Diego S. Garrocho: «El 'Sálvame' de TVE es el símbolo del declive estético y moral del PSOE»
El profesor y columnista visita ‘El purgatorio’ para presentar su libro ‘Moderaditos: Una defensa de la valentía en política’
Es habitual que los profesores de universidad se queden en sus aulas, en sus castillos del saber. Y que no salgan al debate público y publicado. Pablo Iglesias y su clá fueron una excepción. Luego hay otros profesores, es el caso de Diego S. Garrocho (Madrid, 1984), que sí quieren estar analizando lo que pasa. Sin ánimo, eso es cierto, de montar partido alguno. Garrocho, profesor de Filosofía Moral en la UAM, fue jefe de opinión de Abc, y ahora es columnista en El País y colaborador de la Cadena Cope. Acaba de publicar Moderaditos: Una defensa de la valentía en política.
PREGUNTA.- Una idea que defiende es que la política se ha convertido en una religión contemporánea. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
RESPUESTA.- Esto es algo que tenían claro los revolucionarios. Es más fácil, o es posible, vivir con Dios o contra Dios, pero es muy difícil vivir sin Dios. La gente necesita creer en cosas. A mí me enfada mucho cuando se dice aquello de «los jóvenes no creen en nada», «la gente no cree en nada». Eso es muy difícil. La gente necesita tener certezas robustas y coloca su identidad en lugares protegidos de toda duda. Entonces, eso se puede hacer en el ámbito religioso o en el ámbito civil, en el ámbito político.
Y hemos construido identidades muy robustas en torno a las ideologías, y ni siquiera a las ideologías, a las adscripciones partidistas. Gran parte de la conversación pública, del debate público, nunca es disputando las utopías —una de izquierdas, otra de derechas—, sino un puro seguidismo de siglas. Y a mí me parece que la disputa ideológica es perfecta, es maravillosa. Es uno de los motores de la democracia liberal y constitucional. Pero la adscripción a las siglas me da una pereza horrorosa.
P.- Una de las cosas que ocurre en España no es que alguien nace de izquierdas. Es más bien que empieza a votar al PSOE y se mete dentro del PSOE o del PP, ya toda la vida. Es un seguidismo, pase lo que pase.
R.- Incluso traicionando sus propias ideas. Es decir, si seguimos las políticas contemporáneas, vamos a ver que en muy pocas ocasiones se critica la dimensión nuclear o ideológica de los partidos. Es decir, lo que se está criticando son elementos esenciales de la democracia constitucional, como la separación de poderes, como el respeto a la prensa libre, como una determinada cortesía en la palabra pública. Y eso no es de izquierdas ni de derechas; simplemente son las reglas maestras que deberían ordenar el debate.
A veces, es muy decepcionante ver cómo hay personas que son capaces de defender las siglas de un partido, aun cuando puede estar siendo desleal al propio núcleo ideológico del partido, por puro seguidismo. Es una pregunta que le hice una vez a Felipe González: ¿a quién debía servir un político? ¿A sus ideas, a la sociedad, a las siglas del partido o a la ideología del partido? Porque no siempre coinciden.
P.- Entonces, si esto lo hace Ayuso, es de derechas; y si lo hace Sánchez, es de izquierdas. Es inamovible. Y hay cosas como la amnistía. ¿Por qué la amnistía va a ser de izquierdas? Pero la gente, como lo hace el PSOE, califica esta idea de izquierdas. Eso siempre les pasa.
R.- Y por supuesto, también te identifican. Es decir, si tú criticas una medida de un partido de derechas, inmediatamente te van a tildar de ser de izquierdas, aunque la medida que tú estás criticando —insisto— no sea ideológica, sino de un puro respeto a las reglas del juego. Y viceversa: si uno critica determinadas políticas del gobierno de Sánchez, inmediatamente vas a parecer un derechista peligroso, cuando no tiene por qué ser así. Yo escribí una columna: «Hace falta ideología». A mí me encantaría que estuviéramos en un mundo mucho más ideologizado del que estamos. Sí, es que creo que no estamos ideologizados.
P.- Los españoles son de un partido, no de una ideología.
R.- Hay muy pocas personas que concurran a la deliberación pública presentando una utopía ideológica. De verdad, me encantaría ver a intelectuales de izquierdas, intelectuales de derechas, disputar sus respectivas utopías. Pero eso casi nunca ocurre.
P.- La política es una religión sin misericordia, sin entendimiento con el otro, sin perdón, sin tradición milenaria. Es una religión moderna y pobre a la vez.
