Arcadi Espada y la censura empresarial
«El ‘affaire’ Arcadi Espada es un atentado contra los dos componentes básicos de la democracia liberal: el mercado libre y la libertad de expresión»
Ha regresado Carlos Alsina a la radio después de las vacaciones de verano como líder del principal programa de Onda Cero. En ese rol ha sido el encargado de presentar a los titulares de los otros programas con las novedades de cada uno para el otoño. Lo ha hecho con gracia. Lo mejor ha sido el enlace con el falso «director ejecutivo», supuestamente encargado de la ingrata tarea de los despidos y las contrataciones. Confieso que sonreí con la parodia de la neolengua inglesa que ha colonizado al español desde la mercadotecnia.
Todo bien, salvo un detalle: nadie pronunció el nombre de Arcadi Espada, ni dio explicaciones sobre su salida de ese programa como tertuliano habitual. Así, el humor se convirtió en una forma fácil de evadir una responsabilidad clave. Tampoco Rafa Latorre, flamante conductor de La Brújula, ha explicado por qué no contará con Espada esta temporada, pese a haber cerrado un acuerdo para una participación diaria, que incluso tenía título: «La boa vida».
El que sí había dado una explicación fue el propio Espada en El Mundo, no desmentida ni por Alsina ni por Latorre, donde narraba la llamada del director de Informativos de la cadena, informándole de que «daba por acabada» la relación laboral. No le dio razones, pero la semana anterior Espada había dedicado su columna a Antonio García Ferreras, responsable del espacio noticioso más importante de La Sexta.
El texto de Espada era una carambola a tres bandas, como suelen ser sus mejores columnas. Por una parte, denunciaba que Ferreras había reproducido un bulo contra Pablo Iglesias en su noticiero, a sabiendas de que lo era, con la artimaña de citar como fuente al medio que lo había reproducido. Al decir esto también criticaba al medio original, OkDiario, de Eduardo Inda, némesis ideológica de Ferreras, pero con quien comparte la misma vulneración deontológica de su profesión. En el asunto aparecía el comisario Villarejo, pero eso es ya como el ‘dónde está Wally’ de las noticias políticas en España.
Era interesante, por cierto, que el lío fuera una defensa de Iglesias. No de su integridad personal ni de su ideología, sino un hecho concreto: estar siendo objeto de una calumnia doble: de Inda, al inventarla, y de Ferreras, al reproducirla. Que eso llevara a Iglesias a decir que es el político más perseguido de la democracia en España y que sin esas campañas hubiera alcanzado el otro lado de la cama de la Moncloa es harina de otro costal (del costal de víctima del sistema que tanta harina le ha redituado).
Pero entonces, se preguntará el lector, ¿por qué una columna en El Mundo sobre Inda y Ferreras (y un desagradecido Iglesias) le cuesta su espacio en Onda Cero a Espada? Por la no tan sencilla razón de que La Sexta y Onda Cero forman parte del mismo conglomerado mediático. Y aquí es donde se abre el debate sobre la censura ejercida desde la empresa y sobre el riesgo o no de que un medio de comunicación pertenezca, dicho en neolengua, al mismo holding empresarial. Wait and see.
Primero, lo obvio. Incluso en las democracias avanzadas coexisten diversas formas de censura. En España es evidente la aversión del Gobierno de Sánchez a las ruedas de prensa sin preguntas no pactadas, las filtraciones tendenciosas, incluso la intoxicación con noticias falsas, el sesgo informativo de RTVE y el apoyo en publicidad a los medios afines. Esto a escala autonómica se reproduce ya sin disimulo, sobre todo con los gobiernos nacionalistas que necesitan unos medios locales leales a sus postulados identitarios para mantener vivo el frágil relato de sus agravios imaginarios.
Segundo, lo más peligroso, la autocensura. El miedo a la discrepancia ante el consenso sobre ciertos temas. Lo fue en el pasado discrepar del comunismo como la «estela dorada de la humanidad» (Arthur Koestler, Manès Sperber o Margaret Buber-Neuman, por citar tres nombres clave de la cultura europea, lo padecieron vivamente); lo es hoy discrepar (a veces basta un simple tuit) de ciertos postulados discutibles, convertidos en verdades innegociables: el cambio climático catastrófico, las políticas públicas de género, las identidades colectivas.
Pero la censura de la que menos se habla es la empresarial, aquella que ejercen los medios de comunicación por no tener que rendir cuentas en virtud del derecho a la libertad de expresión. No es concebible ni deseable ningún tipo de vigilancia, ni por parte de la audiencia ni por parte de los poderes públicos, y una empresa privada tiene todo el derecho a tener una línea editorial concreta, seleccionar a sus colaboradores o marcar las líneas rojas que desee. No tiene derecho a mentir a sabiendas, pero en la práctica puede hacerlo, porque las consecuencias de establecer coacciones serían nefastas para la libertad. Por eso, la única regulación posible, aparte de la deontología profesional, es el debate abierto, la crítica entre los medios y dentro de los medios (algo en lo que justamente Espada es exponente, primero con sus Diarios y luego con El Mundo por dentro).
