'Caiga quien caiga': cuánto nos reíamos entonces
«CQC repite por tercera o cuarta vez y todas las veces que ha vuelto ha ido haciéndose más manido, más gastado»

En el foco. | Alejandra Svriz
Enciendo el televisor por encargo del director de esta publicación para realizar una columna sobre lo que ocurre en el medio. Vaya papeleta. Apenas veo la televisión salvo las películas y el fútbol cuando juega el Madrid. Un reto. Examino la programación y escojo Caiga quien caiga (CQC), ese programa de matriz argentina -lo creó Mario Pergolini- y lo llevó a España a mediados de los noventa Telecinco presentado por el Gran Wyoming y sus hombres de negro. Cómo nos reíamos entonces cuando Pablo Carbonell intentaba domingo tras domingo enjaretar las gafas oscuras a José María Aznar -éste llegó a invitar a todo el equipo a almorzar en La Moncloa- o a la entonces ministra de Educación, Esperanza Aguirre, su debilidad. Recíproca se diría. Cómo nos reíamos entonces, tal vez porque éramos más jóvenes o estábamos menos saturados de la vileza política que abunda por doquier. Hoy la situación no es igual. Cuesta más esbozar una sonrisa y aún más estallar en una carcajada con uno de los momentos del grupo. Ellos creen muy necesario actualmente la existencia de esta clase de programas como desahogo contra la polarización que nos invade.
Quizá tengan razón. El humor como elemento de libertad de expresión siempre lo es, pero fabricarlo, hacerlo original, ingenioso, que sirva para sacudirnos el aburrimiento y nos identifique con la ironía que aporta no resulta nada sencillo. Siempre se ha dicho que hacer reír es mucho más difícil que hacer llorar y que, en el cine, una comedia es mucho más complicado de realizar que un drama. En los ochenta del siglo pasado, no pocos de los críticos cinematográficos que alardeaban de ser de izquierdas menospreciaban la comedia americana frente a, por ejemplo, una película soporífera de Ingmar Bergman. Salíamos mirando el reloj, desconcertados con lo que el director había querido expresar, pero elogiando la cinta y calificándola como una obra maestra. Una más.
Los retornos nunca han sido buenos. CQC repite por tercera o cuarta vez y todas las veces que ha vuelto ha ido haciéndose más manido, más gastado. Hubo un periodo en que regresó con Manel Fuentes y compañía en La Sexta, pero ya no era igual. Duró poco. La primera vez, entre 1996 y 2002, tuvo, en especial al principio, un gran éxito dirigido por Wyoming. Allí estaban entre otros, además del mencionado Carbonell, Juanjo de la Iglesia con su genial Curso de Ética Periodística -hoy seguiría siendo muy oportuno- o actores como Tonino, que con un rostro de perplejidad desconcertaba al entrevistado. Se ha dicho que las presiones del Partido Popular y de Mediaset Italia del fallecido Silvio Berlusconi, hartos de tanta crítica contra ellos, fueron quienes obligaron a Telecinco a retirarlo de su parrilla.
El nuevo CQC se emite los domingos a las diez de la noche en Telecinco y dura una hora y media. En mi opinión es demasiado largo. Por «responsabilidad profesional» me lo tragué hasta el final, aunque en el último tramo comencé a pedir auxilio a mi sombra porque ya todo era igual, repetitivo y un punto aburrido. Admito que el último número fue quizás lo mejor. Una de las redactoras, Violeta Muñoz, que apunta maneras de buena humorista, consiguió sacar del coche oficial a Alberto Núñez Feijóo y a que se colocara unas gafas no oscuras sino de farmacia, graduadas, que el líder PP se quitó inmediatamente porque confesó que le molestaban. Estuvo amable y hasta bromista e irónico cuando la periodista le preguntó cómo afrontaba su partido el grave problema de la vivienda en España. Venía de una intervención en el colegio de arquitectos madrileños. No le dio tiempo a contestar y ella concluyó que parecía que su formación no tenía nada que ofrecer. Feijóo aprovechó entonces para lanzar una pulla a Pedro Sánchez: «Algunos dicen que no mienten, que sólo cambian de opinión». El presidente del Gobierno intervino la semana anterior y les deseó amable y sonriente buena suerte. El del pasado domingo, que tuvo una cuota de pantalla del 8%, algo más de un millón de telespectadores, era el tercero de la serie desde que comenzó a emitirse a principios de enero. Sus responsables son optimistas y creen que subirán.