R.- Incluso una religión posmoderna. Es un fetiche contemporáneo con el que la gente encuentra un asidero en el que poder encontrar una identidad, un grupo que te defienda, una hoja de ruta —que además cada vez es más difícil—. Porque, claro, al no estar muchas veces arraigados en principios sólidos, lo que hace es que esa hoja de ruta se vaya moviendo. Y bueno, todos tenemos una cierta flexibilidad, claro, pero que te rompan la cintura y tengas que defender una cosa y después su contraria en un espacio de tiempo muy breve… eso no se puede hacer sin resentirse, creo, interiormente.
P.- Tengo una curiosidad relacionada con la fe, también con la cultura. Además, se lo pregunto siendo usted profesor universitario. Es un debate que en España no sé si se ha dado tanto. En Francia sé que sí, que es el tema del uso del hiyab en las aulas. ¿En ese debate tiene una opinión formada?
R.- No, no la tengo. Y además, cuanto más escucho a la gente que más sabe —ese es uno de los lugares donde podría, como siempre, no arrojarme y opinar por encima de mis posibilidades—, periodistas, gente muy matizada y gente de la que me fío, opinar en una dirección u otra… no lo tengo claro. Hay muchos matices. La propia tradición laicista de Francia hace que la religión se divida de una manera muy distinta, y es un laicismo muy militante.
Yo, sobre todo, tengo lagunas. Y fijar posición en torno a un tema en el que me confieso ignorante, y en el que concurren —como digo— principios que me parecen razonables… De una parte, la igualdad entre hombres y mujeres; de otra parte, la absoluta confianza en que una persona mayor de edad pueda vestir como le dé la gana. Matices que, para mí, son del todo ajenos porque los desconozco. Es decir, no he estudiado la cultura islámica como para poder saber cuáles son los matices vinculados a ese tipo de cuestiones. Y he visto a personas muy sabias fijar posición en dirección contraria.
Hay muchos temas sobre los que no tengo… Esto me pasa también en tertulias: hay temas sobre los que no opino. Por ejemplo, cuestiones económicas. Soy un ignorante casi total, quiero decir. Entonces, mi opinión no puede valer más que la de cualquier persona a ese respecto.
P.- Diego S. Garrocho tiene nuevo libro: Moderaditos: Una defensa de la valentía en política. Lo publica en Debate. Si yo le digo: «Diego, eres un moderado», ¿esto para usted es elogio, es crítica? ¿Cómo se lo toma?
R.- Depende de quién me lo diga, pero «ya me gustaría a mí». Si alguien me dijera eso, diría: «Ya me gustaría», porque creo que la moderación es una virtud clásica. Y que la moderación, además, se dice de muchas maneras. O sea, yo creo que los críticos con la moderación normalmente imputan a la gente moderada el querer agradar a todo el mundo. Pero creo que, en el contexto contemporáneo, un moderado lo que corre es el riesgo de molestar a todo el mundo. Porque la moderación —y esa es una de las tesis esenciales del libro— no es simplemente una cuestión de buenas maneras, no es una cuestión, digamos, de talante dialogante, sino que tiene que ver con la posibilidad y la capacidad de impugnar los bloques ideológicos, y eso te lleva a dudar.
Entonces, yo, sobre todo, creo que en las dos disciplinas a las que he dedicado mi vida —que son la filosofía, con mucha más insistencia, pero cada vez más también el periodismo—, creo que el motor emocional es el mismo: la duda y la sospecha. Y esa duda es muy fácil ejercerla con respecto a las creencias de otros. Pero la duda, sobre todo, tiene valor —creo— cuando uno la ejerce contra sí mismo. Entonces, yo soy una persona que intenta dudar y que intenta cultivar la duda con respecto a mis pocas certezas. Y creo que esos, como digo, son los dos principios esenciales de mis dos vocaciones.

P.- ¿Qué es un moderadito? No sé si hay mucha diferencia entre cuando se dice: «Mira, el moderadito» o «un moderado». Siempre se establece el diminutivo, como aquello de la «derechita cobarde».
R.- El diminutivo puede tener una carga afectiva, una carga peyorativa. Y cuando se refiere a la moderación, normalmente «moderadito» … eso suele venir, sobre todo, de una derecha más radical que trata de cuestionar las posiciones más prudentes de otras personas, que bien se pueden situar a la derecha o que están lejos. Y, además, manejan siempre una cláusula: que quien no comparte sus ideas lo hace por temor, que quien no se atreve a decir grandes verdades, o quien no se atreve a impugnar cosas de una manera muy estruendosa y muy sonora, es por miedo.