Es sano, para elevar el nivel de la discusión, que convivan en disputa, por la audiencia y el relato, diversos medios, frente a los cuales el poder público debe mantener una absoluta neutralidad, en inversión publicitaria y en nivel de interlocución. El problema ni siquiera es que un conglomerado empresarial reúna bajo un mismo paraguas medios claramente enfrentados en lo ideológico (lo que en catalán se expresa meridianamente como «fer la puta y la Ramoneta»). El problema es que impida que se critiquen libremente entre sí. Entonces sí se interfiere en la sana lucha por la audiencia y en el nivel del debate. Así que, sin necesidad de ponerse dramáticos, el affaire Arcadi Espada es un atentado contra los dos componentes básicos de la democracia liberal: el mercado libre y la libertad de expresión. Nada menos.
«Cuando uno invita a Espada debe saber que corre el riesgo de que diga cosas que a uno no le gusten; pero esa es justamente la belleza y el riesgo de convivir con una persona tan excepcional: que su luz te revele»
Hay, desde luego, un elemento adicional. Es el problema de la importancia, no del poder. Ferreras, desde el amparo de su lugar protagónico en La Sexta y su derecho de picaporte con este Gobierno, podría pensar que es más importante que Espada, y, como se ha especulado, moverse tras bambalinas para lograr su cese. Se equivoca de cabo a rabo. Si hoy llegara el mentado meteorito, el balance sería el siguiente. Por un lado, un cómplice de la civilización del espectáculo, del debilitamiento del pacto de verdad que todas las democracias requieren, de la infantilización exasperante del debate público, del maniqueísmo de los buenos y los malos, de la trivialización de los verdaderos problemas. Del otro lado, Arcadi Espada.
Espada fue de los primeros –también lo fue Albert Boadella desde Els Joglars– en denunciar que detrás del «amable catalanismo» de Jordi Pujol, el famoso seny, se escondía la hidra nacionalista que había destruido Europa (Contra Cataluña es de 1997). No muchos años después, cansado de que el «eje de las ideas que mueve al mundo» no rotaba a la velocidad necesaria para transformar la realidad, fue el impulsor, junto con otro notabilísimo grupo de intelectuales catalanes, de Ciudadanos, el partido que demostró –independientemente de su decadencia hoy– que la ciudadanía catalana no apoyaba como una piña el discurso nacionalista, que más bien éste era minoritario en la capital y las ciudades y que, en todo caso, estábamos antes una sociedad escindida artificial e ilegalmente.
Espada desveló en otro libro memorable, Raval. Del amor a los niños, el daño que provoca, y los mecanismos mediante los que opera, una mentira disfrazada de las mejores intenciones. Espada fue un adelantado (e incomprendido) del periodismo digital con el proyecto de Factual, cancelado nada más nacer, que junto a la inmediatez no renunciaba a presentar «un orden del mundo» cada 24 horas, virtud innegable del papel, y que fue semillero de muchas voces que hoy destacan en diversos medios de relevancia.
Espada también fue pionero en descubrir que detrás de El Bulli de Ferrán Adrià se escondía una revolución artística y cultural. Espada ha demostrado largamente que no tiembla ante figuras sagradas que vulneran el pacto ético del periodismo, al acomodar la realidad a su conveniencia. En ese marco hay que entender sus más duros correctivos, al fotógrafo Javier Bauluz, por manipular el encuadre para la imagen que tituló La indiferencia de Occidente, y al escritor Javier Cercas, por confundir la ficción con el periodismo.
Espada antepone la verdad y los hechos a cualquier otra consideración, incluida la amistad y sus propios intereses personales. Espada es un peligro público para los iliberales. Cuando uno invita a colaborar a Espada, como yo tuve el privilegio de hacer en Letras Libres, debe saber que corre el riesgo de que diga cosas que a uno no le gusten, le incomoden o no le convengan; pero esa es justamente la belleza y el riesgo de convivir con una persona tan excepcional: que su luz te revele.
Espada critica. Critica duramente y pese a todo. A Ciudadanos cuando era un partido casi en el poder, pese a ser su instigador; a Vox por combatir las quiméricas y enrarecidas aguas del nacionalismo periférico con las quiméricas y enrarecidas aguas del nacionalismo español; a Feijóo por su tibieza, pese a ser consciente de la urgencia de un relevo en la Moncloa.
Espada impone ideas, lugares y lecturas, y genera enfoques nuevos para viejos problemas. Es un inconformista que disfruta de la vida y un hedonista que no deja pasar una tontería a nadie. Su lucha contra las leyes de género de este gobierno que vulneran el principio de igualdad ante la ley que consagra la Constitución es única, por irreverente.
Espada –lo sabemos bien quienes lo conocemos– no deja de trabajar nunca, estoico ante las alegrías y las desventuras de la vida. Espada tiene, es verdad, un agravante: todo lo hace con talento y ligereza, con un estilo tan suyo que solo encuentro en Pla un equivalente en la historia de la prensa catalana y española. Con un vasto mundo de intereses compartidos con el autor de El cuaderno gris: viajes, diarios, gastronomía, curiosidad y respeto (la otra forma del amor) por la realidad concreta, no la posible ni la soñada ni la imaginada.
Qué lástima, pues, para España, y el nivel de su debate, que Alsina y Latorre no hayan hecho más para defender a su colaborador; qué lástima por ellos, tan buenos en su oficio. Cargarán esa pequeña mancha en su balance de vida profesional, que será sin duda positivo. Espada encontrará otros medios y seguirá agitando las estancadas aguas de la vida desde sus columnas y su blog.
Pero que nadie se confunda, entre Ferreras y Espada hay un abismo, el mismo que separa lo que importa de verdad, aunque sea minoritario, de lo que de verdad no importa, aunque sea popular.