Revuelto, el Lamborghini más salvaje es construido por las manos más delicadas
La marca italiana tiene la mayor densidad de mujeres de la industria y controlan la clave de todo: la calidad
No tiene ningún sentido. Uno de los coches más potentes del mundo, de los más rápidos y rutilantes, una de las referencias en cuanto a prestaciones, están construidos en un remanso de paz. Sant’Agata Bolognese es un tranquilo pueblo de provincias donde la gente camina con parsimonia por sus aceras, hay aparcamiento disponible en todas sus calles, y nadie toca el claxon. Los coches que más ruido meten nacen rodeados de silencio.
Nada más llegar al imponente portal de Belén de los Lambo, te rodea un olor que no es industrial: es el de césped recién cortado. Una segadora robótica hace su turno de jardinería en silencio. Un empleado con sentido del humor le ha puesto encima un adhesivo con el logotipo de la marca; el primer Lamborghini que se otea es un cortacésped.
Otro callado Miura, el que normalmente habita dentro del escudo, pero hecho en bronce y a tamaño natural, te da la bienvenida al llegar. Una vez dentro del recinto, la Lambociudad se muestra limpia y ordenada. No parece una fábrica de coches, sino una urbanización de ultralujo; que solo haya Lamborghinis aparcados en sus calles, con nombre de modelos legendarios, invita a llegar a esa conclusión.
En sus 182.000 metros cuadrados conviven las distintas secciones: diseño, marketing, motores, logística, fibra de carbono, o la producción de modelos específicos, entre otras. Desde la llegada del Urus todo se ha tenido que duplicar ante una demanda inesperada. El SUV del cuarto de millón supone algo más de la mitad de sus ventas.
En cada una de las naves que componen su cadena productiva se replica una pauta: hay una obra de arte dedicada a los modelos que en ella se producen. Puede ser una pintura de una artista holandesa, una escultura de un toro hechas de cochecitos de un colectivo portugués, o un gigantesco grafiti de un neoyorquino. Si sus coches son considerados obras de arte, aquello ha de adquirir aspecto de museo a la mirada de sus trabajadores, que tengan claro ante lo que están.
Salta a la vista con rapidez la enorme cantidad de mujeres que hay. Según cifras de la empresa, más del 20 % de las personas que montan sus coches son chicas. «Son las mejores, con diferencia, en los controles de calidad, no se les escapa nada», nos dicen al oído. En una atmósfera fabril que ha sido colonizada por los hombres de forma tradicional, casi choca ver tantas mujeres, porque es muy poco habitual.
Lamborghini supera, de largo, la media de la industria. Y no de azafatas, secretarias o relaciones públicas, sino en cargos de responsabilidad. Dos ejemplos son Alessia y Francesca, supervisoras de las dos cadenas de montaje del Revuelto, el modelo más potente de la firma. De forma paralela, llama la atención que casi todos los trabajadores son insultantemente jóvenes, y es raro ver a alguien que supere la cuarentena.
La producción del coche de los 1.015 caballos se ejecuta en dos cadenas que corren en paralelo, una es para el motor, y otra para el chasis donde irá montado. En los pasillos comunes hay enormes pantallas, parecidas a las de las canchas de baloncesto de la NBA, en la que se leen diversos códigos. El principal y más grande, es un cronómetro regresivo; cada 34:42 minutos entra un nuevo chasis, y sale un coche acabado por la puerta. Los dos turnos laborales arrancan a las ocho de la mañana y pican billete a las cinco de la tarde; cada día se producen nueve Revueltos.
El proceso de crear uno de estos coches dura tres meses. Cuando llega el pedido, se empiezan a construir sus piezas. Se arranca por el chasis de fibra de carbono —que lleva unas 220 horas de trabajo a temperaturas muy precisas en cada paso—, se forja el bloque del motor, o se solicitan los elementos a los proveedores. Las cosas rápidas se hacen despacio, y eso se transmite a la atmósfera. El ambiente es relajado, nadie habla fuerte, y no hay voces ni carreras.
Entra mucha luz natural del exterior, y todo está limpio como un quirófano. «Limpieza es igual a calidad», explica Francesco, uno de los encargados, «es una cuestión psicológica que cae de forma vertical a todos nuestros empleados». Enormes fotografías, del tamaño de un autobús, cuelgan con los integrantes de cada departamento, y dicen sin palabras «estamos orgullosos de estar juntos en esto».
En el inicio de la concepción de un Revuelto, lo que se ve no es un coche, sino una estructura básica irreconocible. A cada paso se le van añadiendo elementos, hasta que acaba siendo un deportivo tal y como llega a su propietario. El departamento de logística tiene identificado cada coche y cada pieza que llega esa unidad. Es raro que haya dos iguales; las posibilidades de personalización son infinitas. Cada comprador se funde de promedio 40.000 euros en extras para diferenciar su biplaza; coste que se añade al cerca de medio millón que se paga por cada uno de estos coches.