El libro lo que viene a explicar es que no es por miedo. Que hoy en día es mucho más fácil encontrar refugio en algún rebaño, protegerse… Incluso creo que hay una… podríamos seguir el rastro del dinero. Te va a ir mucho mejor, sin duda, si encuentras una moral de rebaño en la que inscribirte. Pero a veces, lo valiente es bajar el volumen, sembrar dudas, partir un problema que parece único, dividirlo en partes… Bueno, pues eso. Creo que es un gesto de valentía.
«Ser moderado es un signo de valentía»
P.- Dice lo de la cobardía, pero también pasa algo interesante que comentas en el libro y que se da en el día a día: la diferente concepción del moderado en la izquierda y en la derecha. Porque en la izquierda, el moderado es que no es de izquierdas, es que «nos ha engañado», «este tío es de derechas». Pero en la derecha no es que no sea de derechas, sino más bien es que es un «cobardón», es que es muy «tibio». La izquierda te expulsa del grupo porque no tienes la pureza. En la derecha criticas algo de tu propio grupo, no dejas de ser de derechas, pero eres un tibio, un moderado.
R.- Sí, la herejía, digamos, se expresa o se señala de maneras distintas a la izquierda o a la derecha. Para la izquierda, la clave es la impureza: hay una mácula, no eres lo que dices ser, en el fondo eres un infiltrado, en el fondo eres más de derechas de lo que parece. Mientras que la derecha juega mucho la vía de la testosterona: «Lo que te faltan son agallas para decir en alto lo que todos estamos pensando».
Esto no siempre es así. Es decir, yo creo que ese es el marco más general. Pero sí que es verdad que hemos visto que el lenguaje testosterónico también, digamos, ha cruzado la línea y aparece en la izquierda. A Pedro Sánchez le hemos visto en muchas ocasiones hablar de agallas: «A ver quién tiene agallas», o «El señor Feijóo no tiene agallas», o a sus críticos les llama, por ejemplo, «los baroncitos», con ese diminutivo peyorativo. «A ver quién se atreve…».
A mí me aburre bastante ese manejo de una retórica que es testosterónica pero que, en el fondo, lo que está encubriendo son complejos. Porque nadie provoca de manera leal a nadie invitándole a ser valiente. La valentía es algo que se tiene o no se tiene, y la cual, si uno disfruta de ella, le adorna esa virtud está bien, pero tú no puedes exigirle a alguien… No puedes señalar a alguien por ser cobarde, sobre todo porque, probablemente, lo más cobarde hoy sea renunciar a esa identidad fuerte.
Y a veces, es mucho más difícil contener una intervención, o contener tus palabras, o tratar de ser cortés con quien tú puedes sentir —digamos— casi un reflejo de desprecio. Ese es otro elemento que yo creo que hemos perdido mucho: la asunción de que quien piensa de manera contraria a nosotros no lo hace por maldad.
Esto pasa mucho en el mundo en el que uno cruza las líneas ideológicas. Una persona de izquierdas piensa que un liberal en lo económico es malo, y lo que quiere es que le vaya mal a la gente humilde. Y han olvidado —o quizá no han tenido la suerte de conocer— a personas que son profundamente liberales en lo económico, y lo hacen convencidas de que esa es la mejor terapia económica que proponen para poder paliar la desigualdad.
Del mismo modo, en la derecha hay personas que van a imaginar siempre a la izquierda como una ideología de pulsión totalitaria, y que en el fondo lo que quieren es controlarlo todo. Cuando es evidente que hay personas buenas, personas de derechas y de izquierdas, y que en muchas ocasiones el disenso político es un disenso en la terapia. Pero la proyección final, o la finalidad, es la misma. Es decir, es un disenso en torno a los medios, y no a los fines.

P.- Decía lo de las agallas de Pedro Sánchez, y me acordaba más de Óscar Puente: «Es el puto amo. Pedro Sánchez es el puto amo».
R.- Pero eso ya sí que es romper la barrera del sonido, en lo que es la palabra pública, claro. Y en esto, yo entiendo que puede sonar muy cursi, pero sí creo que la palabra —es decir, que la palabra pública— es el fuego sagrado de la democracia: las instituciones, los procesos y la palabra. O sea, sin esas tres cosas… Si atentas contra una de esas tres cosas, estás resintiendo, o estás aflojando, algunas de las tuercas esenciales que sostienen el sistema.
P.- Advierte en el libro: «Nuestra conversación pública está destruida». Claro, esto lo leí en un fin de semana donde, claro, la conversación pública era la falsa bomba-lapa. Con tres ministros del gobierno de España, López, Alegría, Montero, que se negaron a rectificar la información que fue desmentida por THE OBJECTIVE. ¿Qué conversación pública podemos tener cuando hay gente —en este caso, ministros del Gobierno— que se niega a reconocer la realidad?
