo a seguir en muchas cosas –en otras, no tanto. Es también una ciudad espectacular, un destino sorprendente, un crisol de culturas que viven en equilibrio y uno de los países más ricos del mundo que se han creado a sí mismos sin apenas recursos naturales. Pero también algo más profundo que el visitante occidental palpa: no es una democracia, pero se vive mejor que en su país, lo que pone en duda que las elecciones, el voto, los parlamentos y la representatividad sean la mejor opción.

Cuando se vuela de vuelta a casa desde el aeropuerto de Changi, considerado el mejor del mundo, con cines gratis para viajeros con tiempo, uno se pregunta por qué su país no funciona como este. El indio de los latigazos también se hace preguntas cuando se ve las cicatrices de los latigazos en la espalda, pero son otras.

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