Alfonso Ussía, el ingenio hecho caballero
«Ha sido el último ingenio que arrastraba el Siglo XX. Se ha despedido con la pluma colocada en su cerebro inagotable»

El periodista y columnista Alfonso Ussía en 2007. | Europa Press
Con poca gente, casi nadie o nadie, lo he pasado tan bien. Alfonso Ussía ha sido el último ingenio que arrastraba el Siglo XX. Se ha despedido con la pluma colocada en su cerebro inagotable. Alfonso desdeñaba a los tontos, a los presumidos y a los cursis. Por este orden. «No dirán que no les dejo bibliografía». Hablaba así de los que le criticaban desde la derecha social o desde la izquierda estúpida. Ya, cuando los Garrigues le llevaban a los altos de Colón para dirigir el Club Financiero, se lo pasaba de miedo pariendo versos sarcásticos y a veces incluso incendiarios. A ciertos imbéciles de guardarropía impostada (los progres) aquella facilidad sardónica les resultaba inadmisible. Ahora, algunos de los que se atreven, posmemoria, a escribir con gemidos sobre él, hicieron todo lo posible por enviarle a las tinieblas exteriores, como aquel director de periódico que un día le preguntó: «¿Tú dónde te vistes, Alfonso?» Alfonso le largó un espadazo irónico que el tipo nunca le perdonó: «En SEPU como los hombres elegantes de Madrid». Naturalmente que aquellos almacenes ya no existían, al parecer el interfecto los estuvo buscando.
Ussía, confidente y amigo, en lo que se pudo, de Don Juan de Borbón («Los Reyes —confesaba— no tienen amigos») se nos ha marchado, creo, sin completar un libro imprescindible precisamente sobre el Monarca liberal al que no le dejaron serlo. El día en que Franco designó a Don Juan Carlos «sucesor a título de Rey», Alfonso se subió hasta El Escorial a honrar a todos los Reyes enterrados allí. Fue su propuesta más pensada porque Ussía era un monárquico de «convicción y afición», según solía reconocer. Guardaba tanta intimidad con Don Juan que hasta le gastaba bromas de tronío. Por ejemplo: en una ocasión algún pelota de aquella Corte inexistente que rodeaba al «Pretendiente», como miserablemente le llamaba Franco, invitó a Don Juan a una comida veraniega y, como era hombre poco versado en los gustos gastronómicos del Conde de Barcelona, preguntó a Alfonso. «¿Qué es lo que más le puede gustar a nuestro Rey?» (el tipo era un meloso). Y Alfonso se dijo a sí mismo: «La voy a liar» y susurró al paganini: «Los chipirones, le vuelven loco los chipirones». Llegado el día los criados del anfitrión sacaron a la mesa, primero, unos chipirones a la plancha y después, en su tinta. Don Juan los tragó sin degustarlos, poniendo los ojos en blanco de horror y asco. Luego se quejó con enorme sentido del humor: «Alfonso, me debes una».
Se tomó Alfonso la vida en serio escribiendo en broma. Su marqués de Sotoancho no fue un invento estrafalario pero perfectamente posible, sus personajes radiofónicos (el nicaragüense, el doctor vascongado…) uno y otros eran clones de lo que se llevaba, y se lleva, en muchos ambientes pretenciosos de Madrid y de la España más ridícula. Con seguridad que Alfonso nunca creyó, de niño, cuando ya apuntaba maneras y perpetraba fechorías en la Playa de la Concha de San Sebastián, que su inmensa capacidad para versificar le iba a proporcionar una existencia confortable, rebozada de bienestar y venturosa hasta que el canalla de Montoro le vino amargar, como a tantos otros, estos últimos trozos de su biografía. «Montorito» fue uno de sus últimos artículos, la secuela de un acoso y derribo ilegal, inmoral, inmerecido. Lo probable es que Montoro y sus costaleros la tomaran con Alfonso porque Alfonso no les dedicó en vida ni una sola referencia. Los suyos eran Sotoancho y sus cacerías, también los mentecatos del haba que pululan por el país y que no descansan; son tontos con vistas a la Bahía de Santander. A Montoro, Ussía ni un terceto. ¡Bah! La vulgaridad, aun la pérfida, le aburría. Él recordaba aquel testimonio de un noble francés amigo de Larra, que vino a España a arreglar los papeles de un antepasado y que después de tres meses de ser víctima de la burocracia nacional, la fustigó con esta herencia demoledora: «En Madrid, todos los días entra un tonto por la Puerta de Toledo». Ahora por Barajas muchedumbre, diría Ussía.