R.- Y además que luego se escandalizan con los «hechos alternativos» de Trump. El problema es que las categorías se han dado la vuelta, porque la gente hace exactamente lo contrario de lo que dice. Te encuentras a personas hablando con un discurso muy vehemente contra la desinformación, pero que, sin embargo, son desinformadores natos. Te encuentras a personas que parecen sensibilizadas con el feminismo, pero luego son acosadores natos. O con la salud mental. Es decir, es exactamente el mundo al revés.
Y esto sí constituye una novedad. Porque —con ese abuso que siempre se hace de las comparaciones con los años 30 del siglo XX—, en los años 30 del siglo XX, la gente era transparente en sus propósitos. Es decir, los fascistas eran abiertamente fascistas, y los comunistas, abiertamente comunistas. Y colisionaron en una cosmovisión del mundo. En gran medida compartían algunas cuestiones, pero había una adscripción leal a lo que uno enunciaba y a lo que uno decía. Había una disputa real.
«La factura de esta hipoteca inversa le acabará llegando al PSOE»
Sin embargo, ahora lo que es indistinguible es la relación entre la acción y la palabra. Uno ya no sabe distinguir quién está diciendo de verdad lo que está diciendo. Se puede mentir en voz alta sin que pase nada. Yo sí creo que hay una variante relevante, y es que, cuando una mentira es absolutamente inasumible —este es un caso evidente—, se desmiente y persisten en ella. Creo que lo que están haciendo no es mentir. Es decir, no están —siguiendo la definición de Pedro Sánchez en la entrevista con Alsina en 2023— mintiendo para instalar una conciencia falsa en quien los escucha.
Lo que están haciendo es pasar lista. Están diciendo: «Tenéis que asentir a la mentira que todos sabemos que es absolutamente falsa». Pero es un ejercicio de dominación. Es tú, enano de velazqueño encima de la alfombra: «Asiente a la mentira que te estoy contando».
Y hay gente que está dispuesta. Eso no quiere decir que estén reconociendo que se están dejando engañar, ¡claro que no! Entonces, cuando generan una mentira, generan un artefacto mucho más cosmético, mucho más perfecto. Pero cuando es tan burdo, es un mecanismo de control. Es alguien que te está robando en tu tienda y te está diciendo: «Ah, ¿que no te estoy robando?». Y tú, atemorizado, estás… no sosteniendo la bobina, diciendo: «No».
P.- Por supuesto que hay una infinidad de militantes y simpatizantes socialistas que son gente listísima, dignísima… Por supuesto, no cabe duda. Pero tú vas al mitin y, de repente, Pilar Alegría está diciendo esto, y a ti, que eres una persona medianamente formada —entiendo yo— te han conminado a aplaudir una cosa que tú sabes que es mentira. ¿Por qué?
R.- Ese es un gremio. En el mundo del toreo es muy gracioso, porque antiguamente los toreros llevaban a gente que daba palmas al torero simplemente para generar un efecto contagio en las plazas de toros. Eso es exactamente lo que ocurre en los mítines de los partidos políticos. De todos.
Hay una colección de personas que aplauden, y aplauden cualquier cosa. Es decir, un político puede decir una cosa o exactamente su contrario y van a aplaudir con exactamente el mismo volumen. Porque su función no es interpretar qué se está diciendo, hacer una reflexión, un diagnóstico racional y, posteriormente, emitir un juicio en forma de abucheo o de aplauso. No. El aplauso es inmediato. Es un gesto reflejo. Es la rata con la dopamina. O sea, están ahí para hacer exactamente eso.
Entonces, yo creo que eso se ha ensayado durante algún tiempo, pero ya se ha roto —de nuevo— la goma. Porque se ha llegado a un límite donde va a ser muy difícil volver a meter la pasta de dientes en el bote. Y ahí sí creo que hay gente que se está equivocando, porque no es cierto que todo el mundo sea capaz de digerir determinadas mentiras a plena luz del día.
Y hay mucha gente que se pone estupenda: «Los jóvenes sienten desafección por la política, se están lanzando en manos de la antipolítica». ¡Claro que sí! ¡Entiéndelos! Lejos de acusar a las nuevas generaciones de abandonarse o de lanzarse en manos de experiencias populistas —que, por supuesto, creo que la rendición de cuentas debe ser la contraria—, son los políticos, es la clase política, o somos los medios de comunicación quienes tenemos que rendir cuentas ante la ciudadanía. Yo no le puedo decir a la ciudadanía si se está equivocando o no.
