The Objective
Hastío y estío

Felices 89, maestro Raúl del Pozo

Un nonagenario con un año por delante para demostrar que es el más joven de todos ellos, pero también de todos nosotros

Felices 89, maestro Raúl del Pozo

Raúl del Pozo | Ayuntamiento de Madrid

En la pasada Nochebuena, cuando el egocéntrico frío y las luces de las casas se hacían protagonistas, Raúl del Pozo soplaba sigiloso, las ochenta y nueve velas de su existencia. Nació el día más pacífico del año que empezó la guerra, un 24 de diciembre de 1936, en un rincón de Cuenca llamado Mariana, pues si un niño Jesús o Raúl nacía, tenía que tener su Virgen María y su madre. El cielo se desmoronaba y no había estrella que no estuviera estrellada con la que orientarse. Los Reyes Magos lo hubieran tenido especialmente difícil para llegar ese día, pero con los años otro rey, Juan Carlos, sería amigo íntimo de Raúl del Pozo. Todo lo colgante se derruía, y la guerra no respetaba ni a Cuenca, ni a la madre que la parió. El perfume de ese día olía a muerte, pero sin embargo Raúl, se agarró a vivir el principio de una existencia eterna.

Mientras Chaves Nogales, exiliado en Londres, empezaba a escribir con «sangre y fuego» aquella Nochebuena, un bebé recién nacido en Cuenca lloraba por primera vez. Dos plumas que han contado España. Uno utilizaba la palabra escrita para salvar a España de lo que parecía su fin; el otro nacía para recoger los pedazos y seguir escribiendo cuando ya nadie recordara por qué sangraban los papeles de Chaves Nogales.

Raúl creció entre el humo de la posguerra y el rumor de las acequias. Bebió el agua amarga de los años grises, caminó por Madrid con los zapatos rotos y el alma intacta, aprendió que la verdad no se negocia, que la belleza duele y que la patria, cuando de verdad se ama, se lleva en el pecho como una herida abierta.

Ha escrito con la misma tinta roja que Chaves Nogales, pero sangrando por heridas distintas. El carmín en los labios de las mujeres más bellas hacía que Raúl se mordiese los suyos hasta enrojecerlos más que las dueñas de esos pintalabios. Las noticias estaban en los bares, y los vicios en las redacciones, que olían a tabaco y whisky. Ha retratado presidentes con la precisión de un cirujano y la sensibilidad de un poeta. Ochenta y nueve inviernos. Y aún se le quiebra la voz cuando habla de su madre. Aún se le humedecen los ojos cuando recuerda las noches de Cuenca en que la luna parecía hecha de pan. Tener todos los vicios fue una de sus muchas virtudes. Le gustaba jugar a tenerlos todos, pero el azar es lo más etéreo y huidizo de esta vida. Raúl supo que si no podía entrar en un casino, tenía que apostarlo todo a su escritura, donde la suerte siempre le ha confundido con su talento hasta hacerle ganador en cada frase suya.

Hoy, mientras Madrid se viste de falsas estrellas e iluminaciones cegadoras, los villancicos siguen sonando en su propio presente continuo. Raúl del Pozo probablemente esté solo en su casa con una botella de vino tinto sin descorchar por si vienen visitas, otra de agua medio vacía, y el ordenador encendido en una página en blanco del Word. El «puto folio» como él dice, por escribir, pero la estampa lo cuenta todo por sí sola. Escribirá unas líneas mientras el agua nada en su garganta. Sus frases siempre han sido para los resacosos de la vida. Los que viven la vida en una ebriedad elegante. Ser un dandi sentimental. Llevar el traje de la serenidad en la escritura. La sobriedad de la frase conquense cuando brilla la cefalea. El destello de la metáfora y el adjetivo cuando la ruleta pone todos los números a tus palabras. El argumento imbatible cuando la columna la sostiene el primer conquense que nació en Manhattan. Un nonagenario con un año por delante para demostrar que es el más joven de todos ellos, pero también de todos nosotros. Qué le vamos a hacer si la existencia eterna se ha reservado para los que nacen un 24 de diciembre y llevan la paz a donde solo ha habido guerra.

Publicidad