Hace un verano recordábamos estas incidencias en el Tenis de Santander (Que se j… Montoro), nosotros, Alfonso, Ramón Pérez Maura y un servidor y, tras un almuerzo opíparo, dedicamos un par de horas más a cortar trajes de los desaparecidos. No faltó desde luego, un ausente del todo, Ramón Mendoza, protagonista de uno de los episodios más complicados y, solaces a la vez, de la vida de Ussía. Se presentó él, y nos lio a un grupo de fanáticos del Real Madrid, a la Presidencia del Club. Nos llamó uno a uno a los presuntos directivos y nos comunicó: «Esto te va a costar medio kilo». Se nos atragantó el carné, pero, claro, la campaña necesitaba unas pesetas. Luego resultó que Mario Conde, presidente de Banesto a la sazón, envió veinte millones a cada candidatura; a la nuestra llegaron sólo diez: Se los quedó un sujeto que le había arreglado el parquet del salón a nuestro amigo. Luego resultó que Mendoza, con el auxilio de Lorenzo Sanz, imitó a Dios y resucitó a cientos de muertos, socios antiguos de la entidad, y Mendoza volvió a ser presidente. Mendoza presumió: «Me han elegido los mejores». Los mejores llevaban años en el pijama de madera.
Alfonso se lo tomó a chacota y en su discurso de despedida a los que le habíamos apoyado, incluido Juan III, se despachó así: «Menos mal que no hemos ganado porque los soplapollas del marketing estaban empeñados en achantar mi orejas de soplillo». Alfonso se movía por entonces en la cresta de la ola y todos los miércoles se paralizaba España cuando la COPE emitía «El debate sobre el estado de la nación», remedo del que en el Parlamento verdadero había instalado el pícnico Gregorio Peces Barba («Su crispación le viene de ser graso/teniendo limitado el alimento»). Uno de sus impactos preferidos era el horrible obispo separatista Setién, más cántabro por cierto que el propio Ussia y, como Alfonso le dedicara una dura diatriba, fue invitado a abandonar de inmediato la emisora. Él se lo pasaba en grande recordando que le habían largado tres veces de tres sitios: «Una por tenérmelas tiesas con un cura etarra fui excomulgado: otra de ABC porque su director, paleto, sencillamente odiaba que yo fuera más conocido; la tercera, de La Razón, pero esa le costó una pasta al ‘Príncipe de las Tinieblas’». Lo dejaba ahí.
En la revista Epoca dejó versos prohibidos. No alivió a ningún títere con cabeza del momento. Empezó con Franco y los suyos: «Por la bondad de Dios/que en sus favores no es manco/ en vez de un Francisco Franco/ nos encontramos con dos/. El uno de otro en pos/nos llegan por nuestro bien/pero Dios nos libre, amén/de que doblando la hazaña/ salvada por uno España/ la salve el otro también». Luego con un masonazo presidente del Senado, José Federico de Carvajal: «Esbelto figurín edulcorado que hace de presidente del Senado». Siguió con otro político recién fallecido también ahora: Javier Moscoso: «Hoy es un socialista de los ‘de antes’/tras un lapso de lustros lacerantes/socialista chusquero y entusiasta/ huevo presto a ocupar cualquier canasta/¡Pues no es lista ni nada, la criatura». Pío Cabanillas, senior: «¡Ni Pío sabe ya lo que Pío hace/ni sabe Pío ya lo que Pío intenta/Como breve topillo, busca y tienta/ la raíz del futuro desenlace!». Y por fin, Arzalluz: «No más colgada en Deusto la sotana/encontró en la idiotez simple de Arana/su horizonte, su fin y su sendero».
Caballero de un tiempo escandalosamente perdido, Alfonso Ussia Muñoz-Seca (tenía devoción por su abuelo asesinado por los rojos en Paracuellos) ha sido quizá con Agustín de Foxá («Y pensar que cuando yo me muera seguirá habiendo bellos amaneceres») y Juan Pérez Creus («Llamarte putísima sería/como llamarle cerro al Himalaya/como llamarle arroyo al Amazonas»). Omito la receptora. Fue Ussía de los tres mejores hacedores de versos sarcásticos y burlescos de los últimos cien años de España. Ha seguido, Alfonso, la actualidad hasta no poder ya reconocerla. No se le ha escapado Pedro Sánchez, ni su generoso suegro Sabiniano, alias «El saunas»: «Que no le falte de nada a mi yerno». Ha dejado escrito Alfonso su testamento intencionado. Dice así. «Volver a tener fe en el futuro de España, con una sociedad que se plante definitivamente contra el olvido rojo de la sangre inocente, y las putas obligadas a financiar con sus cuerpos las campañas del PSOE. Dicho y hecho. Firmo. Que sea lo que Dios quiera».
Cuando le veas, Alfonso, a ese Dios en el que creíste a pesar de nuestros devaneos compartidos, hazle un cuarteto y nos lo envías con un recado como éste: «Aguantad ahí, que lo de aquí está mejor». El abrazo del amigo que pocas veces te lo dio.