P.- Eso que decía, lo de decir una cosa y después la contraria… De esto ya hace tiempo. En 2019, en una entrevista en Jot Down, Eduardo Madina explicó que ya no operaba en la política el principio de contradicción. Esto fue en 2019. En 2025, el abismo ya no es de 24 horas: es que por la mañana digo una cosa y por la tarde digo otra. Y no pasa nada.
Pero, además, no pasa nada porque dentro de dos semanas —o una semana, incluso— nadie se va a acordar de esto. Como nadie se acuerda ya del apagón. No pasa nada. Porque, como decía Madina, estamos en una dinámica casi de serie de televisión continua.
De episodios continuos, donde los escándalos se van sucediendo: las mentiras, las medias verdades, los cambios de opinión… y ya no opera esa cosa de que, además, no se castiga el cambio de opinión. Por ser benévolos: decir una cosa y la contraria ya no se castiga en política. Entonces, no si esto antes sí se castigaba, a lo mejor también pasaba, pero… ¿entonces ha cambiado algo?
R.- Sí. Es posible que no estemos inventando nada. En eso sí que somos muy narcisistas con nuestro tiempo: pensamos que estamos viviendo una época singularísima, muy especial, y que esto antes no ocurría. Pero yo sí creo que ocurría en menor grado.
Lo que no creo es que no pase nada. O sea, yo creo que esto sí va generando un malestar basal y una desafección que no es visible, pero que luego tiene explosiones expresivas en algunas elecciones. Eso lo vimos con el caso de Alvise. Lo hemos visto también con el ascenso de fuerzas populistas. De pronto, hay alguien que pide las sales mientras sostiene dos libros de Habermas diciendo: «¿Qué ha pasado? ¿Cómo se nos ha podido corromper la democracia?».
Es que el error, o la ingenuidad, era pensar que de verdad no pasaba nada. O sea, que vivíamos una ficción donde se podía decir cualquier cosa. No se puede decir cualquier cosa. Es verdad que las reacciones no son inmediatas, pero eso sí va generando un malestar que tiende a salir por alguna parte. Y lo que sí también ocurre es que hemos entendido que el lenguaje ya no se compadece con la realidad. Es decir, que la emisión del lenguaje político no es describir, o no es guardar una adecuación con los hechos, sino que es un mero gesto de seguidismo identitario. Es un «seguidme».
Y bueno, pues eso sí rompe, o eso sí quiebra, un instrumento que es esencial dentro de las democracias liberales: la prensa libre. Es decir, cuando nos preocupamos o decimos: «¿Por qué estarán cayendo las democracias?», pues es bastante sencillo. Es lo que señalaba antes: hemos quitado algunas tuercas sin las cuales esto era imposible que funcionara.
Entonces, si tú abres el capó de tu coche y empiezas a cortar cables, bueno, pues a lo mejor el primer cable que cortaste era el del líquido del parabrisas, y te da la sensación de que no ha pasado nada. Sigues cortando tuberías… pero hay un momento en que te cargas la correa de distribución. O sea: el coche no anda. Entonces, creo que estamos experimentando de una manera temeraria, y tocando cosas que ya son nucleares de la democracia.
P.- Ahora que justo se cumplen siete años de la llegada a la presidencia de Pedro Sánchez, una de las claves, y también de los éxitos políticos del presidente, es la traición de la palabra dada. O sea, el cambio permanente de los trajes del presidente: el presidente más europeísta, o más catalanista, o más «voy a traer a Puigdemont a España para que sea juzgado», y después al contrario. ¿Es una de las claves de la forma de gobernar y entender el poder de Pedro Sánchez en estos siete años?
R.- Quien mejor lo ha definido, yo creo que con una metáfora que es justa, es John Müller. Habla de Pedro Sánchez como un «invertebrado ideológico» que va adoptando distintas formas. Claro, porque si fuera, es decir, si fuese un personaje sólido, habría agujeros o habría lugares por los que no cabría. Sin embargo, él va adoptando la forma que cada instante le exige para ir dando acomodo a una circunstancia que casi siempre es precaria. Y, de hecho, cada vez es más precaria si uno sigue los datos.
Es decir, yo creo que el PSOE ha entrado en una dinámica que se parece mucho a una hipoteca inversa, donde cada minuto de supervivencia es a costa de hipotecar, de vender la biblioteca del abuelo, de ir vendiendo las joyas de la abuela. Creo que no miento si digo que el Partido Socialista es el partido que tiene un patrimonio histórico más robusto de toda España y que ya quisiera el PP poder tener en términos perceptivos de la gente. El patrimonio histórico, la implantación territorial, era brutal.