Logística manda en carritos, parecidos a esos que hay repletos de bandejas usadas en los McDonalds, con todas las piezas necesarias en cada paso. Los que montan las puertas reciben los tiradores, los resortes, o los botones de la ventanilla; los que montan las ruedas, reciben los neumáticos, sus tuercas, y el equipo de frenos que llevan alojados…
Con todas estas piezas ya producidas, unas setenta y cinco personas tocan cada coche: cuarenta en montaje, veinte motores, y unos quince se dedican a las tareas relacionadas con el acabado final. Cada unidad pasa unas tres semanas bajo ese techo. Es el tiempo que lleva desde que se inicia su montaje y hasta sale por la puerta ya acabada.
Sastres de alta precisión
Una de las áreas más curiosas es la del tratamiento de las coberturas y asientos. Toda la piel que recubre cada unidad sale de la misma pieza de cuero. Se encuentran sobre cilindros, ceñidos a ambos lados, de forma parecida a como están las mantelerías o cortinas en un Ikea. Esas enormes piezas, del tamaño de las sábanas de una cama de matrimonio, se extienden sobre la mesa inclinada de una máquina de corte llamada Teseo, diseñada ex profeso para Lamborghini.
Una operaria con ojos de halcón busca las imperfecciones que ninguna máquina es capaz de detectar, y las va marcando con un lápiz digital. Desde arriba, un láser las señala, memoriza y numera la zona donde hay una mancha, un pequeño agujero, un bultito o un leve rayón. El ordenador tiene los patrones de las piezas que necesita para cubrir diversas partes del coche, y reordena esas figuras para eludir las zonas desechadas. Un láser más potente corta las piezas, como un sastre digital, y quedan fuera las partes que no alcanzan la calidad requerida.
Después pasan a la zona de cosido. Solo hay mujeres, ni un solo hombre. Cada una de ellas se ha tardado en formar cuatro meses; eso es lo que dura su entrenamiento y formación en una de las fases más delicadas de todas: lo que toca aquel que paga.
Coches rápidos, pintura lenta
Una de las zonas más curiosas es la de pintura. Tiene un edificio específico cuyas puertas se controlan con especial atención: disponen de suelo adhesivo, como en los quirófanos, para evitar la entrada de partículas extrañas pegadas a los pies. Manejan las condiciones atmosféricas; su temperatura es constante de 23 grados y la humedad, del 65%. A pesar del cuidado que ponen, pintan todas las piezas de un mismo coche en el mismo día; encontrar una estabilidad química es complejo, y las tonalidades pueden variar de una jornada para otra.
Absolutamente todos los Lamborghini son rosa… al arrancar el proceso. La primera capa que reciben es una suerte de masilla de ese tono que iguala las texturas de los diversos materiales que lo componen. La fibra de carbono tiene un tacto, el aluminio otro, el acero, algún plástico, etc. Esa capa de color Pantera Rosa las iguala, y los colores llegan después. «Pero ese tono, el rosa, es muy popular en el Urus —el SUV— en Los Angeles y China», apunta el encargado. «De esos dos destinos nos llegan las peticiones más exóticas —sonríe—. El color más popular este año es el negro mate», añade.
Un Lambo se pinta en unas quince horas si el color entra dentro de los estándares. Una pintura especial, tornasolada, de varios tonos, o con un esmalte exótico, tarda tres días. Si alguien pide una obra de arte sobre el capó o las puertas, como el dragón verde que exponen en la entrada, lleva una semana y el precio se dispara. El coste industrial de pintar un Lamborghini ronda los diez mil euros; otra cosa es lo que pague el cliente.
Pintan treinta coches al día en tres turnos que cubren 23 horas en cada jornada. La hora restante es para limpieza, mantenimiento y revisiones de los sistemas. El esmalte añade unos quince kilos extra al conjunto.
De vuelta a la cadena de montaje, cada vez que un Revuelto va a salir, la puerta corredera sube, se ve la luz del sol alumbrando a sus hermanos ya acabados, y sale movido por si mismo en su primer viaje. Su estreno es algo decepcionante; uno espera oír un estruendo, una sinfonía de pistones en el primer bramido del toro que sale por la puerta de chiqueros, y, sin embargo, no suena nada… el Revuelto es híbrido y en sus primeros 11 kilómetros pueden desplazarse en modo 100 % eléctrico.
Son las concesiones que requieren las regulaciones europeas, que exigen menores emisiones contaminantes, como la propia factoría. Hace años que consiguió el equilibrio en emisiones. Para lograrlo, el primer aparcamiento donde los Revueltos esperan a sus nuevos propietarios está cubierto, como el resto de la fábrica, de placas solares.
Parto insonoro
Allí duermen, en silencio y cubiertos con capas de tela blanca que los protejan hasta que lleguen a manos de sus impacientes compradores. Cuando un laboratorio se arranca, se pone en marcha una obra de arte, un monumento móvil, «un reflejo de la evolución humana», como gusta decir en la firma. Cada vez que un Revuelto sale por la puerta, la segadora que una vez quiso ser un Lamborghini, suspira.