En esta ocasión los de negro los dirige el veterano actor Santi Millán, acompañado de Pablo G. Batista y Lorena Castell. Son correctos en el léxico y no se les escapa una palabra malsonante o casi ninguna. Arrancan como los CQC anteriores, es decir, con una serie de píldoras informativas entre las que destacó una buena andanada al Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, imputado por el asunto de la filtración de los correos del abogado de la pareja de Isabel Díaz Ayuso con la Agencia Tributaria por su presunto delito fiscal.
La presidenta de la Comunidad de Madrid siempre está presente hoy en día en todas las salsas y en ésta su persona, aunque no su presencia, no podía faltar. Se preguntó a la incombustible Esperanza Aguirre que a quién prefiere si a Ayuso o al alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida. Habilidosa como de costumbre, respondió que el regidor juega muy bien al golf y que estaba convencida de que la presidenta del Gobierno regional madrileño será jefa de Gobierno. «¿Y usted?», «No, yo ya no tengo edad». Pero cuando se le recordó que Donald Trump ha retornado a la Casa Blanca con 78 años, contestó: «Ah, pues es verdad. Entonces, sí».
Hubo un momento de pasarela de famosos con ocasión del cumpleaños del cocinero Pablo Sandoval. Sara Carbonero se ofrece a trabajar en CQC con la condición de no tener que madrugar. Sandra Barneda confiesa que lo suyo es la lujuria. Hay que llenar metraje. Aparece Carbonell, lo cual levanta el ánimo del sufrido y disciplinado espectador. Anuncia que es el responsable de una sección que él bautiza como la de la Tercera Edad. Se encuentra con su vieja amiga Isabel Gemio, con la que se da un fingido piquito, mucho menos agresivo que el del expresidente de la federación de futbol Luis Rubiales con la jugadora Jennifer Hermoso por el que está siendo juzgado estos días. Ella sostiene que no fue consentido. La fiscalía pide dos años y medios de prisión por el beso y las coacciones posteriores. Por pantalla aparecen el chef Alberto Chicote y el periodista Juan Luis Cebrián. Cuando le preguntan al académico de la RAE qué opina de la situación política responde con crudeza: «Está jodida», y si tiene aspiraciones añade con su clásica media sonrisa: «Yo ya estoy amortizado».
A los políticos se les enseña a soportar el humor. No abunda en ellos esa virtud, pero se sienten obligados. Da o quita votos. Claro que Trump, por ejemplo, no tiene ni pizca, contrae la cara para parecer un malvado y ha vuelto a la presidencia pese a ser declarado convicto por soborno a una actriz porno. A unos les sale relativamente bien, pero a otros por muchas horas que inviertan sus asesores en dulcificar el rostro es fisiológica y mentalmente imposible. En CQC aguarda a la cuadrilla de ministros y colaboradores la intrépida Violeta Muñoz a la entrada del mitin donde va a ser elegido Óscar López nuevo secretario general del PSOE regional. El ministro para la Transformación Digital avista a la periodista y se aproxima sonriente desde su gran altura: «Los madrileños son víctimas de las políticas de Díaz Ayuso». A su lado, la titular de Vivienda, Isabel Rodríguez, se hace más pequeña cuando Muñoz le pregunta el motivo de la carestía de los pisos. «La culpa es de Ayuso». Más hábil escurre el bulto el superministro Félix Bolaños, que en realidad no suele sortear a los molestos reporteros. Cuando le empiezan a incordiar decide cortar con un «buenos días, muchas gracias». A quien le falta muñeca es al secretario de Organización del PSOE, Santos Cerdán. Se queda mudo frente a Violeta Muñoz o ante cualquier tribulete que le formule una pregunta incómoda.