Si nosotros vemos el coste que ha tenido finalmente, alguien dirá: «Bueno, están gobernando». Sí, están gobernando, pero sin acción legislativa, capitalizando el partido en casi todos los territorios. Es decir, es muy probable que en el próximo ciclo electoral, quizá en Valencia puedan arañar algo, pero solo Page sobreviva territorialmente. Es decir, es brutal el precio y el coste de la aventura de ir renunciando uno a uno a todos sus principios.
Entonces daría igual si viéramos que electoralmente sigue funcionando. Y es verdad que hay personas que defienden que el PSOE sigue teniendo un suelo muy alto. Bueno, claro, es que los partidos implantados territorialmente con fuerza en España, sobre todo si no tienen una maquinaria que compita con ellos —como por ejemplo pudo ser Podemos en el momento más ascendente de Podemos—, van a tener siempre un suelo, porque esto también hay que asumirlo.
«El día que no esté Sánchez muchos columnistas no van a saber de qué escribir»
Es decir, hay personas que no van a cambiar de bloque ideológico nunca, y esto ocurre en derechas o izquierdas. Es decir, Trump hay cosas en las que tiene razón, y cuando Trump dice: «Yo podría disparar en la Quinta Avenida y me seguirían votando», eso es una realidad. Y eso le pasa a Trump y le pasa a la derecha y a la izquierda. Hay personas que no operan como agentes racionales, que, pase lo que pase —es decir, es un principio de infalsabilidad—, nunca van a variar la dirección de su voto. Pero eso no quiere decir que la regla de las mayorías no se vaya moviendo y que los partidos se puedan ir destruyendo.
Por cierto, las hipotecas ideológicas de los partidos… la factura siempre llega con un cierto retraso. Entonces esto es como una tarjeta de crédito: tú te has endeudado, has cogido la tarjeta de crédito, tras comprar un montón de cosas, y cuidado, que te va a llegar una factura. Tú crees que ahora mismo estás gozando de tu televisión de plasma, pero es una factura que te van a crujir.
P.- Escribe: «Quien solo sabe pensar contra algo, contra alguien, está evidenciando que el día que ese algo o ese alguien desaparezca, ya no tendrá nada que pensar». Ahí he querido ver una crítica a esto del anti-sanchismo, que ya se demostró poco potente en la última campaña del Partido Popular.
R.- Es que ahí hay una suerte casi de parásito opinativo, que es el ejercicio de disparar contra Sánchez, casi como una monomanía morbosa. Entonces, yo he sido muy crítico, y soy muy crítico, con algunas cuestiones del Gobierno de Sánchez. Además, van creciendo. Quiero decir que el espectro de lo salvable cada vez es mayor.
Pero me parece también una ruina por parte de quienes criticamos a ese gobierno esa monomanía persistente, donde solo se puede hacer política a partir de una obsesión crítica. Sobre todo por lo que decía: que es algo parasitario. Uno tiene que ser capaz de alumbrar nuevas ideas, de ser creativo, de ser también crítico en otras direcciones.
Entonces me parece aburridísimo, y me parece además que está descapitalizando a toda una generación de pensadores que podrían estar cultivando principios, ideas, artefactos ideológicos mucho más perfectos si no vivieran obsesionados con esa crítica puntual. Que es pertinente, pero que es solo uno de los momentos del pensamiento, lo de «pensar contra algo».
Uno tiene que tener un pensamiento fecundo, tiene que ser capaz de alumbrar ideas de manera autónoma, porque si no, ¿qué va a pasar de todos? O sea, pienso en todos esos columnistas… ¿Qué va a pasar el día que no esté Sánchez? O sea, no sé de qué van a hablar, no sé qué vamos a escribir. Y eso también es una pena, porque es una manera también de servilismo, de vivir parasitando una realidad que es nociva o que es negativa, pero que, en el fondo, habla un poco de una pobreza de espíritu.
P.- Hay muchos que viven cómodamente escribiendo y opinando contra Sánchez.
R.- Bueno, claro. Es que, además, es un oficio relativamente cómodo. Te lo regalan, te dan la columna hecha, y además luego creo que se convierte en un ejercicio ineficaz, porque, esto también lo escribí una vez, es una suerte de ruido de la nevera. Es así, todos los días lo que vas a contar es: «¡Qué horror la colonización de las instituciones! ¡Qué horror la separación de poderes! ¡Qué horror el señalamiento de la prensa!». Hay un momento de previsibilidad donde tú ya no generas un estímulo de cambio, sino que permanentemente estás emitiendo una señal que es constante.
P.- Es algo que alguna vez le he comentado a miembros de la oposición, si desde la primera semana se pide la dimisión del presidente del Gobierno, cuando llega un gran escándalo, pierde fuerza. Ya sabemos que vas a pedir la dimisión. Es un poco lo que pasa en el Gobierno, que cada dos por tres dicen: «Feijóo no está capacitado».
R.- Ese es uno de los derrumbamientos más obvios en las sesiones parlamentarias. Yo me acuerdo que, cuando estaba en el Congreso, podíamos hacer una porra de qué iba a decir cada uno. Y cuando pasaba por el Congreso ya calculaba en qué momento se va a mencionar «el lodo», en qué momento se va a pedir «la dimisión».
Y eso es aburridísimo. De hecho, yo creo que eso, en la columna, una de las cosas que, como lector de columnas, exijo casi a cualquier columnista es que me sorprenda. O sea, yo, en el momento en el que ya sé lo que un columnista me va a contar, dejo de leerle. Y creo que no solo me pasa a mí.
P.- En el debate público, y además también en el debate político, siempre salen algunos términos con más insistencia, como la palabra «bulos» o «fango». El que, de repente, aparezca en boca de Feijóo y del Partido Popular la palabra «mafia», ¿le parece un término adecuado?
R.- ¿Adecuado? Doctores tiene la Santa Madre Iglesia. Tendrán asesores que les permitan distinguirlo, a mí me gustan poco los eslóganes tan visibles, y sobre todo, los eslóganes dicotómicos: «democracia o mafia».
No me gusta nunca sustraerle la posibilidad de ser democrático a un adversario político. De hecho, esto creo que suele acabar mal: cuando te presentas como el único adalid de la democracia y a quien tienes enfrente lo colocas forzosamente como alguien antidemocrático.
Creo que, incluso aunque puedan existir buenas razones para pensarlo, es un gesto que es ineficaz. Y hablar de «mafia» creo que también es desleal con muchas personas del PSOE que, de manera leal y honesta, trabajan para que este país sea mejor. Eso hay que tenerlo clarísimo. Es decir, hay personas —lo que decíamos al principio—, hay personas razonables, buenas y justas en todos los partidos políticos.

P.- Hace unas semanas, publicó una columna sobre el PSOE cultural de hoy. Y una de las claves del éxito de siempre ha sido la buena inteligencia que han tenido los socialistas para, no controlar, pero sí tener afinidad con el sector cultural, con ciertos popes culturales, directores, artistas, actores, cantantes y demás. Y eso es un mérito del PSOE. Pero claro, viene a decir en esa columna en el diario El País: «Ahora el PSOE cultural es Sálvame». Es la llegada de Sálvame a RTVE.
R.- Uno de los patrimonios esenciales del Partido Socialista, hasta hoy, fue la capacidad de construir un PH cultural que le era favorable por defecto. La cultura —y esto se puede vigilar institucionalmente, editorialmente— era tendente a rimar con, digamos, los presupuestos del Partido Socialista.
Parecía que tu ambiente cultural era socialista durante la Transición. La cultura de la Transición, además, está absolutamente estudiada. Es verdad que alguna gente ha tratado de impugnarlo también desde la izquierda, pero creo que este es un pacto.
Sobre todo, la derecha lo tenía clarísimo: siempre decían «Tenemos el terreno inclinado». Creo que eso ha empezado a descompensarse, y que se ha empezado a descompensar también por esa hipoteca inversa que está pagando el PSOE, y luego por la propia negligencia de abrazarse a signos estéticos que creo que son objetivamente despreciables. Y el caso de Sálvame es muy evidente. Es decir, antes el PSOE —de una manera muy burda, podríamos decir— era un partido bonito.
El llamado gobierno bonito de Sánchez o si pensamos en la campaña de «Defender la alegría», de Zapatero. Es decir, era un partido mucho más ilusionante, mientras que el Partido Popular era como un partido de gestores severos. Tenían más pinta de señores con corbata que hacían cuadrar los excels, pero no había una enorme alegría. Digamos que el componente emocional positivo pertenecía al Partido Socialista, en una rima estética.
Claro, pero la estética es siempre el canario en la mina de una civilización y una temperatura moral. De hecho, la juntura entre la ética y la estética es un tópico muy clásico, y creo que en muchas ocasiones, cuando no estamos dispuestos o no somos capaces de describir en términos morales qué está ocurriendo, referir la expresión estética del declive moral es mucho más evidente.
Y sí creo que tengamos que estar todos pagando un programa como Sálvame, que no solo es —yo diría— culturalmente despreciable, sino que, además, es un espectáculo del pasado. Qué es lo peor que te puede pasar, porque dices: «Vamos a vender chatarra, pero va a ser chatarra contemporánea», que es algo que, bueno, en algunos círculos —por ejemplo, el trumpismo— manejan muy bien. No es buena, es chatarra, pero han sabido verlo: huele a vanguardia.
Cada uno ve Sálvame y está viendo un espectáculo cutre y pasado de moda, y te están haciendo pagarlo con tus impuestos. Entonces, claro, ver eso en el partido que mejor dominó, digamos, las claves estéticas audiovisuales es el signo de que el paradigma ha cambiado. Aunque hay una dosis de esperanza, y es que la gente no está comprando esa chatarra. Es decir, las audiencias están siendo desastrosas. Entonces, por eso creo que, frente al discurso apocalíptico de «qué horror, toda la gente…», la gente es más lista de lo que puede parecer, y hay cosas por las que no pasa.
«Trump tiene razón: hay votantes que seguirían apoyando a su líder aunque disparara en plena calle»
P.- Es curioso lo de la estética. Lo pensaba estas últimas semanas con el tema de Leire Díez—que está por ver en qué queda— pero ya solamente la estética, dice mucho en estas reuniones, en los bares de Leganés, ese tipo de palabras, de conversaciones…Es como ese tipo de expresiones, como la del «volquete de putas», este tipo de corrupción fea. Si vas a intentar hacer algo así como ilícito o penal, hazlo más bonito. Pero no, siempre es esa gente. Ese tipo de gente.
R.- Es que hay casi una previsibilidad, una coherencia fisiológica. Podríamos encontrar parecidos en todas esas personas: parecidos estéticos, no solo en la dimensión más puramente material, sino en sus maneras, en la forma en que hablan. Esa es una de las grandes decepciones del poder. El poder, sobre todo, es cutre —hasta donde yo he podido asomarme—.
Cuando uno llega a cargos de relevancia en un periódico, donde se le abren determinadas puertas, donde desde fuera te interesaba poner la oreja o el ojo para ver cómo eran… la conclusión es que es esencial y escandalosamente cutre. Y eso es muy decepcionante, claro, porque uno se imaginaba que los mafiosos eran como los de las películas: con corbatas de seda, con trajes… Y no. Todo es muy poco sofisticado.
Es increíble lo poco sofisticado que es. Porque, incluso pensando mal, hay una pregunta: oye, si alguien decide hacer exactamente lo mismo, pero de manera sofisticada y perfeccionada, ¿qué pasaría? Afortunadamente, son muy cutres. Lo llenan todo de grasa, de chorizo, lo ensucian todo.
P.- Pero también, por otra parte, ¿a quién mandarías a hacer ese tipo de cosas? No vas a mandar a un Carlos Cuerpo —que le podrá gustar a mucha gente, u a otra no— pero es un tipo sólido. Mandas a los que están dispuestos a hacer ese tipo de cosas.
R.- A inmolarse. Hasta en eso, Luca Brasi se peinaba, me refiero, pero tiene que haber unos mínimos códigos… y unos códigos de astucia. Lo que estamos viendo —también con muchos casos mediáticos— es que hay personas, por ejemplo, una cosa que me parece alucinante es la asistencia letrada de muchos famosos o de muchas personas del ámbito político. Qué dices: ¿pero quién les está asesorando? ¿Cómo puede ser posible que personas que tienen acceso a fondos económicos suficientes tengan una asesoría legal tan sumamente desastrosa?
Eso es una cosa que da pánico. Porque uno pensaba que el discurso de las élites partía en dos la sociedad, y que había gente que accedía a determinadas cuestiones, prebendas, servicios… Pero no. Todo es un poco más decepcionante. O sea, que las élites deberán estar en otro sitio, porque desde luego no están en la parte visible.
P.- Ya que estamos cerrando… Termina el libro así: «No hay biografía en la que el miedo no tenga un papel relevante, porque el miedo nos humaniza». ¿Diego S. Garrocho a qué tiene miedo?
R.- A casi todo. De hecho, yo soy una persona muy miedosa. Siempre escribo desde mis obsesiones. Soy muy miedoso y muy perezoso. Hay gente que me dice: «Pero si trabajas mucho». No. Es porque soy muy consciente de mis defectos y los he tenido que disciplinar.
Tengo miedo a casi todo. Era un niño que sacaba buenas notas porque estaba convencido de que iba a suspender. Pero cuando te digo convencido, es convencido. Entonces generé una neurosis. Yo he vivido mucho de mis neurosis.
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